(Publicado en Diario16 el 21 de diciembre de 2023)
Poli Rincón corriendo con el balón bajo el brazo para anotar un tanto más, Juan Señor consumando el milagro de un seco zapatazo en el minuto 85, el gallo de José Ángel de la Casa, el delirio en el Villamarín, el éxtasis en todo el país, lo nunca visto en el mundo del fútbol. El 12-1 de España a Malta.
Hoy se cumplen cuarenta años de aquella gesta histórica que marcó a toda una generación de españoles. Los que entonces éramos niños todavía recordamos aquel 21 de diciembre de 1983, un día que quedó grabado en nuestra memoria para siempre. El país estaba en shock por la tragedia del incendio en la discoteca Alcalá 20, en la que murieron 82 personas. Había un ambiente de pesimismo (aumentado por el reciente desastre del Mundial 82) y solo los locos creían que la Selección Nacional podía ser capaz de marcarle una docena de goles a los malteses para certificar el pase a la Eurocopa de Francia. Eran los tiempos en que no ganábamos nada, nos lastraba una especie de complejo de inferioridad respecto a las demás potencias futbolísticas y nos echaban de cada torneo en los cruces de cuartos. Pero entonces el milagro se hizo realidad.
Aquel día mágico había llovido a cántaros en Sevilla. Entre el aguacero y lo imposible de la hazaña, el estadio apenas registró media entrada. Miguel Muñoz planteó un partido kamikaze plagado de delanteros y de jugadores ofensivos. Había que meter once para lograr el pasaporte a la fase final. Quitando a Paco Buyo en la potería, a Maceda y Goiko como pareja de centrales y al pulmón Víctor Muñoz, lo demás era un grupo salvaje de obsesos del gol. Juan Señor, un mediocentro creativo, dos laterales que se creían extremos (Camacho y Gordillo), y cuatro especialistas perforadores de la meta contraria como el Lobo Carrasco, Santillana, Manu Sarabia y Poli Rincón. Desde la prehistoria del fútbol, cuando se jugaba sin defensas, no se había visto nada igual.
Santillana abrió el marcador en el 15 gracias a un certero remate de cabeza, pero después de un cuarto de hora de partido ni los sevillanos más alegres y vitalistas daban un duro por nuestra selección. Y mucho menos después de que el maltés Demanuele probara suerte con un tiro tonto desde fuera del área que rebotó en Maceda, se desvió de la trayectoria y se coló en nuestra portería ante un atónito Buyo. El 1-1 fue como un jarro de agua de fría que vino a romper las escasas esperanzas que aún quedaban. Pero entonces una especie de duende, algo extraño y febril, una locura maravillosa, se apoderó del Villamarín. Santillana hizo dos más, completando un hat trick, y con 3-1 se llegó al descanso. ¿Nueve goles en tres cuartos de hora? ¿Un tanto cada cinco minutos? Ni de coña. Nadie lo había hecho nunca y menos en un partido de alta competición. Por muy pardillos que fuesen los malteses (eran todos amateurs), la gesta se antojaba cada vez más lejana y quimérica. El equipo iba a palmar sin remedio. Otra vez la leyenda negra española.
¿Estábamos persiguiendo, una vez más, un falso El Dorado? ¿Naufragaríamos de nuevo en una gesta inútil? ¿Volveríamos a quedar como aquellos europeos del sur siempre empeñados en ser demasiado, según dijo el filósofo? Por momentos temimos que tendríamos que quedarnos con el manido jugamos como nunca y perdimos como siempre. Esa barrera infranqueable de la historia que nos separaba una y otra vez del éxito, que nos lastraba desde un pasado tan negro como injusto –impidiéndonos dar el salto a la modernidad, a la vanguardia deportiva, a la Europa democrática–, parecía cerrarse de nuevo ante nuestras narices. No salimos del Spain is different, pensaron muchos aficionados. ¿Papá, por qué somos, no ya del Atleti, sino españoles?, le preguntaban algunos niños a sus padres.
Y en eso llegó el disparo certero y liberador de Señor para la historia. Aquel partido fue un acto de fe como sociedad, una catarsis que nos marcó profundamente a los que hoy, ya algo menos jóvenes, llevamos con dignidad la etiqueta de boomers. Un chute de euforia para un país necesitado de éxitos y alegrías. Poco importa que un desgraciado error de Arconada nos privara después de la Copa de Europa en aquella extraña final contra Francia del Parque de los Príncipes. El 12 a 1 nos supo a gloria, a título.
A la juventud de hoy probablemente la batallita que estamos contando aquí les quede tan lejos como la guerra de Cuba, pero para nosotros fue el gran salto adelante, el punto de inflexión que nos permitió dejar atrás el maldito complejo de losers. Puede que en los anales del fútbol la goleada contra Malta no tenga tanta importancia como el “iniestazo” que nos daría el Mundial de Sudáfrica veintisiete años después. Pero para aquella generación supuso mucho más que un enloquecido y estupefaciente partido de fútbol. Soñamos que a partir de ese momento los españoles podíamos superar casi cualquier reto que nos propusiéramos. La entrada en la Comunidad Económica Europea, las Olimpíadas de Barcelona, la derrota de ETA, último residuo de la dictadura. Y el milagro se hizo.
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