martes, 17 de septiembre de 2024

PELLETS

(Publicado en Diario16 el 10 de enero de 2024)

El desastre ecológico que ha provocado el vertido de 25 toneladas de material plástico en Galicia ha puesto en evidencia el mal funcionamiento de todo el sistema. Políticos que cayeron en la desidia (tanto autonómicos como estatales), funcionarios que no hicieron su trabajo y, por supuesto, una prensa nacional y regional que probablemente minusvaloró el alcance de un suceso cuyas consecuencias fueron engordando, como una bola de nieve, a medida que pasaban los días. Nadie prestó la debida atención a las peligrosas bolitas blancas, los famosos 'pellets' que hoy cubren toda la costa gallega, la asturiana, la cantábrica y aún más allá (dependiendo de las corrientes oceánicas, la marea plástica puede llegar a Finlandia o a la Laponia rusa, según).

Sin duda, la nefasta gestión ha tenido que ver con que el vertido se produjera en vísperas de Navidad y muchos de quienes tenían alguna responsabilidad en el suceso ya estaban pensando en las vacaciones. El 8 de diciembre (y esto quema mucho la sangre) Portugal informó a España de que el Toconao había perdido contenedores cargados con las dichosas bolitas. Además, el 13 de diciembre algún que otro testigo telefoneó a las autoridades gallegas alertando de la presencia de unos sacos sospechosos varados en la playa. Nadie se lo tomó en serio. Todo era alegría e ilusión navideña. ¿Un aguafiestas viniendo a estropear la apacible tranquilidad que se respiraba con una historia sobre pelotillas de goma y confetis abandonados? No hombre, no. Sin duda sería algún ecologista ocioso y desfaenado, uno de esos greñudos catastrofistas de imaginación calenturienta. Y así fueron pasando los días.

Como en una de esas malas películas sobre alienígenas que van conquistando el planeta poco a poco y en silencio, las inquietantes bolitas blancas seguían llegando por millones a las costas gallegas. Y nuestros políticos continuaban a sus cosas. Los del PP y Vox con su matraca mañanera de que Sánchez es un traidor-felón-amigo de separatistas; los del Gobierno tratando de tejer alianzas con Puigdemont, Junqueras, el PNV y Bildu para sacar adelante sus decretos anticrisis. O sea, los habituales aburridos sainetes del día a día de la vida pública española mientras el gravísimo problema seguía creciendo sin control y sin que nadie le prestara la debida atención.

Esta desidia también es imputable a la prensa, a toda la prensa, la nacional y la local, que por lo visto despreció la noticia sobre las extrañas cosas translúcidas. Era más cómodo y fácil cumplir el expediente con el oportuno seguimiento a las tontunas diarias de los políticos, al tuit absurdo de Feijóo o Abascal y a la patraña de turno de Ayuso que ponerse a investigar el suceso. Y no sería porque no había antecedentes. Cada año se pierden en el mar más de 1.500 contenedores, muchos de los cuales se rompen al estrellarse contra las olas o el fondo marino, soltando sustancias de todo tipo letales para el entorno. Los medios de comunicación debieron pensar que el caso del carguero causante del vertido frente a las costas de Portugal no le interesaba a nadie, o quizá estaban más preocupados de informar sobre el Gordo de Navidad, el discurso de Felipe VI de Nochebuena, las uvas y la cabalgata de Reyes Magos. En España hay buenos reporteros, el problema es que las redacciones se quedan vacías en fechas festivas, no se cubren las vacantes y se trabaja bajo mínimos.

A todo esto se suma que la Xunta de Galicia pasó mucho del incidente, seguramente para no alarmar a la población, lo que hubiese sido contraproducente a las puertas de unas elecciones autonómicas. Manipulación política más desidia periodística, ¿qué podía salir mal? Ya sabemos cómo funciona el periodismo precario de hoy: si no hay nota de prensa oficial, no hay noticia. Y no la hubo, al menos sobre la gravedad y auténtica dimensión de lo que estaba ocurriendo. Sea como fuere, se consumó el apagón informativo y los gallegos –y por consiguiente el resto de españoles–, siguieron disfrutando de las fiestas mientras los centollos, nécoras, lubinas y pulpos, o sea los mejores manjares de nuestra tierra, la esencia de la Marca España, seguían alimentándose con las peligrosas y diminutas esferas blancas. Las únicas bolas que interesaban a los responsables de nuestra seguridad (más bien irresponsables) eran las que colgaban del árbol de Navidad, gran motor de la economía y el consumismo.  

Solo cuando han pasado los fastos, cuando la UE ha advertido de que los microplásticos son nocivos para la salud, cuando los voluntarios de los pueblos afectados se han echado a las playas para retirar los 'pellets' con sus propias manos y cuando las televisiones han destinado, por fin, cámaras a la zona, se ha puesto el foco político y mediático en el incidente del carguero Toconao. Entonces, y solo entonces, el equipo de Alfonso Rueda ha empezado a reaccionar, poniendo en marcha su formidable maquinaria de propaganda para echar balones fuera. Un cúmulo de coartadas redactadas en un supuesto informe de un supuesto experto de una supuesta empresa privada que rechaza cualquier tipo de riesgo para la salud humana y que añade (no se lo pierdan) que las dichosas bolitas son incluso “comestibles”. O sea, que en una de estas los hosteleros gallegos se ponen a vender tapas de 'pellets' regadas con Ribeiro como si se tratara del mejor marisco de las Rías. Puro sarcasmo, sobre todo si tenemos en cuenta que los expertos europeos llevan años alertando sobre los vertidos de microplásticos al mar. Está claro que nadie va a sufrir un daño inmediato hoy por comerse un puñado de 'pellets' a palo seco. El problema vendrá dentro de unos años, cuando el páncreas, el riñón y el hígado empiecen a fallar y a sufrir extrañas intoxicaciones. Pero para entonces el actual Gobierno de la Xunta ya no estará en el poder para exigirle responsabilidades. ¿O sí?

Viñeta: Currito Martínez

PESCADO CANCERÍGENO

(Publicado en Diario16 el 9 de enero de 2024)

El reciente vertido de microplásticos o pellets va camino de convertirse en el nuevo caso Prestige del Partido Popular. En Génova hay preocupación (y en algunos prebostes hasta canguelo), por un desastre ecológico a las puertas de las elecciones gallegas. Los más pesimistas creen que la calamidad (otra negligencia provocada por la mano humana) pasará sin duda factura en unos comicios que los populares habían planteado como un nuevo plebiscito contra Sánchez. Otros, los más joviales y optimistas, consideran que todo esto se habrá olvidado en unas semanas. Estos últimos se basan en la falsa creencia de que el gallego es por naturaleza sumiso, adocenado, borrego, y volverá a darle la mayoría absoluta al PP, tal como ocurrió después del 13 de noviembre de 2002, cuando aquel maldito buque petrolero con bandera de Bahamas se partió en dos, provocando la mayor catástrofe ecológica de la historia de España al derramar toneladas de chapapote sobre las costas gallegas (los célebres hilillos de plastilina a los que se refirió el entonces ministro Mariano Rajoy en aquella rueda de prensa de infausto recuerdo).

El hundimiento del Prestige provocó un movimiento ciudadano inédito hasta entonces: el Nunca Máis. Miles de personas se desplazaron altruistamente desde todos los rincones del país para arrimar el hombro y retirar con sus propias manos el aluvión de crudo, que dejó un paisaje desolador con las hermosas playas embadurnadas de negro. Fue uno de los ejemplos de solidaridad más conmovedores que se recuerdan. Pero no parece que estemos en el mismo momento. La sociedad española ha cambiado desde aquellos tiempos, nos hemos hecho más egoístas y pocos parecen dispuestos a dar lo mejor de sí, gratis, por el bien común.

Los miles de millones de pellets (pequeñas partículas de plástico no biodegradables) que un carguero ha vertido al mar frente a las bahías de Portugal, y que llegan ya hasta Asturias, son tanto o más peligrosos que el fuel del Prestige. Contaminan la arena y la vegetación, son tragados por los peces que los confunden con comida, se introducen en la cadena trófica. Y al final, esa lubina contaminada que llega a nuestra mesa, y que creemos tan suculenta, sana y saludable, viene con regalo incluido a modo de letal Kinder sorpresa: una serie de diminutas bolitas blancas, casi translúcidas e invisibles, altamente cancerígenas. Los científicos estiman que cada semana comemos el equivalente en plástico a una tarjeta de crédito. Pocos ejemplos más claros y evidentes de cómo la actividad industrial no solo destruye el planeta, sino que se revuelve contra el propio ser humano para acabar también con él.  

Estos días, el recuerdo del Prestige ha vuelto a las playas gallegas. Algunos ciudadanos, pocos, recogiendo las peligrosas bolitas de plástico, rebuscando entre la arena, cribando como pueden con improvisados utensilios domésticos. Es una batalla tan loable y conmovedora como perdida de antemano. Y, sin embargo, es preciso actuar ya, antes de que las diminutas partículas entren en la cadena alimentaria. “Cuanto más pequeñas más peligrosas son, entran en las plantas y en los animales y llegan a nosotros. Hay que tomar medidas con urgencia”, asegura Fernando Valladares, investigador del CSIC.

Estamos sin duda ante una catástrofe medioambiental tan preocupante como el chapapote que llegó hasta el último pueblo costero del norte de España. A esta hora la Xunta debería haber activado el nivel de alerta (tiempo ha tenido desde el 13 de diciembre, cuando se produjo el incidente) y todas las instituciones del Estado tendrían que haberse puesto a trabajar, manos a la obra y codo con codo, para paliar los efectos de la desgracia. Pero han pasado varios días desde el suceso y aquí lo único que se mueve es el cainismo de siempre. Estamos en época electoral y al cacique gallego no le interesa un escándalo ecológico con el consiguiente pánico entre la población. Por eso solo han movilizado a doscientos limpiadores para depurar la costa. Doscientos recogedores para 25 toneladas de material tóxico y 1.500 kilómetros de playas. Una broma.

Así las cosas, el Gobierno central acusa a la Xunta de Galicia de negligencia por no haber actuado antes contra el vertido (y razón no le falta, hay precedentes de que los gobiernos del PP suelen hacerse los remolones cada vez que se produce un desastre de algún tipo). A su vez, el Ejecutivo regional tacha de oportunista al gabinete de coalición Sánchez por tratar de utilizar el asunto para sacar rédito en la próxima cita con las urnas. Solo la Fiscalía ha movido ficha al entender que las famosas bolitas o pellets son altamente nocivas para la fauna, la flora y la salud humana. El problema es que un par de fiscales y un puñado de policías medioambientales poco podrán hacer para frenar tanta devastación. Podrán identificar a los culpables, a la empresa contaminante, al armador responsable de que miles de sacos con microplásticos hayan terminado en el mar. Podrán incluso determinar si los dirigentes de la Xunta competentes en la materia (más bien incompetentes) activaron el protocolo de emergencia a tiempo para poder sacar del mar la mercancía peligrosa. Pero el mal ya está hecho.

El fantasma de otro Prestige planea sobre las cabezas no solo de los gallegos, sino de todos nosotros, ya que el pescado que llega a nuestros platos proviene en buena medida de la zona contaminada por el vertido. Pero en España todo es ruido y furia y poca diligencia y eficacia en la gestión de grandes catástrofes. Lo primero es hacerse la foto en helicóptero sobrevolando la zona afectada y la habitual ceremonia de la confusión y de odio político, o sea los “hunos y los hotros” a los que se refería Unamuno tirándose los trastos a la cabeza mientras el bosque arde, el aire se envenena y los ríos y mares se pudren. Produce vergüenza y asco comprobar cómo, cuando el gran asunto del día de hoy debería ser hacer frente a la penúltima catástrofe ecológica gallega, algunos dirigentes del PP tratan de desplegar la habitual cortina de humo dando la matraca con Puigdemont, los enemigos de España y la amnistía. Al igual que en su día Rajoy calificó el vertido de cientos de toneladas de fuel del Prestige como unos cuantos “hilillos de plastilina”, hoy la Xunta ha tratado de manipular a la opinión pública restando importancia al caso y calificando el vertido como unas “boliñas de plástico”. En este país ya se sabe que lo primero es ganar las elecciones; después las pandemias, el medio ambiente y la salud de las personas. Tiempo habrá de comprar la voluntad del pueblo con indemnizaciones de miseria. Como cuando trataron de tapar la ruina dando cuatro duros de mierda a los damnificados por el desastre de 2002 y algún que otro idiota declaró, satisfecho y con una sonrisa en la boca, que “más Prestiges se tendrían que hundir”.

Viñeta: Pedro Parrilla

OPPENHEIMER

(Publicado en Diario16 el 9 de enero de 2024)

Oppenheimer, la película de Christopher Nolan, ha arrasado con cinco premios en la gala de los Globos de Oro, antesala de los Oscar. Estamos, sin duda, ante una gran cinta que no por su largo metraje (dura más de tres horas) deja de ser menos hipnótica. Nolan logra construir un montaje narrativo casi tan perfecto, mecánico-cuántico y matemático como la desintegración de un átomo de uranio, desencadenante de la reacción en cadena que da lugar a la energía nuclear.

Oppenheimer narra la historia del creador de la bomba atómica que sirvió para derrotar al Imperio de Japón, acabando de la noche a la mañana con la Segunda Guerra Mundial. Por momentos, la película funciona como un interesante documental sobre el Proyecto Manhattan, el plan de un grupo de científicos financiados por el Gobierno de Washington (el plan fue autorizado en 1941 por el presidente Roosevelt) en la loca carrera del Ejército norteamericano contra nazis alemanes y japoneses para lograr la bomba del Juicio Final. En otras fases del film, Nolan nos regala un thriller trepidante de estilo clásico que nos sumerge de lleno en las intrigas políticas y en la caza de brujas contra esa izquierda universitaria e intelectual norteamericana que en los años anteriores a la conflagración mundial fue reprimida por recabar fondos para la Segunda República en la Guerra Civil Española y que más tarde, ya durante la Guerra Fría y en plena paranoia antisoviética, fue duramente perseguida y purgada (el propio Oppenheimer sufrió en sus carnes la caza de brujas y las acusaciones de espía traidor).

Lógicamente, la película no se olvida de abrir un interesante debate moral sobre el uso de la energía nuclear con fines bélicos que está más de actualidad que nunca por razones obvias. Y quizá por eso la obra de Nolan ha sido un gran éxito en taquilla. El miedo siempre llenó las salas de cine en las sociedades occidentales. Miedo a que un loco provisto del temido maletín apriete el botón rojo en cualquier momento; miedo a que la bomba termine explotando en nuestras narices y enviándonos a todos a la Prehistoria, a la noche de los tiempos, a la caverna, al garrote y el taparrabos. Fue Einstein, uno de los personajes que transitan por la película de Nolan, quien dijo: “No sé con qué armas se peleará la Tercera Guerra Mundial, pero la cuarta será con palos y piedras”. Ese inquietante augurio se ha instalado en la conciencia colectiva como una especie de profecía autocumplida que se transmite como un pensamiento obsesivo atormentando a generación tras generación. El ser humano moderno vive un drama cósmico: sabe que es cuestión de tiempo que alguna de las ojivas nucleares que pululan por el planeta termine escapándose y desatando el infierno en la Tierra.

Superado ya el viejo modelo de la disuasión que durante décadas mantuvo el orden mundial entre yanquis y soviéticos, un puñado de países ha alcanzado el estatus de potencia nuclear. Estados Unidos, la Federación Rusa, Reino Unido, Francia, República Popular China, India, Pakistán y Corea del Norte. Basta con echar un vistazo a ese siniestro listado para concluir que el uranio letal con el que Robert Oppenheimer empezó a experimentar hace casi un siglo ha caído en manos de regímenes totalitarios con sus correspondientes gobernantes lunáticos obsesionados con el momento del violento éxtasis, el orgasmo de la gran destrucción final. Así que, dentro de nada, todo quisqui tendrá su juguete letal. Estamos en la Era Nuclear descontrolada y cualquiera con mucha pasta y pocos escrúpulos puede fabricar el bombazo, desde un camellero del ISIS hasta un gánster de Cosa Nostra, pasando por el envarado magnate de una red social.

Mientras el aclamado Nolan recoge sus Globos de Oro, lanzando con su filme una seria advertencia a la comunidad internacional, la población terrícola cae en la cuenta de que el hombre que creó el primer obús atómico no hizo más que abrir la puerta del averno. Nunca antes el enloquecido homo sapiens ha estado tan cerca como hoy de un desastre atómico de proporciones bíblicas, tal como marcan las agujas del Reloj del Apocalipsis (hace un año este mecanismo simulado se adelantó 10 segundos, quedándose a solo 90 para la medianoche, es decir, el momento crítico del supuesto cataclismo que acabaría con el planeta y por consiguiente con la raza humana​).

Putin amenaza con usar sus arsenales de Kaliningrado si Occidente sigue entrometiéndose en la guerra de Ucrania. El presidente norcoreano, Kim Jong-un, sacia su fetichismo fálico, en bermudas frente a las playas surcoreanas, con sus misiles experimentales. Y los ayatolás de Irán están a un paso de conseguir su propia bomba, si es que no la tienen ya (cuando lo consigan quizá sea cuestión de tiempo que la empleen contra Israel para vengar a los hermanos palestinos masacrados en el genocidio planificado de Gaza). Todo ello por no hablar de la mafia rusa, de los yihadistas, de los grandes contrabandistas de armas y de otros criminales más o menos organizados que a día de hoy tienen posibilidades técnicas y financieras de fabricar y vender al mejor postor una bomba sucia capaz de ser detonada en el centro de Nueva York, París, Londres o Madrid. Quien a estas alturas no haya asumido todavía que estamos viviendo en el alambre, en un equilibrio tan frágil e inestable como el de un protón, es que es un insensato o un loco o ambas cosas a la vez.

Ahora que se acerca la ceremonia de los Oscar es un buen momento para ver Oppenheimer por primera vez o repetir para sacarle nuevos matices e interpretaciones. Pocas veces coinciden público y crítica y esta vez parece que ha ocurrido esa mágica conjunción. Hasta el siempre inconformista Carlos Boyero, al que no suelen gustarle este tipo de películas que hablan de ciencia y de pasados, presentes y futuros más o menos distópicos, se ha rendido al talento del injustamente tratado Nolan, que ya mereció los máximos galardones con Interstellar, una de las mejores películas de ciencia ficción de la historia que retrata la búsqueda desesperada y agonizante del hombre por salir de un planeta irreversiblemente enfermo y encontrar nuevos mundos donde seguir viviendo y destruyéndolo todo. “Un tema árido para una buena película (...) Posee clima, personajes matizados, diálogos inteligentes (...) Una fuerza visual que llega a deslumbrar en algunos momentos, intérpretes que hacen creíbles a sus personajes”, escribe Boyero sobre Oppenheimer. Por encima de todos los actores del reparto, el formidable Cillian Murphy, el guapifeo con pinta de perturbador alienígena que ya nos deslumbró en la serie Peaky Blinders y que aporta el puntito de científico atormentado al personaje central, o sea el destructor de mundos.

Barbie, la otra candidata a película del año, compite merecidamente con la última genialidad de Nolan. Pero mucho nos tememos que su universo rosa y su dulce sátira sobre el machismo, el feminismo y la sempiterna lucha de sexos tiene poco que hacer frente a una obra magna llamada a marcar una época por lo que tiene de espectáculo artístico total, por lo que cuenta de nosotros mismos y por el oscuro destino que nos anticipa.

Viñeta: Pedro Parrilla

LA BATALLA CULTURAL DE AYUSO

(Publicado en Diario16 el 8 de enero de 2024)

Isabel Díaz Ayuso vuelve a desenterrar el hacha de guerra contra Pedro Sánchez, esta vez con un asunto sanitario tan sensible y de interés general como el uso de la mascarilla higiénica. A la lideresa le importa un rábano que las urgencias de Madrid estén colapsadas, que los pacientes se aparquen de mala manera en los pasillos de los hospitales carentes de médicos y que nos encontremos en plena ola de la llamada “tripledemia” (gripe, covid y bronquiolitis). Ella, como buena ácrata y magufa que es, va a lo suyo: a proclamar su constante insumisión trumpista y anticientífica contra el Gobierno woke.

Esta vez la que está probando el ricino maquiavélico ayusista es Mónica García, la nueva ministra de Sanidad que se ha estrenado en su primera crisis de gripe con el pie cambiado (la oposición le afea que se haya ido de vacaciones mientras se propagaba el mal respiratorio por todo el país). Tras el colapso sanitario por la “tripledemia”, García ha tenido que improvisar medidas urgentes para frenar la ola de contagios (ya estamos en una incidencia de más de 900 casos diarios y subiendo), una propuesta digna de ser aplaudida pero que llega tarde. Desde el verano, los sindicatos venían alertando de que esto iba a ocurrir y nadie se puso a trabajar para evitar el caos que vivimos estos días.

Ayuso y García se conocen bien, no en vano han protagonizado enconados cara a cara en la Asamblea regional. Así que tienen cuentas pendientes. Pero de momento la presidenta de Madrid ya le ha colado el primer gol a la titular del departamento al decirle que la mascarilla se la ponga ella, aquello de “sube aquí y verás Madrid”, haciéndole una peineta bien hermosa y enhiesta. Hoy mismo, en la reunión del Consejo Interterritorial, Lady Libertad ha encabezado el movimiento de insumisión en las regiones gobernadas por el PP, de modo que estas comunidades autónomas irán por libre y haciendo caso omiso a las recomendaciones del ministerio mientras dure esta nueva pandemia invernal de tres caras.

¿Pero por qué IDA se muestra tan tozuda a la hora de rechazar un pedazo de tela que, según la ciencia, resulta eficaz para prevenir contagios en determinados escenarios como hospitales y farmacias, es decir, locales muy concurridos, cerrados y con deficiente ventilación? A fin de cuentas, un madrileño, por muy españolazo y ayusista que sea, se constipa y se agarra el trancazo como cualquier ser humano hijo de vecino. Desde 1897, cuando el cirujano francés Paul Berger operó por primera vez con mascarilla, esta herramienta quirúrgica se ha demostrado eficaz para evitar la transmisión de gérmenes entre médicos y pacientes. En 1910 ya se utilizó para luchar contra la peste bubónica en China y en 1918 para prevenir la expansión de la gripe española. Hoy no verán ustedes a ningún cirujano operando enfermos sin la imprescindible mascarilla. A ningún doctor especialista de lo suyo, ya sea estomatólogo, cardiólogo, traumatólogo o neurólogo, se le ocurriría entrar al quirófano a pleno pulmón, soltando su aliento al paciente y viceversa, con las uñas negras y grasientas. Cualquier facultativo que intente acometer una operación en estas condiciones será denunciado de inmediato y llevado ante el juez por loco, por mala praxis profesional y por guarro. Pero por lo visto Ayuso tampoco cree en los principios elementales de la medicina y si fuese cirujana seguro que operaba un corazón abierto con las manos pringadas de fruta, de kiwi, pomelo, naranja o algo así, y chupándose los dedos.

La mascarilla, por tanto, es plenamente aceptada por los manuales clínicos desde hace más de un siglo y forma parte del protocolo diario de inexcusable cumplimiento, entre otras medidas como lavarse bien, utilizar guantes de látex y esterilizar a fondo el quirófano y los utensilios antes de cualquier intervención. Sin embargo, ahora llega esta mujer, Ayuso, que no sabría distinguir un virus de una bacteria, y nos dice que en los hospitales y ambulatorios de Madrid no hace falta la mascarilla en medio de una pandemia. Está claro que su intransigente posición nada tiene que ver con razones técnicas o sanitarias, de las que ni sabe ni conoce, sino más bien con una forma de hacer política que a ella le viene bien porque le rinde votos en las urnas. La Comunidad de Madrid no es Burundi ni Eritrea. Hay eminentes epidemiólogos, buenos biólogos, brillantes médicos que ostentan también responsabilidades políticas como miembros de la Consejería de Sanidad. Gente que a través del comité de expertos seguramente le habrá dicho ya a la lideresa que recapacite, que reflexione, que en medio del repunte de una “tripledemia” a punto de colapsar el sistema sanitario público lo aconsejable, por puro sentido común, sería recuperar otra vez la careta obligatoria en los recintos hospitalarios. Sin embargo, ella, como está a otra cosa, como se halla inmersa en su disparatada “batalla cultural”, en su deriva Qanon y en su competición por ser más falangista y dura que Vox, rechaza la medida con el absurdo argumento de que la mascarilla recorta libertades y supone un símbolo tan bolchevique como la hoz y el martillo. Hasta ahí ha llegado el delirio de la diva del PP.  

Recuerde el lector habitual de esta columna que contra el “bozal” ya se rebelaron los grupos negacionistas y de extrema derecha en lo peor del coronavirus. Fue así, atrayéndose a las masas cabreadas con las medidas restrictivas de Sánchez, como Ayuso revalidó el poder en las últimas elecciones madrileñas. A la presidenta le bastó con levantar el estandarte de los hosteleros, siempre contrarios a cualquier medida sanitaria para controlar la expansión del covid, para que la llevaran en volandas –como una nueva Agustina de Aragón en lucha contra el racionalista y afrancesado Sánchez–, a la poltrona de Sol. Aquella jugada (una estrategia tan reaccionaria como irresponsable), le salió redonda a la insumisa de Chamberí, de modo que ahora quiere repetir la misma jugada, a ver si así le sustrae otro puñado de votos a Sánchez entre las masas descontentas y hartas de este mundo distópico que nos ha tocado vivir. Bocado a bocado, pandemia a pandemia, bulo a bulo, Ayuso va erosionando al líder socialista.

Muchos de los 4.000 muertos que se registran cada año a causa de la gripe, en su mayoría ancianos y personas vulnerables o inmunodeprimidas, podrían alargar unos cuantos años más su existencia con una simple mascarilla a tiempo. No hay debate. Usar esta medida de prevención donde hay que usarla (en la calle no hace falta para nada) salva vidas. Pero qué más da. Lo importante es que a la muchacha la sigan votando cada cuatro años.

Viñeta: Pedro Parrilla

domingo, 25 de febrero de 2024

EL MUNDO INDEPE DE SÁNCHEZ

(Publicado en Diario16 el 30 de diciembre de 2023)

A un día de la constitución de la Mesa del Congreso, tras unas elecciones generales en las que no hubo un claro ganador, Pedro Sánchez convocó a sus diputados y senadores tras la Ejecutiva Federal. En aquel encuentro cara a cara con los representantes socialistas elegidos para la XV Legislatura, celebrado en la sala Ernest Lluch de la Cámara Baja, Sánchez aprovechó para blindarse, dar moral a la tropa y de paso lanzar un guiño a Junts y al resto de formaciones nacionalistas al anunciar el impulso de las lenguas cooficiales en las instituciones europeas. “España habla en castellano, pero España también habla en catalán, en euskera, en gallego. Nuestro deber es consolidar espacios de representación, de uso y de conocimiento de las lenguas de España”, reivindicó el premier mientras apostó por “impulsar” ante las instituciones comunitarias europeas el uso de otros idiomas reconocidos en la Constitución. Fue el pistoletazo de salida a la nueva estrategia política del PSOE: lograr un acercamiento con las fuerzas nacionalistas, con todas las fuerzas nacionalistas del país, para ahormar un Gobierno de coalición.

Esa hoja de ruta fue tachada de inmediato por el PP de Feijóo de pacto con bilduetarras y separatistas, pero Sánchez ya había tomado una decisión y no había marcha atrás. Los diferentes partidos, uno tras otro, fueron aceptando la oferta. ERC, Bildu, BNG, PNV y hasta la siempre voluble y conservadora Coalición Canaria, además de Junts, dieron el sí quiero. ¿Qué otra cosa podían hacer? La alternativa, Abascal de vicepresidente del Gobierno y Ortega Smith de ministro del Interior para demoler el Estado de las autonomías, no les seducía lo más mínimo. Y aunque Carles Puigdemont, el que puso mayor reparos, reclamó “hechos comprobables” antes de “comprometer ningún voto” de investidura, se vio claro que el frente estaba más que configurado.

Sánchez sabía que, ante el bloqueo permanente y sistemático del PP, no le quedaba otra que cruzar ese Rubicón e ir de la mano hasta el final con los partidos nacionalistas y soberanistas. A fin de cuentas, no hacía nada nuevo ni original. En doce de las catorce legislaturas registradas hasta el momento, PSOE y PP han necesitado ceder para gobernar, especialmente con los nacionalistas. A principios de los años 90, Felipe González tuvo que tirar de apoyos externos tras una década de mayorías absolutas. Le daban los números solo con Izquierda Unida, pero prefirió mirar a catalanes y vascos. Y más tarde Aznar firmó con Jordi Pujol el famoso Pacto del Majestic, que otorgaba amplias transferencias y fondos a Cataluña. ¿Qué miedo he de tener a pactar con partidos legalmente constituidos?, debió pensar Pedro Sánchez. Y dio el paso crucial asumiendo que iba a quedar como el Anticristo de la patria.

Hoy, el presidente del Gobierno ya no tiene complejo alguno a la hora de firmar con unos y con otros. Incluso con el que fue el brazo político del terrorismo etarra hace apenas una década. Ha rubricado la amnistía a cientos de catalanes encausados por el procés, ha ofrecido al PNV apoyos para un amplio autogobierno en el caso de que los peneuvistas ganen las elecciones y ha entregado el ayuntamiento de Pamplona a la izquierda abertzale. ¿Quién da más? Y todo lo ha hecho sin que le tiemble el pulso ante las acusaciones de traidor y felón que le llegan de las derechas ibéricas. No le importa que las fuerzas reaccionarias se hayan propuesto que pase a la historia como el hombre que vendió España a los soberanistas. Tiene una idea fija en la cabeza: afianzar un Consejo de Ministros solvente y fiable para su segundo mandato, avanzando en la España plurinacional, y no mirar hacia atrás.

A esta hora, Sánchez el estratega ha logrado armar una mayoría sólida de gobierno. Tiene un amplio abanico de opciones que van desde el PNV hasta Bildu, desde Esquerra hasta Junts, pasando por el BNG y Coalición Canaria. Ha llevado el concepto de “gobernabilidad variable” a sus máximos extremos. Una estrategia que deja desarbolado y aislado al Partido Popular, condenado a pactar con la extrema derecha de Vox si quiere alcanzar el poder algún día. Una jugada maestra. Ingeniería política de última generación. ¿Estamos ante un gobernante oportunista que practica el pragmatismo a ultranza? Podría ser. En cualquier caso, nadie puede negarle su habilidad para la política, su inteligencia a la hora de leer la coyuntura del momento y su atrevimiento (casi osadía) para cruzar puentes que hasta ahora parecían prohibidos. En el PP todavía no han salido de su asombro, casi estupefacción. Están noqueados, paralizados, ante un estadista camaleónico y transformista que mueve las piezas sobre el tablero como un avezado ajedrecista. No saben cómo reaccionar ante sus movimientos de alfiles, ante su juego de torres y caballos, ante sus movimientos relámpagos, casi suicidas, que le llevan a sacrificar peones para lograr la victoria por sorpresa.

Calmada Cataluña (Puigdemont no está tan loco como para poner en marcha un procés 2), apaciguado el País Vasco (que tras el final de ETA parece haber encontrado, de momento, un encaje cómodo en el Estado español) y a las puertas de unas elecciones gallegas inciertas donde Feijóo no las tiene todas consigo, Sánchez puede aplicarse ahora a una nueva tarea: apagar el incendio en el Poder Judicial, última bomba de relojería que le puede estallar en la cara impidiéndole tener una segunda legislatura tranquila. Y ahí es donde entra la Unión Europea, que ya está presionando al PP para que pacte cuanto antes una renovación de cargos del Consejo General del Poder Judicial. El comisario de Justicia, Didier Reynders, está deseando que sus compañeros de la derecha española entren en razón y se sienten a negociar cuanto antes un organismo cuyos vocales llevan cinco años con el mandato caducado. También esa batalla la tiene ganada Sánchez, que en un acto de magnanimidad (casi de sobradez), aceptó mantener una reunión con Feijóo donde él quisiera, en terreno neutral fuera de Moncloa si era necesario (el ya célebre “para usted la perra gorda”). Fue una concesión al derrotado que vino a visibilizar la debilidad del líder del PP.

Aplastado Podemos y con la izquierda real trabajando full time para el inquilino monclovita (Sumar ejerce de valiosa muleta del sanchismo), el jefe del Ejecutivo, ya controlado el patio del país, encara un año 2024 que quizá no sea tan negro ni funesto como parecía hace solo unas semanas, cuando las hordas neonazis soltaban su aliento fétido a las puertas de Ferraz. Sin duda, empieza otro partido.

Viñeta: Iñaki y Frenchy

LA SUPERLIGA

(Publicado en Diario16 el 22 de diciembre de 2023)

Si Ayuso está a favor de algo, ese algo no puede ser bueno para la humanidad. Aunque estemos hablando de fútbol. “Quisiera aprovechar la oportunidad para felicitar al Real Madrid, puesto que hoy ha tenido un gran éxito al ver la luz verde por parte de la Justicia europea a la Superliga. Y quiero felicitar a Florentino Pérez por el trabajo que ha realizado también en estos años por este nuevo éxito”, aseguró la presidenta madrileña minutos después de conocerse la histórica decisión del Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE).

¿Sabe Ayuso de fútbol? Probablemente ni papa. ¿Está al tanto de los entresijos que rodean a un deporte convertido en espectáculo a escala mundial? Seguramente tampoco. Debe controlar más bien poco sobre el fair play financiero, los derechos de los clubes y los complejos contratos publicitarios de imagen. Pero ella ya ha felicitado a Florentino por su victoria en los tribunales. Y no lo hace porque esté convencida de que la sentencia del TJUE es lo mejor para el deporte, que eso ni le va ni le viene. Lo hace porque sabe que con el gran magnate de la construcción de este país hay que estar a buenas. Ahí sí que demuestra ser astuta la muchacha, para qué vamos a engañarnos.

Lo más probable es que la noche anterior de conocerse la resolución judicial que ha puesto patas arriba el mundo del fútbol, antes de irse a dormir, la presidenta diera un telefonazo a MAR y le preguntara: “Oyes, Miguel Ángel, ¿eso de la Superliga, qué demonios es? ¿La UEFA es una señora mayor?” Le pediría cuatro pinceladas rápidas al gurú de la comunicación de Génova, para salir airosa del canutazo mañanero con los periodistas, y a otra cosa. Bastante tiene ya con ponerse al día sobre las nuevas teorías de la libertad (que ella confunde con la acracia anarcocapitalista), sobre la Constitución, la configuración del Poder Judicial, la amnistía, las bondades de la fruta y algo de historia de ETA que siempre viene bien (ya se sabe que su señoría cree que la banda sigue viva, de modo que nunca está de más leer algo sobre el tema para afearle a Sánchez su separatismo traidor y felón). La lideresa sabe de inventar infundios y bulos trumpistas contra el presidente del Gobierno, de redactar tuits incendiarios, de poner en su sitio a Feijóo (de eso va sobrada). Pero del negocio del fútbol internacional, saber, lo que se dice saber, poco o nada. Una negada.

Ayuso tendría que dedicarse a lo suyo, a resolver los problemas de la Sanidad madrileña (que a este paso pronto no habrá un solo médico en la pública para atender a los enfermos), a arreglar los socavones de la M30 y a darle una solución a los pobres vecinos de San Fernando que se han quedado sin casa por las obras del Metro. Pero no. No le bastó con declarar su satisfacción con la sentencia del TJUE, sino que corrió a Twitter, ahora X, para teclear: “La libre competencia fue siempre mejor que los monopolios. Esta nueva competición revolucionará el fútbol. El tiempo le dará la razón”. Una idea que vino a completar su convencimiento de que la Superliga “va a redundar en grandes beneficios” para la Comunidad de Madrid. Siendo sinceros, no entendemos de qué manera los madrileños van a ganar con el pifostio futbolístico que se ha montado, en todo caso ganarán Florentino y el Real Madrid (esperemos que algún día nos lo explique).

Lógicamente, la presidenta se había metido en un charco, y de inmediato recibió contestación del propio Javier Tebas, presidente de la Liga de Fútbol Profesional, un escandalizado con el proyecto de Florentino que, según él, puede acabar con los valores esenciales del deporte. “Estimada presidente Díaz Ayuso. Me parece que clubes de la Comunidad de Madrid como Atleti, Rayo Vallecano, Getafe CF, CD Leganés y Alcorcón no están muy de acuerdo con esta felicitación, ni tampoco La Liga que presido”. Un zasca en toda regla que acompañó con dos emojis elocuentes: dos caritas de estupor. Pasemos palabra.

De alguna manera, es lógico que Ayuso se haya posicionado de lado de la Superliga. A fin de cuentas, ella es una supremacista, una insigne representante de las élites castizas, y el torneo que prepara Florentino es una especie de selecto club de ricos donde no tiene cabida el pobre, el club modesto, el débil que lucha por abrirse paso a codazos entre las dinastías aristocráticas del fútbol. Así que, por una vez, y sin que sirva de precedente, está siendo coherente con sus principios económicos y políticos y con su forma ultraliberal de entender la vida y el mundo.  

Afortunadamente, hay otros dirigentes más concienciados con la justicia social y la igualdad bien entendida. Es el caso del vicepresidente de la Comisión Europea, el griego Margaritis Schinas, quien trasladó su apoyo al modelo actual de fútbol a través de un post publicado en la misma red social de Elon Musk. “El principio fundamental de Europa es la solidaridad. Nuestro apoyo constante a un modelo deportivo europeo basado en valores no es negociable”, puntualizó. Y no lo está diciendo un peligroso comunista bolivariano, sino un destacado miembro del partido Nueva Democracia, o sea el centroderecha europeo de toda la vida, algo muy alejado ya del conservadurismo falangizante de Ayuso, que de tanto alternar con Vox cualquier día saca la motosierra como Milei y no deja ni una consejería abierta ni un árbol en El Retiro.

Aquí, lo que ha pasado es que Lady Libertad oyó decir a los magistrados belgas que la UEFA y la FIFA forman un monopolio y enseguida pensó: tate, monopolio, control del mercado, estalinismo. Ya lo tengo. Aquí hay filón para seguir arreándole a Sánchez. No sabe ná la niña.

Viñeta: Iñaki y Frenchy

ESPAÑA MALTA

(Publicado en Diario16 el 21 de diciembre de 2023)

Poli Rincón corriendo con el balón bajo el brazo para anotar un tanto más, Juan Señor consumando el milagro de un seco zapatazo en el minuto 85, el gallo de José Ángel de la Casa, el delirio en el Villamarín, el éxtasis en todo el país, lo nunca visto en el mundo del fútbol. El 12-1 de España a Malta.

Hoy se cumplen cuarenta años de aquella gesta histórica que marcó a toda una generación de españoles. Los que entonces éramos niños todavía recordamos aquel 21 de diciembre de 1983, un día que quedó grabado en nuestra memoria para siempre. El país estaba en shock por la tragedia del incendio en la discoteca Alcalá 20, en la que murieron 82 personas. Había un ambiente de pesimismo (aumentado por el reciente desastre del Mundial 82) y solo los locos creían que la Selección Nacional podía ser capaz de marcarle una docena de goles a los malteses para certificar el pase a la Eurocopa de Francia. Eran los tiempos en que no ganábamos nada, nos lastraba una especie de complejo de inferioridad respecto a las demás potencias futbolísticas y nos echaban de cada torneo en los cruces de cuartos. Pero entonces el milagro se hizo realidad.

Aquel día mágico había llovido a cántaros en Sevilla. Entre el aguacero y lo imposible de la hazaña, el estadio apenas registró media entrada. Miguel Muñoz planteó un partido kamikaze plagado de delanteros y de jugadores ofensivos. Había que meter once para lograr el pasaporte a la fase final. Quitando a Paco Buyo en la potería, a Maceda y Goiko como pareja de centrales y al pulmón Víctor Muñoz, lo demás era un grupo salvaje de obsesos del gol. Juan Señor, un mediocentro creativo, dos laterales que se creían extremos (Camacho y Gordillo), y cuatro especialistas perforadores de la meta contraria como el Lobo Carrasco, Santillana, Manu Sarabia y Poli Rincón. Desde la prehistoria del fútbol, cuando se jugaba sin defensas, no se había visto nada igual.

Santillana abrió el marcador en el 15 gracias a un certero remate de cabeza, pero después de un cuarto de hora de partido ni los sevillanos más alegres y vitalistas daban un duro por nuestra selección. Y mucho menos después de que el maltés Demanuele probara suerte con un tiro tonto desde fuera del área que rebotó en Maceda, se desvió de la trayectoria y se coló en nuestra portería ante un atónito Buyo. El 1-1 fue como un jarro de agua de fría que vino a romper las escasas esperanzas que aún quedaban. Pero entonces una especie de duende, algo extraño y febril, una locura maravillosa, se apoderó del Villamarín. Santillana hizo dos más, completando un hat trick, y con 3-1 se llegó al descanso. ¿Nueve goles en tres cuartos de hora? ¿Un tanto cada cinco minutos? Ni de coña. Nadie lo había hecho nunca y menos en un partido de alta competición. Por muy pardillos que fuesen los malteses (eran todos amateurs), la gesta se antojaba cada vez más lejana y quimérica. El equipo iba a palmar sin remedio. Otra vez la leyenda negra española.

Si el hombre vive es porque cree en algo, decía Tolstoi. Y eso, creer, fue exactamente lo que hicieron los muchachos de Muñoz, que insufló el ánimo necesario en los vestuarios para seguir confiando en la misión. Poli marcó el cuarto y el quinto; un Maceda reconvertido en delantero centro hizo los dos siguientes; y Rincón volvió a mojar en el octavo. Quedaban solo cuatro dianas por lograr. Se empezó a confiar en el milagro. Santillana repitió en el 76 y el desencadenado Poli, un diablo rojo que estaba en todas partes, hizo el décimo dos minutos después. Manu Sarabia, que no se había estrenado, se sumó a la fiesta y entonces ya toda España vio que aquello estaba hecho. Quedaban diez minutos, no habíamos nadado tanto para morir tan cerca de la playa. El partido se ganaba por lo civil, por lo criminal o como fuese. Los rivales se defendían como si les fuese la vida en ello (¿había maletines holandeses?, nunca lo sabremos) y en esas fallamos hasta cuatro ocasiones claras de gol, un tanto de oro que se resistía poniéndonos de nuevo ante esa fatalidad española que siempre, inevitablemente, se cruzaba en nuestro camino en los momentos trascendentales.

¿Estábamos persiguiendo, una vez más, un falso El Dorado? ¿Naufragaríamos de nuevo en una gesta inútil? ¿Volveríamos a quedar como aquellos europeos del sur siempre empeñados en ser demasiado, según dijo el filósofo? Por momentos temimos que tendríamos que quedarnos con el manido jugamos como nunca y perdimos como siempre. Esa barrera infranqueable de la historia que nos separaba una y otra vez del éxito, que nos lastraba desde un pasado tan negro como injusto –impidiéndonos dar el salto a la modernidad, a la vanguardia deportiva, a la Europa democrática–, parecía cerrarse de nuevo ante nuestras narices. No salimos del Spain is different, pensaron muchos aficionados. ¿Papá, por qué somos, no ya del Atleti, sino españoles?, le preguntaban algunos niños a sus padres.

Y en eso llegó el disparo certero y liberador de Señor para la historia. Aquel partido fue un acto de fe como sociedad, una catarsis que nos marcó profundamente a los que hoy, ya algo menos jóvenes, llevamos con dignidad la etiqueta de boomers. Un chute de euforia para un país necesitado de éxitos y alegrías. Poco importa que un desgraciado error de Arconada nos privara después de la Copa de Europa en aquella extraña final contra Francia del Parque de los Príncipes. El 12 a 1 nos supo a gloria, a título.

A la juventud de hoy probablemente la batallita que estamos contando aquí les quede tan lejos como la guerra de Cuba, pero para nosotros fue el gran salto adelante, el punto de inflexión que nos permitió dejar atrás el maldito complejo de losers. Puede que en los anales del fútbol la goleada contra Malta no tenga tanta importancia como el “iniestazo” que nos daría el Mundial de Sudáfrica veintisiete años después. Pero para aquella generación supuso mucho más que un enloquecido y estupefaciente partido de fútbol. Soñamos que a partir de ese momento los españoles podíamos superar casi cualquier reto que nos propusiéramos. La entrada en la Comunidad Económica Europea, las Olimpíadas de Barcelona, la derrota de ETA, último residuo de la dictadura. Y el milagro se hizo.