(Publicado en Diario16 el 4 de diciembre de 2023)
En mayo de 2021, el ochenta por ciento de los españoles se mostraba en contra de los indultos a los presos del procés de Cataluña. La inmensa mayoría creía entonces, y con razón, que esta medida de gracia sería “un aliciente” para que el independentismo repitiera su desafío al Estado y lo volviera a hacer. Hoy, la amnistía nos sitúa ante un escenario similar, ya que la polémica medida de gracia está calando negativamente en la ciudadanía hasta el punto de erosionar las expectativas de voto del PSOE. En efecto, de celebrarse hoy elecciones, PP y Vox lograrían la ansiada mayoría absoluta sin necesidad de recabar el apoyo de ninguna otra fuerza política, tal como revelan los últimos sondeos demoscópicos, y el partido socialista sufriría una dolorosa sangría de sufragios.
De momento, los “efectos benéficos y balsámicos” de la amnistía para la vida política española que auguraba Pedro Sánchez no se ven por ninguna parte. Más bien al contrario, el perdón a los encausados por la algarada catalana del 1-O, más que vaselina, está siendo auténtico ácido corrosivo para la izquierda. La amnistía le está ocasionando un roto al PSOE, tal como predice el barómetro del Grupo Prisa, que apunta a la pérdida de hasta siete décimas de los socialistas (un 30,5 por ciento de los sufragios), mientras que Feijóo ganaría las elecciones con un 35 por ciento de las papeletas. Todo ello mientras Sumar retrocede y Vox remonta hasta situarse como tercera fuerza política (está claro que la extrema derecha recoge la cosecha del aquelarre fascista, el asedio a Ferraz y la explosión de rabia popular de las últimas semanas). La grieta en el bloque progresista es importante.
Cabría pensar que, conforme vaya pasando el tiempo, las aguas volverán a su cauce, tal como ocurrió hace dos años, cuando el Gobierno de coalición indultó a Junqueras y al resto de líderes soberanistas condenados por la aventura republicana. Sin embargo, a esta hora nadie puede garantizar que los votantes incómodos o enfadados del partido socialista (uno de cada cuatro) volverán al redil una vez pasada la fiebre patriotera y el miedo al “España se rompe”. Mucha pedagogía tendrá que hacer Sánchez para explicarle a ese granerillo de electores desencantados y situados en el centro político que su plan es bueno para el país. Y muchas reuniones tendrá que mantener el presidente del Gobierno con Page para convencerle de que todo está bajo control y no hay de qué preocuparse. El presidente de la comunidad de Castilla-La Mancha le reconoció a Gonzo, anoche en su programa de La Sexta, que Feijóo lo tanteó antes de presentarse a la fallida investidura del pasado mes de septiembre. “¿No le ofreció nada ni le pidió nada?”, le pregunta el reportero, hábilmente, al socialista manchego. “Hombre, por favor, no”. Hasta catorce veces negó Page que el dirigente conservador le pusiera encima de la mesa algún pasteleo, enjuague o pacto para que él y un puñado de “socialistas buenos” traicionaran a Sánchez en el último momento, rompiendo la disciplina de partido y aupando al conservador gallego a la Moncloa.
El barón territorial se mostró convincente a la hora de garantizar que siempre será fiel al sanchismo, de modo que descartó cualquier tipo de gran coalición con el Partido Popular. Sin embargo, cuando uno escucha a Page siempre percibe a un hombre que está a punto de dar un paso histórico trascendental. Alguien que se muerde la lengua más de lo que él quisiera, alguien que refrena sus propios impulsos, alguien a quien el cuerpo le pide hacer algo inconfesable. Esas metáforas crípticas, esa sonrisa taimada de medio lado, esa hiriente ironía cervantina, no auguran nada bueno para el Gobierno de coalición. Aunque él lo niegue, el manchego es la corriente crítica del PSOE, el vigilante que está con el hacha levantada y la pistola cargada para, llegado el momento, hacer lo que haya que hacer. Page es el guardián entre el centeno del felipismo y aunque él se defina como leal, todo el mundo sospecha que puede ser más bien letal, que no es lo mismo.
A esta hora, ni siquiera se sabe si es el presidente quien controla realmente los tempos de las secretísimas negociaciones con Junts o es el propio Puigdemont quien le marca la agenda. Hay indicios preocupantes que apuntan a que el Gobierno está haciendo demasiadas concesiones al mundo separatista. Aceptar Ginebra como sede para las conversaciones (una ciudad simbólica donde se firman rendiciones y armisticios bélicos), internacionalizar el conflicto tras colocar como mediador al salvadoreño Francisco Galindo Vélez (un experto en guerrillas sudamericanas, lo que confiere a la mesa de negociación un tinte todavía más bananero y surrealista) y rodear de oscurantismo lo que se está negociando en Suiza, no augura nada bueno para Moncloa. La sensación que se transmite es que el premier va improvisando sobre la marcha y confiando en que, gracias a su prodigiosa baraka, todo saldrá bien. El problema es que fiarlo todo a su famosa flor entraña demasiados riesgos para el país, para la izquierda y para él mismo.
Viñeta: Iñaki y Frenchy
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