(Publicado en la Revista Gurb el 12 de septiembre de 2014)
Los yihadistas de Estado Islámico rebanan cabezas cristianas y juegan con ellas al polo (como en aquella vieja película de Huston); Israel pisotea niños-insecto en su patio trasero, en el Auschwitz de Gaza; los cárteles de la droga a tiro limpio en México deefe, última frontera de la coca; los coreanos se juegan el futuro del mundo a la ruleta nuclear; Putin, el hijo de Putin, arenga a sus cosacos de sangre y vodka en Ucrania. Es el mundo sacudido, estremecido por el sindiós de la guerra, la maldición cainita de la guerra, los cuatro jinetes del apocalipsis capitalista, porque la guerra no es otra cosa que la culminación perfecta de un sistema económico desalmado, injusto, criminal. Peste, hambruna, guerra. No hemos salido del Decamerón de Boccaccio.
Mientras escribo estas líneas me entero
por La Sexta de que Emilio Botín acaba de espicharla, un infarto tonto
se lo ha llevado por delante a él y a su castillo de naipes, dólares y
ferraris, ese castillo que parecía una fortaleza eterna pero que es más
falso que un lifting de Raphael. Botín El Botines. Los botines de Botín.
La muerte no entiende de finanzas. Todos (por supuesto también El País)
se deshacen en elogios hacia él y lloran la cara amable del gran
hombre; todos vomitan palabras sarnosas e indecentes, cínicas e
hipócritas, en recuerdo del gran banquero, del gran arquitecto de la
usura, la injusticia y el expolio humano. El demonio ha muerto, larga
vida al demonio. Hay que enterrar con honores al aparejador del
desfalco, al Mefistófeles del dólar y el engaño. ¿Pero cuántas guerras
se habrán sufragado con el dinero de las familias heráldicas de Botín?
¿Cuántos miles de armas se habrán comprado con el dinero custodiado por
Botín? ¿Cuántas muertes a plazo fijo y al cero por ciento TAE (Matías
Prats mediante) se habrán certificado con el dinero enfangado de Botín?
La guerra del hombre contra el hombre se alimenta con la codicia y con
los números engañosos de los del monóculo y los manguitos. Esta guerra
de todos contra todos, de ricos contra pobres, de árabes contra
sionistas, de norte contra sur, de poderosos contra esclavos, de
empresarios contra parados, de opresores contra oprimidos, se financia
gracias a los capataces que como Botín gobiernan el mundo a golpe de
látigo y sucia comisión desde sus elevados rascacielos rojo sangre, rojo
Banco Santander. La guerra no es el estado natural del hombre, como ha
querido inculcarnos el filósofo coñazo aquel, la guerra es el producto
inmediato y necesario del dinero. La guerra se planifica metódicamente
en los despachos de los gobiernos, en las fábricas de la industria
armamentística, en los consejos de administración de los grandes bancos,
y se exporta más tarde, como un ébola contagioso y mortal, como una
gran multinacional colonialista de odio y fuego que se extiende por todo
el mundo, hasta el último rincón de África, donde niños famélicos
empuñan el kalashnikov porque tienen miedo y hambre. La guerra solo
sirve para dar novelones como Los desnudos y los muertos de Mailer, lo mejor que se ha escrito sobre el tema.
España, nostálgica de aquellos tiempos
pasados en los que aún ganaba guerras, se ha quedado para enviar un
puñado de militronchos a Afganistán, de cuando en cuando, aunque solo
sea por llamar un poco la atención de la ONU y que parezca que aún
pintamos algo en el mapamundi. España, país de cuatreros y miserables,
lejos ya de las grandes guerras, vive ahora para chulearle la barcaza al
Rey de Marruecos, para darle el ultimátum ridículo a los llanitos de
Gibraltar o plantar el banderazo en Perejil con fuerte viento de
Levante. Así, con esas incursiones esporádicas, con esas razias y amagos
de guerrilla, el español macho y bravío va matando su mono bélico
ancestral. Occidente arde en guerras por doquier porque así, a bombazo
limpio, a golpe de guerra mala, es como este primate enloquecido va
controlando su sobrante de población, su colesterol humano. Una buena
guerra a tiempo mantiene a raya a los negritos del África tropical, que
ya van siendo muchos y molestan con tanto dar saltitos en la valla de
Melilla; una buena guerra regula la demografía mejor que cualquier
campaña de condones y de paso se vende mucha metralla y mucho tanque
oxidado para que los halcones del Pentágono, que mandan más que Obama,
puedan sacar tajada y seguir jugando al golf y zumbándose a sus rubias
de botella en plan Falcon Crest. A fin de cuentas, los generalotes
rampantes de hoy, los tecnócratas de la muerte que nos teledirigen desde
Washington, fueron los jipis de ayer. Y ya se sabe lo que decían
aquellos melenudos fumados y cachondos: Haz el amor y no la guerra.
Viñeta: Igepzio
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