(Publicado en Revista Gurb el 4 de junio y en Diario16 el 6 de junio de 2016)
Resulta difícil comprender que la gente
pague por ver a dos tipos partiéndose la cara mientras le salpica la
sangre en la camisa y se embriaga con la droga del linimento. Pero el
boxeo es un deporte que ha fascinado al ser humano desde el origen mismo
de la humanidad, no ya por su ritual de exaltación de la violencia,
sino por la literatura fascinante que ha producido (míticos los
artículos de Norman Mailer) las películas inmortales que ha dado (Más dura será la caída y Toro Salvaje)
y sobre todo por las biografías homéricas de unos perdedores que salían
de los ardientes campos de algodón para hacerse un hueco a puñetazos en
un mundo de blancos que les estaba vedado por su raza y el color de su
piel. Hoy nos ha dejado uno de ellos, quizá el más grande, alguien que
no era solo un pugilista sino un líder de masas, un agitador, un mesías.
Una antorcha en medio de la oscuridad racista de los Estados Unidos de
América. Muhammad Ali, gigante de bronce forjado con el barro humillado
de Louisville, se nos va precisamente hoy, cuando más necesitábamos de
su voz de seda y de sus puños de hierro, cuando el xenófobo Trump
amenaza con poner sus botas pestilentes de vaquero inculto en la Casa
Blanca y el racismo se extiende por Europa desde Viena hasta París,
enterrando los nobles principios de la ilustración. Negro, musulmán y
activista por los derechos civiles, lo tenía todo para ser odiado y
amado a partes iguales por la humanidad. "Fui el Elvis del boxeo, el
Tarzán del boxeo, el Superman del boxeo, el Drácula del boxeo. El gran
mito del boxeo", se definió en cierta ocasión. Una figura histórica que
aglutinó todo lo bueno y todo lo malo de la cultura de masas del añorado
y vertiginoso siglo XX.
Nacido en 1942, fue bautizado como
Cassius Clay (en honor a un abolicionista del siglo diecinueve) pero
renegó de ese nombre anglosajón para abrazar el islámico Muhammad Ali.
No hay mayor acto de rebeldía en un individuo que repudiar su nombre de
cuna, mucho más si ese nombre es musulmán. Se dice que su padre, un
pintor de letreros con afición a la bebida, pegaba a su madre, lo que
marcó toda su infancia. Como también le marcó de por vida el asesinato
del joven afroamericano Emmett Till, a quien unos vándalos mataron por
la calle solo por haber silbado a una chica blanca. Educado en la
iglesia bautista, era un joven divertido pero a menudo se le podía ver
leyendo la Biblia en lugar de ir a hacer maldades con los demás
muchachos de la pandilla. Con el tiempo descubrió el secreto de su
fortaleza física, un extraño brebaje a base de agua con ajos y dos
huevos crudos mezclados con leche, que sin duda le daba fuerzas para
entrenarse corriendo junto a los autobuses que llegaban al pueblo.
Cassius tenía doce años cuando un ladrón
le robó la bicicleta y quiso tomarse la justicia por su mano. Un
policía le aconsejó que tuviera paciencia y le enseñó a boxear. Por las
tardes, su hermano Rudy le tiraba piedras para que aprendiera a
esquivarlas y así cogiera agilidad suficiente en piernas y brazos. Con
el tiempo las piedras se convirtieron en puños y empezó a frecuentar los
gimnasios sórdidos de Louisville, donde los veteranos lo miraban con
desprecio no solo porque era un negro fuerte y musculoso, sino por algo
mucho peor: porque era un negro inteligente. Un amateur, un novato, un
sparring, tiene que sufrir muchas insolencias y desprecios en las
palestras de los gimnasios antes de que le den su primera oportunidad.
Fue vapuleado combate tras combate pero pronto aprendió que la derrota
enseña más que la victoria. "Sólo un hombre que sabe lo que se siente al
ser derrotado puede llegar hasta el fondo de su alma y sacar lo que le
queda de energía para ganar un combate que está igualado", sentenció en
cierta ocasión.
Con catorce años ganó su primer título
para novatos y en los Juegos Olímpicos de Roma destrozó la zurda del
polaco Pietrzykowski para colgarse el oro en la final. Cuando un
periodista soviético le preguntó si se sentía víctima de la persecución
racial en Estados Unidos, le contestó: "Entiéndalo: Es todavía el mejor
país del mundo".
Ali estaba llamado a convertirse en
profesional y en campeón mundial. Pronto llegó Nueva York, el Madison
Square Garden, el olimpo que todo boxeador sueña con conquistar algún
día. 10 de febrero de 1962; rival: Sonny Banks, una mala bestia que lo
tumbó en el primer asalto. Cassius probó el sabor de la lona, pero se
levantó, se rehizo milagrosamente y ganó el combate en el cuarto asalto,
como él mismo había predicho. Empezaba a cumplirse la leyenda de un
dios. La prensa se reía de su técnica poco ortodoxa para un peso pesado,
sus manos aparentaban fragilidad pese a que golpeaban con dureza, pero
tenía un don que nadie más poseía, aparte de sus piernas ágiles y
veloces como el viento: estudiaba a sus rivales como nadie, sabía captar
sus puntos débiles y cómo provocarlos con poemas jocosos, antes de los
combates, para sacarlos de sus casillas. Pronto se granjeó el apodo de El bocazas de Louisville
pero en el fondo, quién sabe, puede que todo fuera mera pose,
estrategia deportiva, ya que sin duda era un sensible que no soportaba
el espectáculo de la sangre. "En muchas de mis peleas tenía que mirar a
otro lado para no verla", recordó al final de su carrera.
Triquiñuelas aparte, Ali estaba
predestinado a la gloria. Siguiente hito: 25 de febrero de 1964,
Convention Hall de Miami Beach, Florida. Su contrincante: el campeón
mundial de los pesos pesados, Sonny Liston. Antes de la pelea, Ali
agravia a su rival llamándolo "oso horrible" y "vago" y le amenaza con
comérselo vivo. El duelo es presenciado por millones de personas. Ali
flota como una mariposa y pica como una abeja a Liston, al que gana por
nocaut. El nuevo campeón del mundo baila sobre el cuadrilátero al grito
de "¡tráguense sus palabras! ¡tráguense sus palabras! ¡soy el mejor!
¡soy el mejor! ¡soy el rey del mundo" y el planeta se entera de quién es
ese tal Cassius Clay que ha salido de la cabaña del Tío Tom para
imponer su reinado de fuerza. Al día siguiente, ante el estupor de
todos, cambió de nombre de manos del líder de la Nación del Islam. Había
nacido Muhammad Ali, El amado de Dios que repudiaba su apellido de esclavo porque él "no lo había elegido".
Y así fue como el amado de Alá fue de
victoria en victoria hasta la secuencia final: el histórico combate con
George Foreman en Kinshasa, La pelea de la selva, como fue
bautizado el choque. El 30 de octubre de 1974 todos creían que sería una
velada corta. Ningún mortal podía soportar el ataque cerrado de puños
de Foreman, a quien sus rivales no le duraban más de dos asaltos. Para
calentar la cosa, Ali le dice a su antagonista que pelea "como una
niña". Cuentan las crónicas que Foreman se lanzó contra Cassius Clay con
una furia incontenida, carnívora, animal. Por momentos parecía que iba a
destrozarlo. Como podía, Ali se agarraba a la nuca de su enemigo y le
susurraba que sus golpecitos no le hacían ningún daño. En el octavo
asalto, cuando Ali parecía acabado, contraatacó y noqueó a Foreman,
proclamándose por segunda vez campeón mundial de los pesos pesados. Fue
la pelea del siglo, el primer evento deportivo retransmitido a todo el
planeta, sentando las bases de la globalización del deporte y las
telecomunicaciones y abriendo un nueva época del periodismo, ya que un
escritor inmortal, Norman Mailer, dejó algunas crónicas antológicas
sobre el gran acontecimiento deportivo, entre ellas El combate. En la rueda de prensa, Ali eludió contestar a las preguntas de los periodistas sobre su retirada.
Pero el final estaba cerca. El 26 de
junio de 1979 el boxeador tiraba la toalla. "Estoy exhausto, no tengo
nada que probar… creo que es lo mejor, retirarme como campeón… como el
más grande. Creo que esto significa mucho para los afroamericanos, y
también para la historia", aseguró en un comunicado. El deportista
estaba acabado, pero nacía el activista comprometido con los derechos de
los negros. Su orgullo de afroamericano y su fe en el islam le
granjearon millones de seguidores en todo el mundo. Ali se convirtió en
un símbolo de resistencia del negro contra el racismo blanco y abrazó la
doctrina de Alá en 1961, de la mano de la Nación del Islam y de Malcom
X, con quien fraguó una intensa amistad en aquellos convulsos años
sesenta. Malcom veía la victoria de Ali sobre Liston como una metáfora
del poder superior del islam sobre el cristianismo. Era el boxeo como
guerra de guerrillas contra el poder blanco, como cruzada religiosa,
pero finalmente los dos amigos acabaron distanciándose después de que
Malcom X hiciera unos comentarios inapropiados sobre el asesinato de
Kennedy. Años más tarde, cuando las Torres Gemelas volaron por los
aires, Ali luchó para propagar la idea de que el islam es una religión
de paz e incluso llevó a cabo colectas para las víctimas de los crueles
atentados terroristas.
Pero el auténtico giro en su carrera
llegó en 1966. Entonces él era campeón del mundo y la guerra de Vietnam
estaba en su punto más crudo y álgido. Ali fue llamado a filas pero se
negó a ir al frente apelando a su objeción de conciencia y a los
preceptos del islam. "Pregunten todo lo que quieran sobre la guerra de
Vietnam, siempre les cantaré esta canción: No tengo problemas con los
Viet Cong porque ningún Viet Cong me ha llamado negro". Fue el primer
gran personaje público en pronunciarse contra la guerra (Martin Luther
King lo hizo un año después) y aquello le enfrentó radicalmente con el
Gobierno de los Estados Unidos. Se convirtió en un héroe en su país y en
todo el mundo, incluso en aquellos lugares donde el boxeo ni siquiera
era un deporte conocido. El día que acudió a la caja de reclutas de
Houston se negó a ponerse en pie hasta por tres veces cuando fue llamado
por su nombre. "No voy a recorrer diez mil kilómetros para ayudar a
asesinar a un país pobre simplemente por continuar con la dominación de
los blancos sobre los esclavos negros", dijo con orgullo. Las
represalias no se hicieron esperar. Lo amenazaron con cinco años de
cárcel y una multa de diez mil dólares y la Comisión Atlética de Nueva
York le quitó la licencia para boxear. Finalmente fue condenado, pero el
titán de bronce de Louisville se dedicó a dar conferencias por las
escuelas de todo el país explicando su posición política y personal y su
no a la guerra. Los atletas negros se sumaron a las protestas
antirracistas y amenazaron con boicotear los Juegos Olímpicos de México
68. Finalmente, la Corte Suprema le dio la razón en su decisión de no
alistarse. La presión era alta, los americanos perdían la guerra en
Vietnam y las protestas estudiantiles y hippies por los derechos civiles
hicieron que los vientos cambiaran y soplaran a su favor. Su activismo
fue intenso e incansable: visitó a Mandela, se negó a pelear en la
Sudáfrica del Apartheid, ayudó a liberar rehenes en la guerra de Irak,
fue nombrado mensajero de la paz por la ONU… Deportista de fama mundial y
activista, Ali ha sido sobre todo un icono del siglo XX equiparable en
poder de influencia a Elvis Presley, Marilyn Monroe o JFK. Tiene una
estrella en el paseo de la Fama, le han dedicado canciones y relatos y
hasta fue personaje de un cómic en el que llegó a pelear contra
superhéroes inmortales. Hay quien dice que arrojó la medalla olímpica
ganada en Roma al río Ohio en un ataque de furia porque no le atendieron
en un restaurante de Kentucky por ser negro. A fin de cuentas el boxeo
no es más que un montón de hombres blancos viendo cómo un hombre negro
vence a otro hombre negro, tal como dijo él mismo. En los últimos años
de su vida inició una nueva pelea de concienciación social, la última de
todas, en su lucha contra el Parkinson, la enfermedad que finalmente se
ha llevado a la tumba al dios de ébano, a Cassius Clay. O mejor dicho, a
Muhammad Ali, porque Cassius Clay era el nombre de un esclavo y él era
un hombre libre. Un luchador universal, el Superman de los negros.
No hay comentarios:
Publicar un comentario