(Publicado en Revista Gurb el 9 de enero de 2015)
Los mártires salafistas de Oriente han
puesto en marcha el reloj de la última cruzada ciega contra el pobre y
decrépito Occidente. Nos quieren devolver a la oscura Edad Media, todos
con el culo en pompa y mirando a la Meca, el burro atado en el corral y
la mujer metida en el saco con la rejilla en los ojos para que no pueda
verla ni desearla el vecino de enfrente. Estábamos tan entretenidos en
nuestras cosas triviales, en nuestra corrupción, nuestra hipoteca y
nuestros domingos de alegre fútbol que nos habíamos olvidado ya de los
moritos de las cuevas lejanas que sueñan con un cielo lleno de vírgenes y
un delirio histórico llamado Al Andalus. Ha estallado una guerra
extraña: cabreros contra soldados, feroces lobos solitarios contra
inútiles ejércitos ultragalácticos, parias tuiteros de los suburbios con
el coco sorbido por recios imanes contra ciudadanos libres
aterrorizados en la conejera del Metro. No es una guerra entre razas ni
entre ideologías políticas, ni siquiera ya entre religiones: es una
guerra entre dos mundos, en plan H. G. Wells, entre siglos, entre dos
épocas, entre dos milenios. El espacio-tiempo einsteiniano de la
Historia se ha curvado sobre nosotros y ha degenerado en un violento
choque/guerra entre el pasado y el futuro. Los yihadistas anhelan
reconquistar Granada (y de paso Marbella, con todos los jeques dentro)
para templar sus cimitarras de odio y fuego bajo nuestro sol de oro,
rebanarnos el pescuezo y tostar sus traseros morunos en las jaimas
costeras del Bundesbank. Luego venderán a nuestras mujeres como esclavas
y se beberán nuestras bodegas, que podrán ser fanáticos religiosos,
pero no tontos. En París han matado a doce héroes del lápiz, los ángeles
de Charlie Hebdo que dijeron no a hincarse de rodillas ante los paletos
de las chilabas. Eran artistas librepensadores que nos hacían algo más
divertido y llevadero el mal trago de esta puta vida, intelectuales que
ejercitaban nuestra capacidad crítica y que nos hacían pensar con sus
ilustraciones y viñetas geniales. Los yihadistas no quieren que
pensemos, pensar hace más libre al ser humano pero lo arranca para
siempre de Dios. Occidente hace ya mucho tiempo que mató a su Dios. Lo
liquidaron entre Nietzsche, Marx y Freud, los tres patriarcas de la
modernidad que serían decapitados al minuto por los verdugos
enmascarados del Estado Islámico. Por eso, porque ésta es una guerra a
muerte de Dios contra el hombre, o lo que es lo mismo, una guerra del
hombre contra sí mismo en la que no caben treguas, ni armisticios, ni
negociaciones de última hora, el final solo puede ser uno: o ganan ellos
y nos imponen a su Dios lleno de sangre, ira y horror o ganamos
nosotros y les imponemos la libertad, la igualdad, la fraternidad,
nuestros anuncios de Chanel, la prima de riesgo y el Iphone 6. Tras
muchos siglos de esclavitudes, guerras y miserias, Occidente había
conseguido librarse de los clérigos de la superchería y la barbarie.
Hace tiempo que descubrimos la verdad: que el cielo, si no es justo y
democrático, no es un cielo al que merezca la pena llegar. El cielo de
estos camelleros de la muerte es más bien un infierno impuesto, un
desierto de polvo yermo y estéril, más que un paraíso celestial. Que se
queden con su Dios injusto, pacato, rufián. Viva el humanismo, viva el
hombre, el Renacimiento, Miguel Ángel, Mozart, Goya, las películas de
Woody Allen (aunque ya esté de capa caída), los sonetos de Quevedo, los
vuelos transoceánicos, la sonrisa libre y feliz de un niño que vuela su
cometa, una hamburguesa con mucha mostaza y mucho kétchup, los viajes
espaciales, el acelerador de partículas, el motor de mi viejo Ford, un
beso bajo la luz de luna y todo eso que nos da la vida y por lo que
merece la pena vivir y luchar. Occidente, en fin, con sus luces y sus
sombras, con sus males y decepciones, pero el único jardín del edén
conocido. Podrán matarnos a todos estos villanos del Corán macabramente
reinterpretado, podrán pasarnos a todos a cuchillo con sus torpes
cimatarras para imponernos su fe absurda y enloquecida. Pero nunca
podrán exterminar los valores que nos hacen profundamente humanos, los
valores que una vez nos rescataron de la charca, la jungla y la caverna y
nos insuflaron eso tan mágico y misterioso que algunos, ya seamos ateos
o creyentes, seguimos llamando alma.
Ilustración: Adrián Palmas
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