(Publicado en Revista Gurb el 3 de marzo de 2017)
En las dos últimas semanas, varias
decisiones adoptadas por los tribunales sobre grandes asuntos que
afectan al funcionamiento del sistema democrático han puesto en
entredicho la independencia judicial en España. Las sentencias por el
Caso Nóos y el escándalo de las tarjetas black, la sustitución
fulminante del fiscal superior de Murcia, Manuel López Bernal –cuando
investigaba al presidente de la Región, Pedro Antonio Sánchez, por su
supuesta implicación en un caso de corrupción–, y la decisión del
Tribunal Supremo de desestimar la demanda del exjuez Baltasar Garzón en
la que solicitaba exhumar los restos mortales de Franco y de José
Antonio Primo de Rivera del Valle de los Caídos como paso previo a
convertir el mausoleo del franquismo en un museo de la memoria histórica
han hecho planear sobre los juzgados y tribunales españoles la
sospechosa sombra de la parcialidad.
El rosario de resoluciones polémicas se
abrió el pasado 18 de febrero, con la sentencia de la Audiencia
Provincial de Baleares sobre el caso Nóos que condena a varios de los
encausados a penas cuanto menos benignas. Así, la infanta Cristina, hija
del rey emérito Juan Carlos I, ha salido absuelta, tal como se preveía,
de un juicio que ha dañado seriamente la imagen y la credibilidad de la
Casa Real, mientras que el marido de la duquesa de Palma, Iñaki
Urdangarin, fue condenado a una pena de seis años y tres meses de
prisión, cuando el fiscal solicitaba 19 años y medio para él. La
sensación de cambalache se completó al día siguiente, cuando el fiscal
ni siquiera pidió prisión preventiva para el marido de la infanta,
permitiéndole eludir la cárcel al considerar que en ningún momento
existe riesgo de fuga. El fallo ha puesto en evidencia aquellas palabras
de Juan Carlos I, quien en un discurso de Nochebuena se esforzó por
dejar claro que la Justicia en España "es igual para todos". Hoy, años
después de aquella alocución navideña del monarca y tras conocerse la
sentencia histórica del Caso Nóos, una gran mayoría de españoles duda de
que la Justicia sea realmente equitativa e imparcial y se extiende
peligrosamente la idea de que hay un Código Penal para ricos y otro para
pobres.
Este presentimiento general aumentó
horas después, cuando la Audiencia Nacional dio a conocer la sentencia
por el escándalo de las ‘tarjetas black’, una resolución que nuevamente
recayó de forma cuanto menos indulgente y laxa contra los grandes
hombres del poder político y financiero que llevaron al desastre
económico a este país. Así, los magistrados condenaban a cuatro años y
seis meses de prisión a Rodrigo Rato, exvicepresidente del Gobierno con
Aznar y presidente del Fondo Monetario Internacional, y a otros seis
años de cárcel a Miguel Blesa, máximo responsable de CajaMadrid, una
decisión que contrasta con los graves delitos de los que fueron acusados
inicialmente. El caso de las ‘tarjetas black’ es especialmente
sangrante, ya que mientras los ciudadanos españoles sufrían los rigores
de la crisis y los duros recortes ordenados por el Gobierno de Mariano
Rajoy y por Bruselas, los ejecutivos de la entidad financiera madrileña
despilfarraban a espuertas el dinero de los ahorradores, dinero que
destinaron sin rubor a gastos superfluos como comilonas, viajes de
placer y salas de relax. Si había un asunto sucio que merecía que la
Justicia española actuara con toda contundencia y rigor, imponiendo las
penas más duras contra los acusados, era el de las ‘tarjetas black’,
pero llama la atención que los magistrados no solo no hayan hecho recaer
sobre los procesados todo el peso de la ley, sino que salvan la
sentencia con penas absolutamente simbólicas que a buen seguro
permitirán que los autores del mayor desfalco financiero de la historia
de España pasen por la cárcel como ese millonario que pasa unas cortas
vacaciones en un balneario, que es lo que parece la prisión de alta
seguridad de Alcalá Meco, en ciertos aspectos un hotel de cinco
estrellas para muchos ladrones de guante blanco. Con todo, ni Rato ni
Blesa parece que vayan a entrar en prisión, al menos por el momento, lo
que contribuye a aumentar la sensación de impunidad y de que en este
país hay una Justicia para el que tiene dinero y otra para el robaperas.
Pero las rebajas judiciales para los
señores poderosos de la vida pública española no han quedado ahí. Apenas
unos días después de conocerse estas resoluciones cuanto menos
cuestionables, el fiscal general del Estado ordenaba la sustitución
fulminante del fiscal superior de Murcia, Manuel López Bernal, empeñado
en sentar en el banquillo de los acusados al presidente murciano, el
popular Pedro Antonio Sánchez, supuestamente implicado en un asunto
turbio en tierras murcianas. El cese inesperado de López Bernal es sin
duda un aviso para navegantes que lanza la Fiscalía General del Estado a
todo aquel fiscal que se atreva a emplearse a fondo con la delincuencia
de altos vuelos. Bernal ha llegado a denunciar injerencias y presiones
de sus superiores para que abandonara su investigación, una denuncia que
de ser cierta no solo resultaría escandalosa sino además intolerable en
un Estado de Derecho. Hace ya tiempo que la Fiscalía General del Estado
se ha convertido en el brazo armado del Gobierno, quebrando el
principio de separación de poderes y poniendo en entredicho su
imparcialidad. El ministerio fiscal debería ser objeto de una reforma en
profundidad que permitiera a los fiscales investigar sin ser sometidos a
consignas ni directrices, dotando a este organismo de medios humanos y
materiales para que pueda ejercer su labor, que no es otra que la de
promover la acción de la Justicia en defensa de la legalidad. Sin
embargo, resulta más que evidente que ni al PP ni al PSOE le ha
interesado nunca una Fiscalía libre e independiente y tras largos años
de nombramientos a dedo de fiscales generales sumisos y adocenados,
cuando no amigos íntimos del partido en el poder, hemos llegado a una
situación crítica, con fiscales que se quejan de que son presionados y
que incluso ven cómo su casa es asaltada por desconocidos en medio de la
noche, como en los peores años veinte de la mafia de Chicago. El propio
exfiscal Anticorrupción Carlos Jiménez Villarejo ha alertado ante las
manipulaciones y presiones que están sufriendo sus compañeros de
carrera, una situación que causa estupor y que dice muy poco de la
calidad democrática de nuestro país. Por su parte, el ministro de
Justicia, Rafael Catalá, debería haber salido de inmediato en defensa de
los miembros del poder judicial que se sienten atacados, ordenando
abrir una investigación con depuración de responsabilidades. Sin
embargo, su tibieza ante la denuncia de López Bernal, su consentimiento
por acción u omisión, deja bien claro de qué pie cojea el señor
ministro.
Y faltaba la perla en una semana negra
para la Justicia española. En una sentencia no por esperada menos triste
y preocupante, el Tribunal Supremo ha rechazado exhumar los restos
mortales del general Franco y de José Antonio Primo de Rivera, tal como
demandaba Baltasar Garzón como paso previo a convertir el mausoleo
franquista en un museo de la memoria histórica (donde no hubiera
vencedores ni vencidos) o en un centro de interpretación para mostrar a
las generaciones futuras los desastres a los que nos condujeron
regímenes totalitarios como el que impuso el general Franco durante el
pasado siglo XX. Sin duda, con esta decisión el Supremo ha perdido una
oportunidad única de democratizar no solo el Valle de los Caídos, sino
la propia ideología de algunos de sus magistrados, que con decisiones
como esta demuestran o bien que tienen miedo a la democracia o lo que
sería mucho peor y más trágico para este país, que sienten cierta
nostalgia de tiempos pasados. A menudo suele decirse que la Justicia
española es conservadora. Esta semana se ha demostrado que esta
afirmación no está demasiado lejos de la realidad. Un juzgado que
absuelve a una infanta por ser quien es y de paso lima las penas de un
grupo de poderosos implicados en tramas corruptas organizadas como
fueron el caso Nóos y las tarjetas black; un fiscal jefe que liquida a
un subordinado por hacer bien su trabajo y enfrentarse al poder corrupto
de un cacique; y un Tribunal Supremo rancio y temeroso a la hora de
desmantelar un mausoleo construido a mayor gloria del fascismo. Tres
casos demoledores. Tres casos clarificadores de en qué manos estamos.
Tres casos que hacen temblar los frágiles cimientos de la democracia
española.
Viñeta: El Petardo y L'Avi
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