(Publicado en Revista Gurb el 6 de diciembre de 2017)
La anulación de la orden internacional
de detención contra Carles Puigdemont y los cuatro exconsellers
refugiados en Bélgica –dictada por el juez del Tribunal Supremo, Pablo
Llarena–, ha provocado sorpresa en el mundo político y judicial. La
retirada de la euroorden permitirá a los prófugos moverse con entera
libertad por cualquier país extranjero, aunque podrán ser detenidos en
el momento en que pongan sus pies en España. Juristas y expertos en
Derecho Internacional tratan de interpretar qué razones han podido
llevar al magistrado Llarena a tomar la decisión de exonerar a los
huidos de la amenaza que suponía para ellos la posibilidad de ser
extraditados por Bruselas y ser juzgados en España por los delitos de
rebelión, sedición y malversación de caudales públicos. Unos creen que
la medida, pese a que en principio puede parecer beneficiosa para el
president de la Generalitat y los suyos, supone un paso más en la
operación de acorralamiento de los fugados (no en vano, a partir de
ahora a Puigdemont y sus colaboradores solo les quedarán dos opciones: o
permanecer en Bélgica por una larga temporada o regresar a casa, en
cuyo supuesto serían inmediatamente detenidos y enviados a la cárcel).
Otros, los más duros y críticos con el auto del juez, consideran que su
decisión no solo da oxígeno a los independentistas sino que supone "abrir la mano para dejar volar a los pájaros". De hecho, el abogado del
expresident catalán ya ha asegurado que su cliente no volverá a España
de momento para evitar así la prisión provisional.
En cualquier caso, la decisión de
Llarena se antoja calculada y estratégicamente efectiva, ya que pone la
pelota en el tejado de Puigdemont para que sea él mismo quien decida qué
quiere hacer con su vida, si desea regresar o quedarse indefinidamente
en su frío exilio bruselense. De esa manera, al dejar en libertad al
expresident para que decida su futuro −nunca mejor dicho−, la Justicia
española muestra su lado más flexible y generoso que pone en entredicho,
una vez más, la demagogia habitualmente utilizada por los
independentistas cuando tratan de identificar al Estado español con un
país neofascista. La decisión de Llarena demuestra que Puigdemont, pese a
que es un problema para España, no es una obsesión que quite el sueño a
los magistrados del Tribunal Supremo. Al anular la euroorden, el juez
le está enviando un mensaje claro y rotundo al líder del PDeCAT: no
consideramos que usted, señor honorable expresident del Govern, sea un
peligroso terrorista a quien haya que detener a toda costa, cuanto antes
y cueste lo que cueste, ni un mafioso sanguinario, ni un
narcotraficante poderoso, simplemente un político que un buen día se
obnubiló en su delirio, se creyó su papel de líder de la resistencia de
la patria catalana, se lio la manta a la cabeza y se echó al monte
irreflexivamente, como un maquis del siglo XXI. Por supuesto, nada de
eso era cierto ni real, solo una especie de alucinación transitoria (o
permanente) del honorable que tiene sus momentos de euforia y sus
bajones depresivos. En realidad Puigdemont ni era el enemigo público
número uno de España, ni un Charles de Gaulle que luchaba contra el
supuesto fascismo español, ni un héroe de guerra que estaba arriesgando
su vida por la patria en una supuesta fuga trepidante en la que le
pisaban los talones las tropas de Franco, los falangistas y los
siniestros espías de la Gestapo. Esa paranoia anacrónica, esa vuelta
enfermiza al 36, ese remember histórico, solo estaba en la cabeza del
president, y por eso nadie, ni en España ni en Europa ni siquiera el New
York Times, le ha comprado la película bélica de bajo presupuesto y
escasa credibilidad. Tras pasar varias semanas en el supuesto exilio de
Bruselas y haber tenido tiempo suficiente para pensar, el mismo
Puigdemont, que no es tonto sino más bien un hombre inteligente, se
debería haber dado cuenta de que su estrategia de internacionalizar el
conflicto apelando al victimismo de los pobres catalanes sojuzgados y
oprimidos por el brutal totalitarismo español, no ha dado el resultado
que esperaba, de modo que el único que ha hecho el ridículo con su
disparatado remake de la guerra civil española que nadie se traga ha
sido él. De ahí que el Supremo, más allá del lenguaje oscuro y complejo
que emplea en sus resoluciones, lo que le está diciendo a las claras a
Puigdemont es esto: “ya se cansará usted de vivir la loca aventura de
héroe solitario de entreguerras. Ya se dará usted cuenta de que no es
aquel Rick Blaine de Casablanca que luchaba contra los nazis,
por mucho que se empeñe en emular a Bogart cuando camina por las calles
belgas con el cuello subido del gabán. Ya volverá a España si quiere, y
si no quiere hacerlo allá usted, quédese en Bruselas, que se vive muy
bien, aunque sea una ciudad llena de burócratas aburridos”. Ese
ejercicio de relativización de la huida de Puigdemont que ha hecho
contra todo pronóstico la Justicia española resta épica al personaje,
empequeñece su supuesta aura de mesías y lo pone en su sitio, que no es
otro que el de un turista accidental, burgués y desocupado, que pasa
unas largas vacaciones en Centroeuropa.
Si Puigdemont fuera un político sensato y
racional y no un visceral amasijo de nervios patrióticos con piernas,
debería aceptar que su momento ya ha pasado, que el procés, tal
como él lo diseñó, desde la perspectiva unilateral, ha resultado ser un
fiasco, y que aquí lo que toca es dar un paso a un lado y dejar que
otros inicien un nuevo tiempo marcado por la reconstrucción del diálogo y
las instituciones catalanas perdidas tras la aplicación del 155. Llevar
de nuevo la normalidad a Cataluña, en fin. Sin embargo, la tozudez es
el peor enemigo de un gobernante y Puigdemont, consciente de que estamos
en plena campaña electoral y la noticia de la retirada de la euroorden
podía reportarle un puñado de votos entre los independentistas que aún
creen en él, no ha tardado ni veinticuatro horas en convocar una rueda
de prensa para comparecer ante los medios de comunicación y aparecer
como vencedor en su litigio contra la aborrecible España, que ha
terminado claudicando y poniéndose de rodillas ante el valiente chico de
la película. Si finalmente España ha retirado la euroorden contra él ha
sido sin duda para "no hacer el ridículo internacional", por "cobardía"
y porque le ha tenido "miedo" al president. Una vez más, estamos ante
la ensoñación casi literaria, ficcional, de un hombre que se ha metido
tanto en el papel de héroe que ha terminado creyéndose el rol. Esperemos
que no termine durmiendo en un ataúd como le pasó a Bela Lugosi tras
muchos años de interpretar al Conde Drácula. Eso de vivir atrincherado
en castillos góticos como el Palau de Sant Jordi conlleva sus riesgos y
uno acaba perdiendo la noción del espacio y del tiempo. De cualquier
manera, que sea Puigdemont quien hable de "miedo" del Estado español no
deja de ser soprendente, ya que fue precisamente a él a quien, al día
siguiente de proclamar la gloriosa república independiente de Cataluña,
le temblaron las canillas y salió huyendo a Bruselas para no ser
arrestado por rebelión, mientras otros compañeros del Govern, como su
vicepresidente Oriol Junqueras y otros consellers, decidían quedarse
para comerse el marrón de Estremera.
En todo caso, se equivoca el expresident
de la Generalitat en su empeño por seguir manteniendo el pulso con el
Estado español. Debería darse cuenta de que su estrategia unilateral, su
estrambótica declaración de independencia sin ningún valor jurídico, no
va a ninguna parte porque se ha agotado en sí misma. Puigdemont está
amortizado, por mucho que pretenda volver a presentarse a president como
un Tarradellas revivido, solo que su exilio no ha estado tan afectado
de penurias, hambres y miserias como lo estuvo el viejo y gran patriarca
de la Generalitat, sino más bien lleno de tranquilos paseos matutinos
por Bruselas, conferencias en el Club de Prensa, jugosos capuchinos y
exquisitos chocolates y hoteles con encanto. Cuenta hoy la prensa que
muchos en el PDeCAT (antes Convergència, hoy Junts Per Catalunya, quién
sabe cómo se llamará ese partido dentro de un cuarto de hora) ya no
quieren saber nada de un hombre que ha llevado a la derecha catalanista y
pactista a la ruina total por su obcecada deriva secesionista. Lo mejor
que podría hacer ahora Puigdemont es afrontar que el procés
tal como él lo había concebido está muerto y enterrado y asumir que todo
ha sido un tremendo dislate que ha conducido a millones de catalanes a
un callejón sin salida, a la confrontación social entre dos bandos y al
éxodo masivo de empresas y bancos. Tal ha sido el temporal político que
ha desatado este Harry Potter del independentismo catalán.
Dicho lo cual, váyase a casa, señor
Carles, relájese en la piscina de Soto del Real, prepare su defensa que
le vendrá bien, supérelo, deje atrás su etapa de cuatrero del Parlament,
el runrún del procés, la matraca de una independencia que no puede ser
posible mientras tenga en contra a la mitad de su ciudadanía. Eso sí,
hacer campaña electoral a miles de kilómetros de distancia, mediante el
plasma, el holograma y el tuit apresurado ha sido todo un hallazgo, toda
una innovación de la política en estos tiempos de posverdad.
Ciertamente, le ha quedado muy moderno y muy milenial y seguro que habrá
un antes y un después. Por algo tenía que pasar usted a la historia.
Viñeta: El Koko Parrilla
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