(Publicado en Revista Gurb el 10 de abril de 2015)
Cuando al pueblo ya se lo han arrebatado
todo, solo le queda la calle. La calle como territorio virgen de
libertad y conquista social, la calle como expresión máxima de
democracia, la calle como último refugio. Por eso al señor Rajoy y su
ministril de Interior, Jorge Fernández, les parece mal que el gentío
airado y descontento ande suelto por la calle, y mucho menos a las
tantas de la noche y después de cenar, que eso levanta mucho alboroto y
luego se nos quejan los vecinos de los barrios bien. La derecha siempre
ha antepuesto el orden a la libertad, el poder clasista al interés
general, los privilegios de algunos a los derechos de todos. Ahora, con
los parias de la famélica legión de Podemos, de Ciudadanos y otros
llamando a las puertas del Parlamento sagastacanovino, el Gobierno tiene
miedo a perderlo todo. Por eso dicta esta infame ley mordaza, que es
como el toque de queda a nuestra joven democracia, como una ley
concertina para encerrar al pueblo en un gueto de silencio. El silencio
es la peor de las mentiras, ya lo dijo el maestro Unamuno. El silencio
es la melodía más perfecta y hermosa que existe, me gustas cuando callas
porque estás como ausente, aquello de Neruda, o sea. Pero condenar al
pueblo al régimen político del silencio, cerrarle el pico de mala
manera, es una expresión clara y palmaria de totalitarismo vintage. Con
la excusa de los escraches y de los cuatro locos violentos que practican
la pedrada olímpica al cajero automático pretenden recortarnos un
mandamiento sagrado de nuestra bíblica Constitución: el derecho a salir a
la calle a reunirnos y a protestar contra las injusticias y las
tropelías del Estado/Leviatán.
Quieren taparle la boca al pueblo para
que no pueda responder en la calle a las trolas macroeconómicas de
Guindos/Montoro, al chocheo de la vieja Aguirre (la señora está ya de
campaña y no hace otra cosa que ir besando pobres por ahí) a las
estupideces de Floriano El Florero, a las crueldades del sicótico
Hernando y a las ocurrencias del desvaído Rajoy. Antes al menos el
pueblo tenía la mina, el astillero, el barco, la oficina, el andamio, el
campo, un puesto de trabajo, un algo a lo que agarrarse cada día, y
allí pasaba las horas trabajando y despotricando del Gobierno y de la
vida. Pero es que ahora ya no tiene nada de eso porque el trabajo
dignamente remunerado se ha convertido, no en un bien escaso, sino en la
última utopía. ¿Qué salida les queda a esos ocho millones de pobres
condenados a la agonía de una pandemia de miseria y olvido? ¿A dónde
puede ir el parado de eterna duración enganchado al caballo narcotizante
del subsidio, el desahuciado que duerme con la noche estrellada por
techo, el inmigrante que se siente huérfano de negrero capataz? Es
evidente que a la calle, a la puta calle. A protestar y a patalear y a
gritar las cuatro consignas de siempre contra el Gobierno. Mariano
mandón, trabaja de peón.
Pretenden confinar la voz del ciudadano
en el campo de concentración del miedo y el silencio, coser a multazos
el bolsillo dolorido del pueblo. Cuando el PP se desangra en reyertas
intestinas, cuando acaban de largar de su casa a una familia enferma por
no pagar 19.000 cochinas pesetas de las de hace cincuenta años, cuando
los filibusteros del clan Gurtel/Bárcenas pretenden irse de rositas
anulando el juicio por defectos formales, cuando la Infanta Cristina se
hace la tonta y declara que no sabía lo que firmaba y Chaves y Griñán se
lavan las manos sucias por el fango de los ERES, es entonces cuando la
calle cobra más sentido que nunca, es justo en ese instante cuando no
cabe otra salida que la purificadora calle, la calle y la desobediencia
civil ante una ley franquista y represora, como ha dicho muy bien el
digno Llamazares. La democracia no consiste solo en echar a la urna la
fría y rutinaria papela cuatrienial, como pretenden hacernos creer
nuestros políticos. La democracia se ejerce y se defiende en la vía
pública, en las plazas, en los mercados, y a este país todavía le hace
falta mucha calle porque le hace falta mucha justicia social. Nadie va a
regalarnos un Estado justo y solidario si nos quedamos haciendo tumbing
en el sofá, viendo los estúpidos anuncios, tragándonos las groseras
manipulaciones del Nodo de TVE, languideciendo con las peripecias
infantiloides de los gandules semiidiotas de GH Vip. El Gobierno
pretende enterrar el grito justo de un pueblo bajo la lápida del Código
Penal. Pero el grito ciudadano, aunque sea mudo como el de Munch,
todavía puede derribar la Bastilla de Moncloa. Hay tiempo para
revolverse bajo las porras de los antidisturbios y decir basta ya. Antes
de que saquen a los grises a la calle y acaben a hostias con la
democracia.
Ilustración: Artsenal
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