(Publicado en Diario16 el 1 de junio de 2016 y en Revista Newsweek en Español)
Cuando el ciclón electoral estaba a punto de engullirnos, cuando andábamos ya estragados de encuestas demoscópicas amañadas y metidos en falsas guerras contra los peligrosos chavistas venezolanos, surge una de esas historias fuertes, auténticas, conmovedoras, que nos enfrentan con la crueldad y la belleza de la vida. La historia de Harambe, el gorila macho de lomo plateado del zoo de Cincinnati al que han tenido que abatir a tiros cuando se acercaba peligrosamente a un niño.
El pequeño había caído a un riachuelo por un descuido de sus padres y el simio lo zarandeaba como un pelele, entre curioso y confuso, sin entender qué hacía allí, invadiendo su territorio, aquel cachorro estúpido de humano. En cualquier caso no parecía que Harambe quisiera atacar al niño, más bien jugueteaba con él, lo tocaba toscamente, se ponía a su lado y solo una vez llegó a arrastrarlo por el agua con cierta brusquedad, como si en realidad quisiera sacarlo del río. Pero no, no parecía que la intención del gorila fuera despedazar al pequeño. Podría haberlo hecho en cualquier momento de un solo manotazo, la fuerza de un gorila enrabietado puede llegar a ser descomunal.
He visto el dramático video de Harambe con el niño, esos minutos angustiosos, la gente del zoo gritando histéricamente, el gorila imponente, majestuoso, tranquilo, de pie junto al pequeño que lloraba de miedo, y he sentido una profunda tristeza. El animal se sentía fuerte y poderoso, confiado y tranquilo, como tratando de decirnos que no debíamos tener miedo de él porque era el rey del lugar y un rey siempre debe ser justo con el más débil. No podía intuir Harambe que en ese momento otro primate mucho más peligroso que él, un bípedo carroñero, lo estaba apuntando ya con un fusil. Un gorila no ataca a personas si no se siente previamente amenazado, pero un humano es capaz de todo, incluso de matar a otros humanos sin razón alguna, solo por puro placer, incluso es capaz de permitir que mueran ahogados setecientos congéneres tras hundirse un barco en las costas de Lesbos, algo que un simio no haría nunca. Los ojos de Harambe no mostraban ira, ni furia, ni parecían especialmente hostiles hacia el niño. Si acaso revelaban sorpresa ante la extraña situación. Probablemente se comportaba como el patriarca supremo del clan que pensaba en qué hacer con la cría, si sacarla del agua o jugar con ella nada más o quizá entablar uno de esos contactos fraternales entre dos miembros de especies hermanas, uno de esos encuentros misteriosos entre gorilas y humanos que la fascinante doctora Jane Goodall hizo posible tantas veces. Pero el niño lloraba y todos en el zoo estaban muy nerviosos, todos menos Harambe, que no entendía nada. Había varias alternativas: darle comida al gorila para que se olvidara del pequeño, dispararle con un dardo anestésico o dejar que sus cuidadores trataran de convencerlo para que se alejara de allí. Todas las soluciones eran malas y en realidad el magnífico ejemplar estaba muerto desde el mismo momento en que el niño desvalido cayó al río.
He intentado ver el video por segunda vez y no he podido. Quizá sea un blandengue y un sensiblero demasiado influido por aquel fabuloso King Kong en blanco y negro de mi infancia que era injustamente acribillado por los aviones, en la cima del Empire State, por culpa de la estupidez de un hombre que pretendía capturarlo, domesticarlo y encerrarlo en un circo. Hoy no hay circos con gorilas pero hay zoos, que no dejan de ser cárceles para animales y que deberían estar prohibidos sin excepción. Los monos, como las personas, tienen sus derechos, el primero de ellos el derecho a la dignidad y a vivir en libertad en lugares como Guinea, el hogar natural del gran Harambe y de donde nunca debió haber salido. Tras la muerte del espalda plateada, el zoo humano de Internet ha enloquecido como una jaula de grillos, como suele suceder en estos casos. Los animalistas radicales piden cárcel para los padres del chiquillo por homicidio involuntario y algunos han colocado flores a los pies de la estatua del gorila. En el otro lado están los civilizados que anteponen la vida del menor a la del mono, algunos de ellos muy dispuestos a rescatar niños rubios occidentales pero a dejar morir a los niños de las pateras, de piel algo más oscura, pobre y siria. Las redes sociales arden con memes de memos, chistes sin gracia y reportajes más o menos lacrimógenos sobre la tragedia del gorila de Cincinnati. La especie humana ha degenerado mucho desde el mono, y degradando degradando hemos llegado a gente como Bárcenas, Granados, Blesa y toda esa subespecie de homínidos que se arrastra encorvada por los pasillos de Bruselas.
Contemplando semejante espectáculo enfermizo en las redes sociales a uno le dan ganas de que le salga pelo por todo el cuerpo, de que se le arqueen los brazos y las piernas al grito de uh-uh, de transformarse en el sabio y noble orangután, una especie mucho más lista, sensible y avanzada que el hombre. Escribió Borges que los monos son tan inteligentes que no hablan para que no les obliguemos a trabajar y cualquier día son ellos los que se levantan de su humillación y nos ponen al tajo, como en aquella vieja película de Charlton Heston. No podemos entender a los animales porque son mucho más inteligentes que nosotros, piense usted en eso amigo lector cuando vaya a meterse un chuletón de cordero entre pecho y espalda. Por mi parte he intentado ponerme en el lugar de ese vigilante que ha tenido que disparar su arma para acabar con la vida de un ser tan noble y grandioso como Harambe y me he preguntado qué hubiera hecho yo en ese minuto fatal. Quizá hubiera apretado el gatillo sin dudarlo. Nadie en su sano juicio puede dejar que un gorila de doscientos kilos juguetee con un niño indefenso. Eso es lo que me dicta la lógica de la conciencia, pero el corazón me dice que el ser humano ha cometido un nuevo crimen, un crimen tan cruel como injusto. Uno más en la ya larga lista de tropelías del mono desnudo.
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