(Publicado en Diario16 y en Revista Gurb el 18 de mayo de 2016)
No hay más que poner la radio o la televisión para constatar, fehacientemente, que una nueva profesión ha nacido: los politólogos. Hay politólogos en todas partes y a todas horas, politólogos en las tertulias de la Griso y de Ana Rosa, politólogos en los telediarios, politólogos hasta en la sopa. Ayer mismo entré en el ascensor y me encontré con el vecino politólogo del quinto que iba a tirar la basura. Quiso echarme la charla urgente sobre el último barómetro del CIS y claro, tuve que cortarle por lo sano. Le doy un consejo de buena fe, amigo lector: nunca deje decir la primera palabra a un politólogo o estará perdido sin remedio. Son los nuevos sociópatas de nuestro tiempo. A un politólogo le das los buenos días y te echa una charla sobre las confluencias de padre y muy señor mío que te deja patas arriba y listo papeles para el resto de la jornada. Hoy todos quieren ser politólogos, es lo que mola, lo que vende en la tele, y si antes en las fiestas se ligaba preguntando aquello de estudias o diseñas hoy se le entra a la chai de turno diciéndole estudias o eres politóloga. Hay un overbooking de analistas de la cosa, de politólogos, ya digo. Un exceso, un stock, un pasote. Uno ya no puede dar un paso por la calle sin tropezarse con un politólogo. Siempre van muy repeinados, bien vestidos y arreglados (el chaleco es fundamental) y además de la buena presencia tienen un piquito de oro que para sí lo hubiera querido Sócrates. Manejan la jerga, hacen malabarismos con los números, tiran de encuestas y predicciones. Elaboran teorías muy sesudas que rara vez se cumplen pero todo el mundo les pide opinión, consejo y análisis de última hora. Los politólogos son como aquellos augures de Roma que abrían las entrañas de los pájaros para saber qué iba a pasar en las Galias. Solo que Roma terminó cayendo por los indignados de la época, que eran los bárbaros, sin que los politólogos de entonces, como los de ahora, las vieran venir.
Mi politólogo favorito es sin duda Ignacio Sánchez Cuenca, ese que ha escrito un libro bajo el título La desfachatez intelectual,
donde pone a caldo a los escritores que escriben de política. Dice que
gente como Vargas Llosa, Javier Marías, Fernando Savater o
Pérez-Reverte, nada, cuatro indocumentados que no saben juntar dos
líneas seguidas, y otros muchos, no deberían escribir de política tan
alegremente porque dan contenidos "superficiales, poco meditados y poco
informados" envueltos en un estilo "campanudo, prepotente y muy
tajante". Además opina que no está seguro de que sea bueno que haya "intelectuales de referencia", de modo que andábamos escasos de cultura
pero a partir de ahora, de triunfar estas propuestas extrañas y
coercitivas de la Ciencia Política moderna, iremos en taparrabos
cultural. Por si fuera poco el hombre va y critica que en España los
escritores no hayan salido aún del 98 y escriban todos desde el
pesimismo y el desencanto, como si aquí se pudiera escribir de otra
manera. Todo apunta a que este señor quiere cargarse el columnismo
patrio y secular, tan brillante y potente, que tantas páginas gloriosas
ha dado a la literatura española desde el patriarca Larra, e imponernos
así la dictadura fuerte de los legajos de la Politología, tan
escolásticos, aburridos y coñazo. Si de los politólogos dependiera, aquí
todos hablaríamos raro, marciano, con muchos datos matemáticos, muchas
encuestas y cálculos de probabilidades, eso sí, soltando palabros como sorpasso
que deberían estar perseguidos por la Fiscalía. El señor Sánchez Cuenca
nos quiere poner mirando para ídem en un nuevo alarde de talibanismo
intelectual, cultural, cargándose de un plumazo todo lo bueno que tiene
una columna literaria y política a la vez, y privándonos del último
placer que nos queda ya: sorber el primer café de la mañana con aromas
de escándalo y corrupción mientras se degusta, carajilleramente, un
clásico Vargas, un fino Marías o un ardiente Pérez-Reverte. No parece
que sobren escritores que se metan en harinas políticas en esta España
ágrafa y enferma de incultura, sino todo lo contrario. Lo que sobran son
fantasmas. Y politólogos.
Viñeta: El Koko Parrilla
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