(Publicado en Revista Gurb el 10 de junio de 2016)
Por lo visto, las campañas electorales
han quedado reducidas a un gran entertainment, mero divertimento, puro
espectáculo. Aquí se trata de hacerle gracia al votante, no ya de
convencerlo con programas o propuestas más o menos realizables o
utópicas, sino de contar el chascarrillo, la anécdota o la historieta
más ingeniosa. Los políticos hace tiempo que dejaron de serlo y han
quedado en maestros de la ceremonia de la confusión de nuestra
democracia, clowns más o menos afortunados, showmans más o menos
cachondos. El fenómeno no es nuevo, pero se ha visto agravado con las
redes sociales, donde se sustituye lo serio por lo banal, lo
trascendente por el infantilismo naif de los grandes tuiteros, dueños y
señores de la comunicación digital.
Los candidatos han aprendido ya que
España no se gana en las urnas, sino poniendo un chiste guasón y viral
que lo pete mucho en Twitter, por emplear esa odiosa palabreja de moda
con la que todo el mundo anda obsesionado. Hoy los grandes líderes de
opinión son los tuiteros supermasivos, todos graciosísimos y con nombres
tan prosaicos como Bob Estropajo, La Fea del Baile o Barbiejaputa.
Resignados ya a no poder cambiar las cosas, nuestros políticos aspiran a
parecerse a ellos, a tener tantos millones de seguidores como ellos, a
ser tan jodidamente triunfadores como ellos. Los cuatro aspirantes a la
Moncloa han descubierto el caladero de votos de las redes sociales, pero
no dejan de lado la televisión. El índice de audiencia de El Hormiguero
sube mucho con el político de turno metiendo unas canastas, incendiando
el plató con un experimento absurdo del señor Marron o echándose unos
bailecitos sorayescos. O en la cocina de Bertín arruinando unas
lentejas. Todo ello bien aderezado con unas risas y algunos chistes
malos. Esa horita de cuchipanda televisiva rinde más escaños que
cualquier mitin en una plaza de toros de tronío, que a este paso,
abolidos los morlacos y sin políticos de sobacos sudados, se terminarán
cerrando por falta de actividad. Nuestro futuro como país depende de 140
caracteres más o menos chisposos y con más o menos faltas de
ortografía. Vale más ser gracioso que caer en gracia, ser ingenioso a
todas horas. Rajoy, de momento, no ha sacado su amplio repertorio de
ocurrencias, pero seguro que de aquí al 26J nos dará grandes tardes de
gloria. Como humorista el manda gallego no tiene precio, es quien ha
demostrado más vis cómica. Su lenguaje antiguo y su porte de funcionario
indolente que no se entera de la misa la mitad tienen su tirón y su
público fiel. Rajoy es un maestro en el humor negro, en plan Mihura, y
el humor negro siempre ha vendido mucho en España. El chiste antológico
de Rajoy es ese de que la crisis se ha terminado y ya nadamos todos en
la ambulancia, como decía aquel, cuando medio país está en la ruina y el
otro medio muriéndose de hambre. Eso sí que es un sarcasmo único,
irrepetible, genial.
Nuestros políticos ya no hacen política,
solo humor. Pedro Sánchez aún tiene que encontrar su estilo propio, y
más después de que lo hayan pillado copiándose a sí mismo los mítines en
un extraño caso de autoplagio político compulsivo y narcisista. El
secretario general del PSOE, allá donde va, siempre cuenta el mismo gag:
el de la pareja de cincuentones que se le acerca al salir de las urnas,
ella sociata y él podemita, para darle una de cal y otra de arena. Será
que el hombre anda muy ocupado y solo tiene tiempo para cambiarse de
traje (un día naranja y otro morado) pero no de chiste. A Sánchez habría
que decirle que el peor pecado de un humorista es repetirse, pero si
encima te repites como el ajo es cuando el público huye espantado de la
función. O en palabras de Dani Mateo, corrosivo humorista de El Intermedio: "¿Pedro, cómo vas a liderar el Gobierno del cambio si no cambias de anécdota?".
Por su parte, Pablo y Albert, los
jóvenes de la nueva política española que se nos han hecho viejos de
repente no parece que estén para muchas bromas. Jordi Évole hizo lo que
pudo en el debate para que no llegaran a las manos, aunque terminaron
tirándose a la cabeza la cal viva, los muertos de la guerra civil y
Venezuela entera, con sus selvas, sus conflictos sociales y sus presos
políticos. ¿Qué queda ya del espíritu dialogante y civilizado del Tío
Cuco, aquel bar lleno de buenrrollismo, halagos y palmaditas en la
espalda en el que se citaron por primera vez los dos aspirantes cuando
aún se llevaban más o menos? En política se está en contacto con la
mugre y hay que lavarse para no oler mal, decía el viejo profesor
Tierno. Esa es la mayor lección de vida que han aprendido Iglesias y
Rivera en estos meses de rodaje en la política. Rifirrafes aparte, uno y
otro también tiran de repertorio cómico para atraer a las masas
orteguianas a poco que se les presenta la ocasión. El primero ha contado
el bonito chiste de Marx y Engels, que por lo visto eran
socialdemócratas de toda la vida, no comunistas, y nadie se había
enterado. Hasta ahí podíamos llegar, y Hitler no fue un dictador sino un
socialista convencido, como ha dicho el disparatado Javier Cárdenas,
ese locutor de radio que empezó en la charcutería marciana de Sardá,
ridiculizando a frikis y tarados, y que ha terminado como gran referente
mediático y político del ciudadano confuso y huérfano de ideología, o
sea del ciudadano ultra. Aquí, en este país, el facherío siempre se ha
definido como neutral, que es lo que hacía Franco para no entrar en las
guerras y que es justamente como se define Cárdenas, haciendo buena la
frase del gran Sazatornil de aquella mítica película: “soy apolítico
total, de derechas como mi padre”. Rivera, por su parte, tiene que
rodarse aún, está algo verde el muchacho, y sus bromas resultan algo
forzadas. No está mal el chiste que pone a Rajoy como un podemita más,
jugando a la hipérbole, nuestro recurso literario más español y genuino.
Ahora le ha dicho a la Griso que él nunca se ha metido droga dura en el
cuerpo, quizá para mantener su imagen de chico limpio, decente y
trabajador. Como si para ser un yonqui hubiera que meterse algo químico.
Rivera está colocado de populismo neoliberal, aunque él aún no sea
consciente de su cuelgue, como todo buen yonqui. Aquí todos se echan
unas risas a costa del pueblo, mejor o peor, solo que el humor es una
cosa muy seria, como decía Churchill, una digestión complicada que a
veces se atraganta. De modo que uno ya no sabe si reír o echarse a
llorar. A fin de cuentas, todo es un chiste, eso lo dejó escrito
Chaplin. Nuestros políticos ya están en plena campaña, de bolos por
España, en la road movie del humor. De pueblo en pueblo, de tuit en
tuit, de autobús en autobús. Como aquellos chalados en sus locos
cacharros. Que empiece ya el show que nos vamos a partir la caja.
Ilustración: Artsenal
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