(Publicado en Diario16 el 9 de enero de 2024)
Oppenheimer, la película de Christopher Nolan, ha arrasado con cinco premios en la gala de los Globos de Oro, antesala de los Oscar. Estamos, sin duda, ante una gran cinta que no por su largo metraje (dura más de tres horas) deja de ser menos hipnótica. Nolan logra construir un montaje narrativo casi tan perfecto, mecánico-cuántico y matemático como la desintegración de un átomo de uranio, desencadenante de la reacción en cadena que da lugar a la energía nuclear.
Oppenheimer narra la historia del creador de la bomba atómica que sirvió para derrotar al Imperio de Japón, acabando de la noche a la mañana con la Segunda Guerra Mundial. Por momentos, la película funciona como un interesante documental sobre el Proyecto Manhattan, el plan de un grupo de científicos financiados por el Gobierno de Washington (el plan fue autorizado en 1941 por el presidente Roosevelt) en la loca carrera del Ejército norteamericano contra nazis alemanes y japoneses para lograr la bomba del Juicio Final. En otras fases del film, Nolan nos regala un thriller trepidante de estilo clásico que nos sumerge de lleno en las intrigas políticas y en la caza de brujas contra esa izquierda universitaria e intelectual norteamericana que en los años anteriores a la conflagración mundial fue reprimida por recabar fondos para la Segunda República en la Guerra Civil Española y que más tarde, ya durante la Guerra Fría y en plena paranoia antisoviética, fue duramente perseguida y purgada (el propio Oppenheimer sufrió en sus carnes la caza de brujas y las acusaciones de espía traidor).
Lógicamente, la película no se olvida de abrir un interesante debate moral sobre el uso de la energía nuclear con fines bélicos que está más de actualidad que nunca por razones obvias. Y quizá por eso la obra de Nolan ha sido un gran éxito en taquilla. El miedo siempre llenó las salas de cine en las sociedades occidentales. Miedo a que un loco provisto del temido maletín apriete el botón rojo en cualquier momento; miedo a que la bomba termine explotando en nuestras narices y enviándonos a todos a la Prehistoria, a la noche de los tiempos, a la caverna, al garrote y el taparrabos. Fue Einstein, uno de los personajes que transitan por la película de Nolan, quien dijo: “No sé con qué armas se peleará la Tercera Guerra Mundial, pero la cuarta será con palos y piedras”. Ese inquietante augurio se ha instalado en la conciencia colectiva como una especie de profecía autocumplida que se transmite como un pensamiento obsesivo atormentando a generación tras generación. El ser humano moderno vive un drama cósmico: sabe que es cuestión de tiempo que alguna de las ojivas nucleares que pululan por el planeta termine escapándose y desatando el infierno en la Tierra.
Superado ya el viejo modelo de la disuasión que durante décadas mantuvo el orden mundial entre yanquis y soviéticos, un puñado de países ha alcanzado el estatus de potencia nuclear. Estados Unidos, la Federación Rusa, Reino Unido, Francia, República Popular China, India, Pakistán y Corea del Norte. Basta con echar un vistazo a ese siniestro listado para concluir que el uranio letal con el que Robert Oppenheimer empezó a experimentar hace casi un siglo ha caído en manos de regímenes totalitarios con sus correspondientes gobernantes lunáticos obsesionados con el momento del violento éxtasis, el orgasmo de la gran destrucción final. Así que, dentro de nada, todo quisqui tendrá su juguete letal. Estamos en la Era Nuclear descontrolada y cualquiera con mucha pasta y pocos escrúpulos puede fabricar el bombazo, desde un camellero del ISIS hasta un gánster de Cosa Nostra, pasando por el envarado magnate de una red social.
Mientras el aclamado Nolan recoge sus Globos de Oro, lanzando con su filme una seria advertencia a la comunidad internacional, la población terrícola cae en la cuenta de que el hombre que creó el primer obús atómico no hizo más que abrir la puerta del averno. Nunca antes el enloquecido homo sapiens ha estado tan cerca como hoy de un desastre atómico de proporciones bíblicas, tal como marcan las agujas del Reloj del Apocalipsis (hace un año este mecanismo simulado se adelantó 10 segundos, quedándose a solo 90 para la medianoche, es decir, el momento crítico del supuesto cataclismo que acabaría con el planeta y por consiguiente con la raza humana).
Putin amenaza con usar sus arsenales de Kaliningrado si Occidente sigue entrometiéndose en la guerra de Ucrania. El presidente norcoreano, Kim Jong-un, sacia su fetichismo fálico, en bermudas frente a las playas surcoreanas, con sus misiles experimentales. Y los ayatolás de Irán están a un paso de conseguir su propia bomba, si es que no la tienen ya (cuando lo consigan quizá sea cuestión de tiempo que la empleen contra Israel para vengar a los hermanos palestinos masacrados en el genocidio planificado de Gaza). Todo ello por no hablar de la mafia rusa, de los yihadistas, de los grandes contrabandistas de armas y de otros criminales más o menos organizados que a día de hoy tienen posibilidades técnicas y financieras de fabricar y vender al mejor postor una bomba sucia capaz de ser detonada en el centro de Nueva York, París, Londres o Madrid. Quien a estas alturas no haya asumido todavía que estamos viviendo en el alambre, en un equilibrio tan frágil e inestable como el de un protón, es que es un insensato o un loco o ambas cosas a la vez.
Ahora que se acerca la ceremonia de los Oscar es un buen momento para ver Oppenheimer por primera vez o repetir para sacarle nuevos matices e interpretaciones. Pocas veces coinciden público y crítica y esta vez parece que ha ocurrido esa mágica conjunción. Hasta el siempre inconformista Carlos Boyero, al que no suelen gustarle este tipo de películas que hablan de ciencia y de pasados, presentes y futuros más o menos distópicos, se ha rendido al talento del injustamente tratado Nolan, que ya mereció los máximos galardones con Interstellar, una de las mejores películas de ciencia ficción de la historia que retrata la búsqueda desesperada y agonizante del hombre por salir de un planeta irreversiblemente enfermo y encontrar nuevos mundos donde seguir viviendo y destruyéndolo todo. “Un tema árido para una buena película (...) Posee clima, personajes matizados, diálogos inteligentes (...) Una fuerza visual que llega a deslumbrar en algunos momentos, intérpretes que hacen creíbles a sus personajes”, escribe Boyero sobre Oppenheimer. Por encima de todos los actores del reparto, el formidable Cillian Murphy, el guapifeo con pinta de perturbador alienígena que ya nos deslumbró en la serie Peaky Blinders y que aporta el puntito de científico atormentado al personaje central, o sea el destructor de mundos.
Barbie, la otra candidata a película del año, compite merecidamente con la última genialidad de Nolan. Pero mucho nos tememos que su universo rosa y su dulce sátira sobre el machismo, el feminismo y la sempiterna lucha de sexos tiene poco que hacer frente a una obra magna llamada a marcar una época por lo que tiene de espectáculo artístico total, por lo que cuenta de nosotros mismos y por el oscuro destino que nos anticipa.
Viñeta: Pedro Parrilla
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