(Publicado en Revista Gurb el 17 de marzo de 2017)
Lo de la familia real española se parece
cada vez más a Falcon Crest, el culebrón aquel sobre los millonarios de
los viñedos yanquis que tanto nos entretuvo en nuestra juventud, allá
por los locos y felices ochenta. Amoríos secretos, faldas y pantalones,
cuernos y divorcios, ruinas y miserias, trincamientos a manos llenas,
yates a la deriva, palacetes embargados y fortunas venidas a menos.
Aquello de los ricos también lloran, pero con coronas y dinastías. Los
inquilinos de Zarzuela nos están demostrando que son tan mundanos como
cualquiera de nosotros y eso los desacraliza, los desmitifica y los
convierte en mortales, para befa y mofa del pueblo español, siempre
dispuesto a hacer sangre, chirigota y chascarrillo de los ídolos caídos.
Por lo pronto tenemos a un yernísimo
empapelado sin fianza ni confianza, a una hijísima mancillada en el
exilio suizo, a un nietísimo con gorra de béisbol que ejerce de
macarrilla desestructurado de discoteca y a un anciano Rey emérito a
quien el CNI −o quizá la mafia policial confidente de Inda que anda
intrigando por los mentideros de Madrid−, acosa y persigue para sacarle
grabaciones, pelos, señales y una recua interminable de queridas,
enamoradas y mantenidas. Después de Corinna vino Bárbara y después Marta
y después… quién sabe lo que vendrá después. ¿Un dosier secreto sobre
Gracita Morales? ¿Una foto tórrida con Florinda Chico? Cada mañana nos
levantamos con una mujer nueva, como los poetas malditos, cada día nos
enteramos de otra dama sorpresa que fue tratada como una reina en las
alcobas de los tiempos. Para mí reina no habrá más que una, doña Sofía,
que es una señora de los pies a la cabeza en toda su discreción, porte,
elegancia e inteligencia macedonia. Por algo será que es griega y no
española. Aquí no somos de refinadas filosofías atenienses, aquí somos
más de hurgar y despellejar las vidas de reyes, folclóricas y toreros, y
en eso nos entretenemos los españoles a lo largo de la historia. De don
Juan Carlos siempre hemos sospechado que no solo disparaba su trabuco
contra elefantes y rinocerontes, sino contra todo lo que se meneara, con
tal de que tuviera nombre femenino de perfume caro, picadero en Madrid y
la lengua bien sujeta. El derecho de pernada es lo que tiene. Parecía
que con Carlos de Inglaterra y el támpax de Camila Parker, más las
cogorzas del príncipe Harry, lo habíamos visto todo sobre las realezas
decadentes de esta vieja Europa que se deja seducir por el fascismo.
Pero faltaba nuestro Juan Carlos, patriarca de esta última España
enmerdada y devaluada a punto de la defunción secesionista. Quién lo ha
visto y quién lo ve. Quién reconoce a este hombre que manejaba con pulso
fuerte y prudente a la indómita y cainita tribu española. En un abrir y
cerrar de ojos, su majestad ha pasado de héroe del tejerazo a bribón de
palacio, de arquitecto de la democracia a donjuanillo en horas tristes,
de monarca respetado y hasta querido a ligoncete condelecquio de prime
time. De personaje icónico del siglo XX a carnaza fácil para Jorgeja y
su cuadrilla de muletillas, rejoneadores y gacetilleros rosa. Para eso
se ha quedado el rey, antaño majestuoso mirlo blanco, hoy pajarito
suelto que vuela con periquitas.
En apenas un momento, el emérito se ha
cargado su propia leyenda y eso tiene mérito. Todo el mito, toda la
historia legendaria que supo trabajarse entre tanques conspiradores y
generalotes traicioneros se le ha caído encima en un instante fatal y
ahora al viejo monarca, atrapado por su pasado, como en aquella película
de Pacino, Carlito’s Way, se le revuelve la maldición de la dinastía
borbona, o sea el panteón de antepasados que hundieron España
secularmente y que parecía ya superado, los inútiles carlillos y
absurdos felipillos, los cerriles absolutistas, los reyes pasmados y
embrujados, los bastardos que florecieron como setas, los rezongones e
ineptos, las camarillas de villa y corte, los validos, vendepatrias y
parientes que salieron por piernas, llevándose la vajilla y el cristal
de Bohemia, en medio de la noche subversiva y republicana. Don Juan
Carlos, ya jubilata, ya abdicado del trono y de la vida, ya corcovado y
achacoso, ha pasado de las andanzas y memorias triunfantes contadas por
Villalonga, Anson o Peñafiel –nobles hagiógrafos del régimen– al cadalso
de neón del Sálvame Deluxe, al papel cuché que cada día está
más rancio y barato, a los cronicones negros de espías, maderos,
plumillas y tertulianos coñazo del Ferreras, hombre de negro que nos
trae la mañana judicial, funesta, escandalosa. Don Juan Carlos pidió
perdón en una ocasión, aquello tan campechano y juancarlista de "me
equivocao, no volverá a ocurrir", y eso le honra. Solo que un pueblo
nunca perdona ni olvida, mucho menos el español. "Sueña el rey que es
rey, y vive", decía Calderón. Y tanto que ha vivido. Menuda vidorra.
Viñeta: Becs