(Publicado en Revista Gurb el 12 de enero de 2018 y en Diario 16)
Un gobernante puede perder el trono,
pero nunca debería perder la dignidad. Ayer el gallego la volvió a liar
parda, una vez más, al ritmo casposo de Mi gran noche de
Raphael. Fue empezar a sonar la canción, durante una boda murciana, y
allá que se lanzó él, a darlo todo con la misma gracia y salero de la
hiena moteada Tristón, aquel personaje atribulado de nuestra infancia
que siempre andaba llorando por los rincones. No se le ve relajado al
presidente cuando se arroja a esos bailecitos rafaelitas en los saraos
decadentes de las Españas. Para qué vamos a engañarnos, no se le ve. Lo
hace tan forzadamente como el running de por la mañana. Se le nota
rígido, encorsetado, sobreactuado. Esa sonrisa etrusca de
circunstancias, esa mandíbula inferior contraída hasta el paroxismo, ese
pasito adelante pasito atrás demasiado mecánico y repetitivo, más
agarrotado que un chorizo de Cantimpalos al punto de congelación. Hasta
C-3PO, el androide chapado en oro de George Lucas, tiene más giro de
cadera que nuestro ínclito premier. Decididamente, cuando perrea,
Mariano muestra la misma elasticidad de un alcornoque de Pontevedra. Si
el baile es escultura en movimiento, como decía George Sorel, nuestro
líder es un hierro forjado (y forzado) de Gargallo.
Pero con todo, no es eso lo peor. El
esperpento absoluto llega cuando un grupo de diez o doce marchosas
admiradoras, todas veteranas y con ganas de juerga, le entran al manda
gallego, cubata de gin tonic en mano, para bailar con él o algo
parecido. Entonces no hay por dónde cogerlo al muchacho. Le afloran los
años de internado, el tic de la represión, la timidez innata de ese
señor de derechas de toda la vida que quiere desmelenarse de una vez
pero no se atreve porque se sabe observado por todos, mayormente por la
parienta. Ya decía Neruda que la timidez siempre desemboca en la soledad
y ahí es donde ha terminado el presidente, porque cuando se lanza a la
pista con osadía suicida los cortesanos se apartan, dejan solo al rey en
su extravagancia y se dedican a chotearse de él o a sacarle selfies
para filtrarlos a la prensa. Al principio el presidente quiere seguirle
el juego a las chicas que revolotean a su alrededor, dejarse llevar por
la música, darse a la tórrida noche murciana y marcarse un agarrao
antológico con esa guerrera lanzada que le grita tan carajilleramente: "¡Qué éxito Mariano!". Sin embargo, por mucho que se esfuerza no puede,
no le sale, se lo impiden las formas, la educación opusina, el código de
buenas prácticas del PP, el miedo al qué dirán, la hipocresía de la
política, los aznaristas que pretenden jubilarlo por viejo chocho, el
mundo exterior siempre tan hipócrita y hostil, en fin. Mariano baila
como quien rellena un impreso para el Registro de la Propiedad.
Por todo ello, pese a que Raphael suena a
toda pastilla y los mareantes focos de colores camuflan hasta al más
patoso de la discoteca, su actuación siempre termina mal, un desastre
total, un quiero y no puedo, un pretender mostrarse natural, mortal, un
españolito de a pie que se pega sus juergas, pero al final la actuación
le queda falsa, cursi, impostada. La tragedia de Mariano es que cree
llevar un latin lover dentro de sí, un crápula calavera, un macho
hispánico parrandero, pero justo cuando está a punto de soltarlo, de dar
rienda suelta a la bestia que supuestamente lleva dentro, de mostrarse
tal cual él cree ser y convertirse en el rey de la pista, o sea el
Travolta del PP, su superyó freudiano, su lado serio, decente y
responsable siempre termina cortándole el rollo, y lo que debía ser un
baile para gozarlo con naturalidad caribeña deviene en otro acto de
partido cargante, soso, grotesco, ridículo. En política no hay nada
gratuito y hasta una simple boda se convierte en propaganda, solo que en
el caso de Mariano la propaganda le sale por la culata por su mala
cabeza después del vino y su mal pie para la danza. A uno no le gusta
echar mano del refranero español, un recurso siempre demasiado fácil y
manido, pero es que aquí nos viene al pelo: “Alaba al ignorante y hazle
bailar; si no es tonto, tonto le harás terminar”. Alguien, algún asesor
quizá, debería susurrarle al oído al jefe que cada vez que a él le
entran ganas de darse unos bailes frívolos y mundanos, precisamente
ahora que el país no está para fiestas, Rivera le araña un puñado de
votos. ¿Entonces por qué lo hace, señor Mariano? ¿Por qué? Qué sabe
nadie, que diría Raphael.
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