(Publicado en la Revista Gurb el 26 de septiembre de 2014)
Me cuenta Pedro Duque, mi astronauta de
cabecera, que a Marte podríamos llegar en un rato si se destinara el
parné suficiente para costear toda la cuchipanda, o sea la gasolina, los
ingenieros, las latillas espaciales y las tuercas de la nave. ¿Pero ir a
Marte para qué? Los científicos quieren encontrar agua en el planeta
rojo y uno se plantea si no sería mejor buscar agua en Murcia, que los
pobres lagartos ya van con cantimplora, como diría Chiquito de la
Calzada. A fin de cuentas Marte es como Extremadura, solo que sin
cabras. El ser humano necesita saber la causa de todo, como si de esa
forma pudiera solucionar los males del mundo. Cuando finalmente descubre
que la Tierra se está calentando por el efecto invernadero y que nos
podemos ir todos al carajo por una mala insolación nos sentimos muy
satisfechos y ufanos creyéndonos el ombligo del Universo por haber
resuelto el gran misterio. Sin embargo, las soluciones ya las buscará
otro, Al Gore o el primo de Rajoy, que para eso es catedrático de no sé
qué. Especie absurda y estúpida ésta.
Yo no sé si debiéramos llegar a Marte
para dejarlo todo perdido de folletos de Ikea, bolsas de El Corte Inglés
y latas de coca cola. Hoy nadie se acuerda ya de la Luna. Aquello se lo
montó Kennedy para despistar a todo el mundo y poder echar una canita
al aire en el despacho oval. Mientras Armstrong dejaba su santa huellaca
en suelo lunar y Aldrin iba de pingo en pingo entre cenizas y rocas
muertas, el presidente andaba metido en otros polvos, prometiéndole su
Luna particular a Marilyn. No te bajan la tapa del váter, te van a bajar
la Luna, debió pensar la rubia maravillosa y eterna. Por mi parte, no
niego que me apasionan los misterios del cosmos. Crecí con Spielberg y
Carl Sagan, buenos amigos que con sus marcianos y naves espaciales
hicieron volar mi imaginación y me ayudaron a evadirme de aquella
infancia llena de colegios de curas, realismo sucio, tardofranquismos y
transiciones. Todavía disfruto como un mamoncete leyendo ciencia ficción
(los hipsters, o sea los progres de toda la vida, ahora la llaman
literatura de anticipación) pero opino, como decía el filósofo aquel,
que los males del mundo vienen de esa manía del hombre de no saber
estarse quieto en su casa. Stephen Hawking se ha dejado ver por Canarias
estos días. Se ha marcado un crucero de lujo por el Atlántico, ha
comido mojo picón, ha dado un par de charlas y ha confesado que es más
ateo que un billete de quinientos euros. Pero a la hora de explicar el
origen de la creación, del big bang, de los agujeros negros y toda esa
carraca cósmica, a la hora de mojarse sobre cómo nació este sindiós que
es el Universo, el genio va y nos despacha diciéndonos que hoy por hoy
–tras décadas de sesudo estudio, de dejarse dioptrías en el telescopio y
de pasarse la vida entregado a fórmulas matemáticas incompresibles–
todavía no sabe por qué existe. Tóquese los pies, señor Hawking, para
ese viaje no hacían falta alfombras, como dijo el inculto aquel. Quién
sabe. Quizá lo descubra dentro de un cuarto de hora. Yo de Hawking, más
que con el astrofísico, me quedo con el hombre. Hay que tenerlos muy
bien puestos para pasar, en apenas un chasquido de dedos, de las orgías y
las birras universitarias de Cambridge a la silla de ruedas pilotada
con una pajita en la boca. Ahí cree uno que radica el secreto de la
vida, en la lección existencial del genio, en la fuerza de voluntad de
un hombre que decide superar su mortalidad para convertirse en inmortal. "Querer es esencialmente sufrir, y como vivir es querer, toda vida es
por esencia dolor", decía Schopenhauer.
Gallardón, flamante y feliz dimitido, es
otro que ha aprendido lo que es el dolor, el dolor que le han infligido
sus propios compañeros de partido, tan pérfidos y traidores ellos que
lo han dejado solo, más solo que la una, con sus abortos a la carta para
niñas pijas. Uf, eso tiene que escocer como unas ingles brasileñas
depiladas con cuchillo jamonero, en plan burro, o sea. Los americanos
nos llevarán a Marte algún día, no me cabe la menor duda. Encontrarán
cubitos de hielo en los polos para una juerga con güisqui on the rocks,
montarán un McDonald’s y luego se largarán por ahí, con viento fresco,
hala, a destrozar otro planeta. Puede que en unos pocos siglos, si el
ser humano sigue caminando aún sobre la faz de la Tierra, nos lleven a
las estrellas y más allá. Pero mucho me temo que cuando lleguemos a Alfa
Centauri seguiremos ignorando lo esencial, seguiremos sin tener
pajolera idea de nada. El progreso consiste en la percepción equivocada
de que vamos cada vez más deprisa cuando en realidad vamos cada vez más
despacio. Antes de superar la velocidad de la luz hay misterios mucho
más importantes por resolver aquí abajo, como por qué no entendemos la
letra de los médicos, por qué hablamos con nuestros perros, por qué
Esperanza Aguirre se ha dado de pronto a las trepidantes persecuciones
policiales con la pasma, por qué a Isabel Gemio la llamaban Paca La
Brava, o por qué las guiris de Magaluf practican el trueque de cubatas
por chilindrinas. De modo que siéntese y relájese, ocupado lector,
porque los científicos aún tardarán en aclarar cómo diablos se montó
todo este pollo universal en el que andamos metidos. Mientras tanto, nos
quedan los Monty Python y su necesario sentido de la existencia: "Mire
siempre el lado brillante de la vida". Por cierto, que dicen por ahí que
Cañete ha vendido ya sus petrodólares. Ése sí que sabe lo que es la
vida. Dónde estará el probe Migué, que hace mucho tiempo que no sale…
Viñeta: Adrián Palmas