(Publicado en la Revista Gurb el 10 de octubre de 2014)
Violencias y delincuencias las hay de
muchas clases, unas prohibidas y perseguidas, otras más o menos
toleradas, aceptadas, institucionalizadas. Está la violencia ciega del
yihadista que pierde la chaveta y se la hace perder a otros a machetazo
limpio. Está la violencia del pederasta rijoso y bestial que acecha a
las niñas en inocentes parques públicos. Y está la violencia del
banquero corrupto que vive la vida loca a golpe de tarjetazo black, a
tutiplén, con avaricia a fondo perdido, sin preocuparse lo más mínimo de
los pobres ciudadanos que pasan por su lado muriéndose de hambre sin
rechistar. Pero por encima de todo, está la violencia de un Estado que
se permite imponer su santa autoridad y su poder intransigente sobre la
vida de los otros. Hablo de la violencia de ese gobierno madrileño que
ha decidido aplicarle la inyección letal al pobre Excalibur, el perro de
la enfermera infectada por ébola que no se metía con nadie, el animal
que hasta esta mañana era un ser feliz que disfrutaba con su simple
ración de pienso y agua y que creía que los seres humanos eran sus
mejores amigos.
No voy a entrar aquí en si hay demagogia
o no en aquellos que se horrorizan porque Occidente se estremece ante
la muerte de un perro mientras asiste indiferente al holocausto de
cientos de niños en África. No creo que eso sea verdad, no creo que haya
muchas personas con tan mala baba que no sientan una úlcera de dolor
abriéndose en su interior cuando ven por la televisión cómo los pobres
africanos caen como chinches por culpa del virus letal. Lo que ocurre es
que contemplamos la desgracia ajena y a los cinco minutos, por un puro
mecanismo de supervivencia, el cerebro se conjura para ponernos una
venda en los ojos, para hacernos olvidar y así seguir viviendo. De otra
manera nos volveríamos locos. Si un pobre mortal como cualquiera de
nosotros es incapaz de resolver sus insignificantes problemas cotidianos
cómo va a poder terminar con el hambre de mil millones de personas. Es
imposible. Así que nos limitamos a sentir un temblor interior por el
sufrimiento ajeno y seguimos tirando con el nuestro. Creo que todos
estamos de acuerdo en que la vida de un niño africano lo merece todo,
incluso el sacrificio de un perro y hasta de cien mil perros. Pero éste
no era el caso. Matando gratuitamente a Excalibur, sin certificar si
padecía la enfermedad o no, no se salvaba la vida de nadie y una vida,
sea de hormiga, de topillo, de perro o de ser humano, es única,
milagrosa, sagrada. Eso lo sabe bien ese bombero lúcido y sabio que
practicó el boca a boca a un perro para tratar de salvarlo de un
incendio. Donde hay vida hay conciencia y donde conciencia hay un hálito
divino.
Un país avanzado como se supone que es
España debería tener la suficiente sensibilidad y las leyes necesarias
como para no verse obligado a exterminar a un perro brutalmente,
totalitariamente, sin certificar antes si está sano o enfermo. Pero
claro, España, la cerril y atávica España, está más en ese momento
medieval del torneo del toro de La Vega, en el lanzamiento de cabras
desde campanarios asesinos o en la caza indiscriminada de hermosos
elefantes en monterías nauseabundas. Pues mientras no salgamos de ahí,
seguiremos siendo un pueblo bárbaro incapaz de progresar, un pueblo sin
valores ni principios humanistas. El nivel cultural de un pueblo se mide
por el respeto que muestra hacia los animales. Si Dios existe está
implícito en el último insecto de este mundo. En el caso de Excalibur se
ha impuesto la lógica ciega y aplastante del Estado, la maquinaria
histérica y aberrante de unos mandatarios sobrepasados por su propia
incompetencia que no pensaban más que en quitarse la patata caliente de
encima cuanto antes. Muerto el perro se acabó la rabia, han debido
pensar. Qué gran forma de hacer política. Los animalistas que se han
enfrentado a la Policía para tratar de evitar la muerte de Excalibur no
eran locos iluminados sino avanzados a su tiempo. Quien no respeta la
vida de un animal no es capaz de respetarse a sí mismo.
Miro a mi perro Kosmo y pienso que hay
muy pocas personas en este mundo a las que quiera más que a él. Ese
cuadrúpedo de mirada tierna e inteligente me ha sacado del pozo cuando
estaba a punto de perderme en el abismo más lóbrego. Ese peludo de nariz
de trufa tiraba de mí para levantarme del sofá y jugar conmigo a la
pelota cuando ya no tenía fuerzas para seguir adelante. Ese amigo fiel
me mira, empina las orejas puntiagudas y comprende perfectamente lo que
estoy pensando y sintiendo. Pocos seres humanos han hecho tanto por mí
como él. Con la mano en el corazón: me da mucha pena que la gente se
esté muriendo de ébola en África y ojalá pudiera hacer algo por ellos.
Eso es una cosa y otra muy distinta es que nunca permitiré que un juez
adocenado o una ministra necia o un consejero de Sanidad inepto entre en
mi casa para matar a mi perro. A uno de los pocos amigos fieles que me
quedan ya. A un miembro de mi familia.
Ilustración: Artsenal
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