(Publicado en Revista Gurb el 31 de marzo de 2017)
La condena de un año de cárcel contra
Cassandra Vera, la tuitera que bromeó con el atentado de Carrero Blanco,
es una muestra más de lo perniciosa que ha sido la última reforma de la
ley de seguridad ciudadana, la conocida como Ley Mordaza. La sentencia
no solo es absurda, sino cruelmente desproporcionada, ya que condena a
una joven estudiante a perder su beca, a no encontrar trabajo en el
futuro, ya que estará marcada para siempre en su certificado de penales,
y a arrastrar hasta el final de sus días la mancha injusta de alguien
que sin serlo ha sido tratada como una terrorista, tal como ha asegurado
la propia muchacha tras conocer el fallo. Sin duda, lo que se hace con
esta chica es condenarla a la muerte civil, además de que ha sido
utilizada como chivo expiatorio para dar un escarmiento y advertir al
resto de la población de que la fiesta de la libertad de expresión se ha
terminado. Y todo por unos simples tuits. Todo por atreverse a hacer
humor y sátira –un derecho reconocido a cualquier persona en una
sociedad democrática–, con un personaje del franquismo que murió hace
cuarenta y cuatro años y que dicho sea de paso, con sus políticas
totalitarias llevó un sufrimiento inmenso y nefasto a buena parte de la
sociedad española. El crimen de Cassandra ha sido decir que "Henry
Kissinger regaló a Carrero Blanco un trozo de luna y ETA le pagó un
viaje a ella" o "Spiderman versus Carrero Blanco". Según la Audiencia
Nacional, tales frases, acompañadas en ocasiones de "elocuentes
imágenes", refuerzan "aún más su carácter de descrédito, burla y mofa" a
una víctima del terrorismo, por más que el atentado contra el
expresidente del Gobierno tuviera lugar en 1973, puesto que "la lacra
del terrorismo persiste".
La sentencia, que algunos juristas de
reconocido prestigio ya se han apresurado a calificar de "disparate
jurídico", avala la teoría de que en la judicatura española persisten
tics de otros tiempos que deberían estar felizmente superados y abre
inquietantes incógnitas. ¿En qué lugar deja esta polémica sentencia a la
democracia española? ¿Qué imagen daremos los españoles al resto del
mundo cuando el recurso de apelación de Cassandra llegue al Tribunal de
Estrasburgo y la sentencia sea corregida, como no puede ser de otra
manera? Sin duda, la de un país que no ha superado aún la sombra negra
de cuarenta años de dictadura, la de un país donde la libertad de
expresión parece cada vez más amenazada, la de un país donde soltar
chistes con personajes históricos supone un pasaporte directo para la
cárcel. Pero además, la resolución de la Audiencia Nacional abre otras
cuestiones preocupantes. ¿Qué va a pasar a partir de ahora con los
periodistas que cumplen no solo con su función de informar, sino con la
de transmitir una opinión libre y legítima a la sociedad? ¿Tendrán que
aplicarse ellos mismos el cilicio de la autocensura para no herir la
sensibilidad de los familiares de un dictador y terminar sentados en el
banquillo de la nueva Audiencia Inquisicional? Pero es que además,
detrás del silencio que se autoimpondrán los periodistas tras empezar a
sentir en su piel el miedo a la querella de la Fiscalía, detrás del
temor que les obligará a atemperar, suavizar y modular sus palabras y
sus discursos hasta hacerlos inocuos e inofensivos para el poder,
llegará la hora de los artistas. ¿Podrá un novelista, un dramaturgo o un
cineasta dar rienda suelta a su creatividad, sin límites ni cortapisas,
como debe suceder en cualquier país democrático? ¿Se repetirán nuevas
sentencias contra simples titiriteros por poner en escena una función
crítica y satírica con el Gobierno?
El miedo es libre, decía el filósofo,
pero el miedo termina calando en una sociedad e incluso llega a ser
contagioso, como en aquella novela de George Orwell, 1984,
donde los ciudadanos son controlados por un Gran Hermano que todo lo ve,
donde los medios de comunicación son sometidos y reducidos a la
mordaza, y la cultura, sobre todo la más incómoda para el poder,
totalmente proscrita y abolida. No estamos muy lejos de la utopía
distópica que plantea Orwell en su magnífica novela, ni de la peripecia
de Winston Smith, el protagonista de la historia que decide rebelarse
contra un Gobierno totalitario que ha instaurado una Policía del
Pensamiento para controlar cada uno de los movimientos de sus ciudadanos
y que castiga incluso a aquellos que delinquen solo por el mero hecho
de atreverse a pensar por sí mismos. Tras esta sentencia que condena a
prisión a una tuitera no estamos ya ante un escenario futurista, ni ante
exageraciones de agoreros apocalípticos y pesimistas. La libertad de
expresión en España está seriamente amenazada, como han concluido
respetados organismos internacionales, y hoy la caza de brujas se dirige
contra el ciudadano que escribe cuatro tuits inofensivos y después se
dirigirá contra el periodista que publica una columna sarcástica de
opinión y más tarde el peso de la mordaza caerá sobre los artistas
porque qué es eso de ejercer la sátira y la ironía.
Con todo, lo más indignante no es que
los mismos políticos de la derechona española que en su día se rasgaron
las vestiduras con los atentados de París y que incluso se pusieron al
frente de la manifestación, sujetando muy dignamente la pancarta de Yo soy Charlie Hebdo,
aplaudan hoy este fusilamiento judicial contra una muchacha que pensaba
ingenuamente que vivía en un país de libertades cuando no era así, una
joven que está empezando a vivir y que a partir de ahora deberá
arrastrar una mancha tan injusta como indeleble. Si se está a favor de
la sátira como medio vehicular de la libertad de expresión y de
contrapeso político se está con todas las consecuencias. Lo contrario es
caer en la hipocresía y la demagogia. No se puede ser solo un poco
demócrata. O se es o no se es. Alguien no es un auténtico demócrata
mientras no tolera el derecho del otro a emplear contra él la sorna, la
mordacidad y la sátira, aunque resulte hiriente, tenga razón o no. Ahora
la derecha cavernaria justifica la sentencia contra Cassandra alegando
que sus tuits eran de “mal gusto”. Pero contra gustos no hay disputas,
como cantaba el maestro Serrat. Por la peligrosa senda que ha abierto la
Audiencia Nacional de prohibir el humor y la sátira con un personaje
histórico que fue asesinado hace ya más de cuatro décadas, y cuyo
pensamiento político totalitario no solo es para hacer humor con él sino
para echarse a llorar, llegaríamos al disparate de tener que condenar a
alguien por calificar a Felipe II de beato meapilas, o por llamar
inútil incompetente a Fernando VII o por tildar a la fogosa Isabel II de
“zarina follarina”. No sabemos si mañana nos encontraremos con una
querella de la Fiscalía por hacer un chiste malo con aquella monarca
ibérica del siglo XIX cuya lista de amantes era más larga que la de
imputados del PP y su ardor sexual, más poderoso que la radiación de
Fukushima, conocido en toda España.
Francisco Umbral, uno de nuestros
grandes columnistas, maestro de la ironía y la sátira, dedicó algunas
columnas a Carrero Blanco, líneas tan sutiles y brillantes como estas:
“Sí que sería el momento de explicar políticamente biografías tan
levantadas como la de Carrero”. O esta otra: “Todavía el último
documento producido por Carrero Blanco, otro gran ojeador de masones, lo
llevaba consigo, cuando le volaron los papeles, con él incluido”. El
maestro Umbral tuvo la suerte de vivir en una España en libertad donde
se podía decir casi cualquier cosa. Hoy parece que los tiempos han
cambiado. Hoy nos acercamos más al 1984 de Orwell.
Viñetas: La Rata Gris y El Petardo
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