jueves, 19 de mayo de 2016

LA ESPAÑA DE LA COLMENA


(Publicado en Diario16 el 19 de mayo de 2016)

Ahora que acabamos de celebrar el centenario del nacimiento de Cela, no podemos por menos que decir, aunque nos pese, que La Colmena, la obra universal del desmesurado y formidable escritor gallego, está más viva que nunca. Sin saber cómo ni por qué, nos han devuelto a La Colmena cuando parecía que la teníamos felizmente superada, y si abrimos ese libro fundamental por cualquier página, al azar, nos encontraremos con personajes, diálogos y situaciones que se repiten hoy, a esta misma hora, con una exactitud milimétrica, clónica, escalofriante, en cualquier rincón de España.
Seguimos atrapados en La Colmena (en realidad el español siempre vivió hacinado en una colmena sin salida hecha de falsas mieles y miserias) y ese libro nos enseña más de nuestro presente que de nuestro pasado de posguerra, que en realidad no nos queda tan lejos. En esa novela infinita, inabarcable, están inscritos todos nuestros males como individuos y como especie: la España hambrienta y decadente, la picaresca como modo de vida genuinamente hispano, la moral hipócrita, pacata, clerical. El español de hoy, como el de la novela, ha tenido que dejarse el café (demasiado caro), y volver a los vasos de agua que se dan solidaria y gratuitamente en nuestros bares, bares como el Doña Rosa que siempre estaba atestado de miserables, solitarios y perdedores.
Desde Cervantes y el Quijote, la pobreza y la penuria ha sido el gran tema de la literatura española, lo ha sido siempre y siempre lo será, porque aquí nunca cambia nada, porque aunque Rajoy quiera negarlo la gente pasa hambre y frío y no hay trabajo para nadie, al igual que sucede con los pobres insectos humanos de La Colmena. Los personajes celianos que transitan por la novela no tienen dinero para pagarse un alquiler, visten abrigos raídos, escupen como tísicos y tienen que recurrir a comedores sociales, como el gran Martín Marco, uno de los héroes homéricos de la odisea hispana y coral escrita por el gigante de Iria Flavia. En realidad la historia de Cela no tiene un protagonista único. El gran protagonista es Madrid, ese Madrid anónimo, gélido y sombrío de posguerra que se convierte en símbolo atemporal del horror y la estulticia humana. Hasta los escritores de hoy en día se parecen dramáticamente a los de entonces y la mayoría son unos muertos de hambre que han tenido que dejar de escribir para seguir cobrando la pensión, unos locos marginados que no interesa que sigan dando la vara con sus obritas de denuncia social.
Todo lo de hoy se parece trágicamente a aquello a lo que nos remite La Colmena. Las calles grises y enfermas, el mercado negro, la corrupción y hasta las casas de citas, entrañables y familiares como la de doña Jesusa, han vuelto para dar refugio, consuelo y sopa boba a los sin techo. Todos somos ya un poco personajes de Cela, con el miedo al futuro metido en el tuétano y la represión a la orden del día, mucha policía, poca diversión, la ley mordaza dando estopa al rojo y el árbitro futbolero que sale del armario para que lo linche el desgañitado ultra al grito de marica mamón. Cuando salió publicada La Colmena, el cura que hizo el informe de censura se preguntaba sospechosamente: "¿Ataca el dogma o la moral? Sí. ¿Ataca al régimen? No. ¿Valor literario? Escaso". La Iglesia siempre tan acertada en su juicio final. No atina nunca ni en lo divino ni en lo humano. Así que en esas estamos. Con España a un paso de la cartilla de racionamiento, del estraperlo y de su posguerra particular. Ya lo ha dicho Almudena Grandes, maravillosa zíngara de las letras españolas: "Esto no ha sido una crisis, ha sido una guerra". Pues ya nos hemos acostumbrado a caminar entre las ruinas de posguerra y al ladrido lejano de nuestros políticos que corren como perros enloquecidos en mitad de la noche. "Detrás de los días vienen las noches, detrás de las noches vienen los días", se lamenta un personaje de la novela amargado de todo. Así es nuestra colmena española. Aplastante, asfixiante, letal. Tediosa, desesperante, cruda. Pedro Sánchez poniéndole viejas caras nuevas al PSOE con Borrell, Margarita Robles, Jordi Sevilla y Ángel Gabilondo, todos caducados, todos pasados de rosca; Granados en la trena por gastarse un imperio en plumas estilográficas, como Catalina la Grande se lo gastaba en amantes; y el Gobierno entrante y saliente (antes al menos había bipartidismo, ahora solo unipartidismo) vuelve a prometernos el mismo programa de hace cuatro años, que es el de hace ocho y el de hace doce.
Aquí el programa siempre es el mismo, un programa rutinario, recurrente, endémico: machacar a la abeja obrera para que cuatro zánganos de la colmena se den la vida padre. "El trabajo fijo y seguro es un concepto del siglo XIX", dice Rosell, presidente de la patronal, tan frescachonamente. Eso es lo que quiere la elite económica, devolvernos no al XIX, sino a la XIX dinastía de las pirámides esclavistas. Pero como decía el maestro Cela, para mí que es un despropósito muy peligroso eso de no dar de comer a la gente. Así que mucho cuidado con no alimentar al perro porque el perro puede morder la mano de su amo. O lo que es lo mismo: la colmena puede reventar en cualquier momento.

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