Icono musical y musa de los locos años 20, emblema de la lucha por los derechos civiles y de los negros, bisexual, guerrera contra los fascismos y espía que dio jaque a los nazis, Joséphine Baker fue el gran terremoto sociológico que abrió la puerta a la liberación de la mujer. Ayer, la Venus de Ébano entró en el Panteón de París junto a los más grandes como Voltaire, Rousseau, Victor Hugo y otros franceses ilustres. A los españoles nos sigue produciendo cierta envidia ver con qué solemnidad trata Francia a sus hijos inmortales. De haber sido española la Baker, hoy probablemente sus restos descansarían en un cementerio apartado, desconocido, recóndito, o en algún lugar en el exilio, y la derecha asilvestrada y montaraz que tenemos haría una batalla cultural contra cualquiera que tratase de restaurar su memoria. Antonio Machado, nuestro más grande poeta, murió en Colliure huyendo de la guerra y allí está todavía, aunque siempre haya rosas frescas sobre su lápida. “Solo la tierra en que se muere es nuestra”, dijo el genio de las letras.
Macron había preparado una ceremonia a lo grande para honrar a la Diosa Criolla, casi un funeral de Estado. Con un país a las puertas de las elecciones, algunos han querido ver un acto electoralista y propagandístico, pero lo cierto es que en los tiempos que corren se antoja más necesario que nunca entronizar en el altar que corresponde a aquellas figuras que se destacaron por su compromiso con la democracia y su lucha por la libertad y contra el fascismo. Hoy, cuando el nuevo totalitarismo resucita con fuerza y se abre camino otra vez en toda Europa, no hay que escatimar en actos sociales para recordar a las nuevas generaciones que el monstruo del odio no muere nunca, sino que vive aletargado, hibernado, y cada cierto tiempo regresa para atormentar a la humanidad con su zarpazo de violencia y sangre. “Francia es grande cuando no tiene miedo”, dijo Macron ante el inmenso retrato de una esplendorosa Baker vestida de militar. Que sea la primera mujer negra que entra en el Panteón de París, algo inaudito en pleno siglo XXI, dice mucho del estadio evolutivo prematuro en el que se encuentra la especie humana. Menos mal que Francia era el país de la liberté, égalité y fraternité.
No fue casual el calendario elegido para ensalzar a la artista que sacudió los cimientos del reaccionarismo mundial con su falda de plátanos, sus ojos vivarachos y sus tetas al aire. Ayer mismo, el polemista de extrema derecha Éric Zemmour, el nuevo hitlerito francés, lanzaba oficialmente su candidatura al Elíseo. En un país que fue ocupado por las nazis y que sufrió el horror del totalitarismo, de las ejecuciones masivas y del racismo ario, parece mentira la facilidad con la que se propaga la desmemoria en todos los ámbitos de la sociedad y con la que medran los nuevos charlatanes del nazismo posmoderno. Brotan como setas. Al aristócrata clan de los Le Pen (esa ralea reptiliana de padres e hijas) le han seguido otros que van probando suerte como salvapatrias de opereta y guardianes de las esencias nacionales francesas. Ahora le toca el turno a este polemista, tertuliano y dicen que periodista al que se le atribuyen frases tan crudas y desalmadas contra los inmigrantes como “la mayoría de los traficantes son negros o árabes” (ya fue condenado y multado con 3.000 euros por propagar el odio a los musulmanes en programas de televisión). Él se define como bonapartista y gaullista, pero en realidad no es más que otro tonto a las tres que se cree superior a los demás por ser blanco, un chusco revisor de la historia que piensa que el mariscal Pétain, carcelero y colaboracionista con el Tercer Reich, ayudó a salvar a muchos judíos del Holocausto. Hace falta ser cretino.
Pero hoy es un día hermoso para la democracia europea y conviene no estropearlo con mediocres, brutos, cortos de entendederas y acomplejados que no han sabido o no han podido resolver sus fobias y sus trastornos infantiles freudianos, cayendo en la más burda xenofobia que está en el origen mismo del fascismo. Tiempo habrá de psicoanalizar y estudiar al nuevo bicho raro, al tal Zemmour, cuyo rostro, dicho sea de paso, es una mezcla de Nosferatu revivido y curilla resabiado. Hoy es preciso recordar a la Baker, patrimonio universal de la humanidad, mujer revolucionaria, misteriosa y rutilante, símbolo de un erotismo político que cambió la historia del mundo a golpe de cadera sobre los escenarios. Desde su última morada en el Panteón francés de grandes personalidades, la diosa del Folies Bergère viene a prevenirnos ante aquellos que promueven la identidad nacional blanca y ultracatólica frente a la diversidad y la multiculturalidad integradora que los nuevos fascistas llaman, despectivamente, “indigenismo”. Solo escuchar a esta tropa que también esparce su bilis supremacista por España (no hace falta dar nombres) hiela la sangre.
Joséphine Baker fue una militante por la tolerancia y la fraternidad entre las personas y los pueblos. “Su causa era el universalismo, la unidad del género humano, la igualdad de todos antes de la identidad de cada uno, la aceptación de todas las diferencias reunidas por una misma voluntad, una misma dignidad”, dijo Macron ante el cenotafio cubierto con la bandera francesa. A la bailarina de la libertad le han concedido las cinco medallas, incluida la de la Legión de Honor, por su sacrificio como heroína de la Resistencia. A partir de ahora su espíritu estará en el Panteón, aunque sus restos seguirán reposando en Mónaco junto a su marido y uno de los doce hijos que adoptó. Su “tribu arcoíris” que es el mejor legado del humanismo y la mejor semilla de la paz frente al discurso y la barbarie nazi.