(Publicado en Revista Gurb el 23 de enero de 2015)
Lo peor del terrorismo es que nos
embrutece a todos, no solo a los verdugos, sino también a las víctimas.
El miedo al hombre/bomba, al cinturón bomba, al coche/bomba y a la
fiambrera/bomba lleva a la desconfianza, la desconfianza a la xenofobia y
la xenofobia ya sabemos a qué conduce, al desastre, al caos, no hace
falta decirlo. La imagen de televisión del yihadista encapuchado
rematando sin piedad, en el suelo, a un agente indefenso o ésa otra de
la Policía francesa acribillando a tiros a la rata, a bocajarro, como
quien aplasta a una cucaracha, a la salida de un supermercado judío, nos
inoculan sin remedio el virus del terror y además alimentan mucho
nuestro morbo, hasta el punto de que no podemos apartar los ojos del
televisor.
La escalada de embrutecimiento, de
deshumanización y de sañuda crueldad que provoca en nuestra sociedad
esta nueva forma de guerra basada en la destrucción total de la
civilización humana ya está empezando a calar en nuestros cerebros y a
cambiar nuestra mentalidad, nuestra forma de vida, nuestros valores. He
leído y oído mucho análisis sesudo sobre la cosa durante estos últimos
días y pocos, por no decir ninguno, son los que se han atrevido a decir
que al asesino había que haberlo cogido vivo para ponerlo a disposición
del juez, como manda la santa ley de la democracia. No seré yo quien
diga que al loco suicida hay que sentarlo en las rodillas del policía
para convencerle de que ha sido un chico malo y dialogar pacíficamente
con él antes de ponerle las esposas, no digo yo eso. Muerto está y bien
muerto. Pero pensemos por un momento que la nueva situación, el estado
de guerra permanente hacia el que caminamos, conlleva inevitablemente
una peligrosa alteración de nuestras tablas de la ley, unas tablas de
derechos y libertades que desde hace más de dos siglos habían
permanecido inmutables. Y ahí es donde la rebelión de los pueblos sin
historia, como decía Cioran, los integristas orientales, empiezan a
ganar su primera batalla al imponernos sus reglas del juego violento.
Hasta el Papa Francisco se salta ya la otra mejilla políticamente
correcta y se pone el disfraz de pugilista para arrearle un mandoble al
obispo que le mente a la madre.
Si hiciéramos una encuesta ahora mismo,
la mayoría de la población occidental estaría de acuerdo con que a los
yihadistas hay que matarlos y rematarlos, si es preciso, antes de que
cometan una barbarie. Es lógico, hasta cierto punto, pensar de esta
manera. El miedo es la auténtica arma de destrucción masiva. Pero lo que
trato de decir aquí, a ver si me explico, es que la dialéctica de este
terrorismo religioso ciego y cruento va a transformar nuestra realidad y
nuestra mentalidad en los próximos años, hasta el punto de que sin duda
terminaremos aceptando hechos consumados que hasta hace poco tiempo nos
parecían inadmisibles. Digamos que corremos el riesgo de pasar del
estadio de inflexibles defensores de los derechos humanos a pragmáticos
partidarios de nuestra seguridad. Y no serán solo los gobiernos quienes,
mediante cambios normativos o decisiones políticas más o menos
polémicas, dinamitarán nuestra libertad. No. Seremos nosotros mismos los
que, tras años de terror, decapitaciones televisadas, impactantes
secuestros, asaltos con rehenes, explosiones suicidas, asesinatos
masivos, masacres y brutalidades de toda índole, terminaremos por
abrazar la legítima defensa como única forma de salvar el pellejo. Ha
pasado en otras sociedades modernas y nos puede pasar a nosotros. Cada
vez que veo a los niños israelitas enchufándose la máscara antigás,
corriendo sumisamente hacia refugios atómicos en rutinarios simulacros o
adiestrándose en el manejo de un arma de fuego se me ponen los pelos
como escarpias. Y sin embargo, Israel lleva años viviendo de esta forma.
Forma parte de su idiosincrasia, de su cultura, de su modus vivendi. Ya
nadie discute que primero hay que acabar con el terrorista suicida y
luego plantear los debates que haya que plantear sobre derechos humanos.
Ya nadie discute que primero hay que disparar y luego preguntar.
André Breton nos avisó de que el
verdadero acto surrealista era detonar una pistola indiscriminadamente
contra la multitud. Ahora estamos metidos en esta guerra surrealista, la
más intangible y extraña de todas, una guerra sin cuartel, ni causa, ni
lógica aparente, la guerra por la guerra, barbudos iluminados que gozan
con el placer de morir matando, guerrilleros que lanzan sus moscas
miserables sobre nosotros, dioses que hablan por boca de criminales,
ridículos paraísos orgiásticos petados de huríes, expertos y tertulianos
que tratan de explicar el fenómeno sin tener ni pajolera idea, vecinos
del quinto que eran buenísimas personas y que de la noche a la mañana se
convierten en asesinos enmascarados, niños fusilados porque veían un
partido de fútbol, las concurridas calles de Occidente como trampas
sembradas de bombas tranquilas, el éxtasis de la muerte. Ya no piensan
solo en derribar nuestros rascacielos futuristas. Buscan derribar
nuestra conciencia. Imponer la ley de la jungla. La ley del más fuerte.
La ley del miedo.
Ilustración: Artsenal
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