(Publicado en Diario16 el 6 de diciembre de 2023)
La Cumbre del Clima de Dubái (COP28) va camino de convertirse en el penúltimo acto de una ópera bufa tan dramática como esperpéntica: la autoaniquilación del ser humano, culpable directo del cambio climático. Todos los científicos con un cierto nivel y prestigio (dejemos a un lado a los esotéricos, magufos y vendidos a la extrema derecha populista) dan por hecho ya que estamos a un paso de atravesar la frontera de no retorno. A mediados de este siglo, si un milagro no le remedia, la temperatura media del planeta habrá subido al menos dos grados centígrados (hay estudios mucho más pesimistas que sitúan este calentamiento en tres, cuatro y hasta más grados), lo que supondrá la desertización de amplias zonas de la Tierra, la deforestación, devastadores incendios, inundaciones y temporales, nevadas como jamás se vieron, el derretimiento de los polos con subida del nivel del mar, la conversión de los océanos en una sopa ardiente sin vida y la extinción de buena parte de los hábitats naturales, especies animales y vegetales. Un escenario como para echarse a temblar.
Y, sin embargo, ahí está el inconsciente, insensato y flipadillo mono desnudo, mirando para otro lado y siguiendo con la gran fiesta del capitalismo salvaje como si nada. Somos como aquellos músicos de la orquesta del Titanic que siguen tocando tranquilamente mientras el barco se va a pique. El último paripé inútil que hemos organizado es esa cumbre del cinismo en Emiratos Árabes, una potencia mundial en la comercialización de petróleo, el combustible fósil que tras siglos de desquiciada industrialización nos ha llevado a las puertas mismas del infierno. ¿Acaso no había otro lugar un poco más decoroso para celebrar la conferencia, aunque solo fuese por disimular un poco? Alguna lumbrera de por ahí arriba, en las altas esferas y élites mundiales, debió creer que esto de salvar el planeta era como organizar un Mundial de fútbol, y pensó sin duda que al evento se le podía sacar una buena tajada en negocios y publicidad.
Uno, en su ingenuidad utópica de viejo marxista descreído de todo, opina que se podría haber llevado la cumbre a la otrora verde Canadá, un país que tras la última ola de incendios forestales ha quedado reducido a un inmenso agujero negro calcinado visible desde el espacio (20 millones de hectáreas quemadas, ahí es nada). O al Brasil de la era posbolsonarista que ve cómo la Amazonia, gran pulmón del planeta, se pierde sin remedio por las políticas de la extrema derecha populista. O a la misma Antártida, cuyo hielo fundido por el calor augura la desaparición de regiones y ciudades costeras en un plazo no demasiado largo de tiempo. Cualquier lugar hubiese sido mucho más digno y decente que una satrapía teocrática del infecto petrodólar que no está a salvar el planeta sino a cerrar la venta de otro puñado de barriles Brent.
No hay más que ver quién se encuentra al frente de la última mascarada climática en calidad de presidente, el sultán Al Jaber, un conocido ejecutivo de la industria del crudo que por lo visto se lo lleva ídem. Bajo el mandato del tal Al Jaber, Adnoc, la multinacional que dirige, produjo más de cuatro millones de barriles de petróleo al día en 2022 (3,6 millones más que el año anterior, según la OPEP). Además, el tipo se jacta de que entre 2027 y 2030 conseguirá duplicar la producción y todo ello mientras los protocolos científicos aconsejan ir en sentido contrario, o sea cerrando pozos y reduciendo el consumo de combustibles fósiles. Por utilizar un símil, es como colocar al ejecutivo de una empresa tabacalera a presidir una conferencia sobre el cáncer de pulmón.
La humanidad, la gente de bien, mira horrorizada cómo los grandes gerifaltes de la economía globalizada envían el mundo al garete mientras se mofan de todo y de todos. Muchos son los científicos que creen que el problema del cambio climático ya no tiene solución y que nos encaminamos inexorablemente a la sexta extinción, quizá con una brutal glaciación como ya ocurrió en tiempos prehistóricos. Para frenar lo inevitable, el planeta entero tendría que paralizar totalmente su actividad industrial hoy mismo y ni Estados Unidos, ni China, ni Rusia están por la labor de lograr el utópico objetivo de cero emisiones a mediados de este siglo. El gran drama para nuestra especie es que ha caído en manos de una élite ciega de codicia, una estirpe maldita y suicida que cuando ya no se pueda plantar ni un miserable tomate porque la tierra habrá enfermado para siempre, tendrá que comerse sus petrodólares, esta vez sí, crudos y sin sal.
De esta enésima pantomima a la que asisten doscientos países no cabe esperar nada, como de ninguna de las anteriores que se han celebrado hasta ahora sin que nadie cumpliera con lo pactado (y ya van unas cuantas). Quedará para la historia, eso sí, el caso asombroso de un charlatán que mientras nos hablaba de soluciones al cambio climático que se nos venía encima se dedicaba a dar el penúltimo pelotazo del siglo y a forrarse con el apocalipsis. Que ya hay que ser mala gente.
Viñeta: Iñaki y Frenchy
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