Ada Colau, la indómita y tenaz portavoz de la Plataforma Stop Desahucios, es uno de esos personajes admirables destinados a hacerse un hueco en el álbum de la Historia. Con poco más que un ordenador personal y un teléfono móvil ha conseguido movilizar a cientos de personas que han perdido o están a punto de perder sus casas en toda España. Ada es un hada que no viste modelitos caros como la jueza Alaya, ni va de peluquería pija, ni su retórica es trillada y vacía, como la de la mayoría de los políticos. Tras su aspecto despeinado de recia pionera del oeste que acaba de ordeñar una vaca hay una mujer inteligente, valiente, preparada, fuerte, comprometida, transparente. Sus intervenciones en televisión son como centellas fulgurantes en medio de la noche de la mentira. Cuando Colau habla, uno siente que no todo está perdido. Domina la jerga de la ley, habla con pasión y sin balbucear (no como De Cospedal) y desprende un fresco aire de pureza y bravura solo comparable a luchadores por la libertad como Indira Gandhi, Madre Teresa de Calcuta o Rigoberta Menchú. No se había visto un animal político similar desde que Delacroix pintó la libertad guiando al pueblo, desde que Agustina de Aragón la emprendió a gorrazos contra los gabachos, desde que la Pasionaria dijo aquello de que las mujeres son seres libres que tienen derecho a elegir su destino.
Ada está resucitando la dignidad de la democracia, ella es la reencarnación de la política, una actividad noble cuyo fin primordial es ayudar a la gente, no trincar el dinero y cambiarlo de sitio, mayormente a Suiza.
Mientras el Gobierno del PP abandonaba a su suerte a miles de desahuciados, mientras los banqueros desalmados empujaban al precipicio del suicidio a pensionistas y parados, ella chateaba desde casa con los revolucionarios dispuestos a seguirla.
El PP ya le ha puesto el cartel de "wanted" porque sabe que es una líder carismática, magnética, peligrosa. La acusan de practicar la kale borroka, de apoyar a los etarras, de alentar la violencia por emplear el escrache contra González Pons. Pero no hay mayor violencia que la que practica un gobernante contra su propio pueblo. Violencia es arrebatar la casa a un viejo inválido. Violencia es dejar sin su hogar a un niño. Violencia es reubicar hipotecariamente a un enfermo debajo del puente. Rebelarse contra la injusticia social no es violencia, sino defensa propia, estado de necesidad, simple instinto de supervivencia. Si un pueblo tiene que salir a la calle a defender su casa frente a la opresión bancaria, si un país tiene que echarse a las barricadas para luchar por su derecho a vivir dignamente, si la gente tiene que plantar cara a los depredadores de sueños del Gobierno, eso es que estamos en una situación de emergencia nacional. Sin embargo, Rajoy y su gabinete parece que siguen viviendo en los mundos de Yupi. Han decidido seguir instalados en el cinismo, en la represión policial, en las excusas baratas. Este Gobierno vampiro que consiente la expropiación hipotecaria de almas ya no tiene crédito ni legitimidad para seguir gobernando porque ha hecho de la mentira, el pillaje a manos llenas y la estafa su triste ideario político. Al tratar de desacreditar a Colau desacreditan a toda la ciudadanía. Estos piratas caribeños del paraíso fiscal, estos bucaneros del bajel Bárcenas, aún no se han dado cuenta de que los parias trepan ya por la Bastilla. El hambre no conoce de dialécticas.
Los miserables pronto plantarán la bandera de la justicia en medio del Congreso. Y ellos, necios, ciegos, inútiles, ni siquiera se habrán dado cuenta.