(Publicado en Revista Gurb el 15 de diciembre de 2017)
Más de setecientos millones de fraude,
cientos de investigados, dos presidentes andaluces en el banquillo de
los acusados, un sindiós político, otro desmadre, en fin. Eso es lo
que queda del caso de los ERE, el formidable escándalo de corrupción que
ha asolado a los andaluces durante más de una década y que empieza a
juzgarse estos días en la Audiencia Provincial de Sevilla. Sin embargo, y
pese a la gravedad de los hechos, el juicio ha quedado eclipsado por
otros que, por lo visto, tienen mucho más glamur y más thriller. Aquí,
en esta España que se nos descascarilla, no solo hay comunidades de
primera y de segunda, naciones históricas y sin historia, sino también
una corrupción de relumbrón, de guante blanco y altos vuelos y otra
inferior, más rateril y zíngara si se quiere, que viste menos y no
interesa a nadie, ni siquiera a la prensa. Siempre ha habido clases y el
mundillo del hampa política que se lo lleva muerto no iba a ser menos.
El caso de los ERE, pese a que nos ha
costado a los españoles una mina de oro, parece pasar desapercibido
porque, según dicen los tertulianos plomizos de Ferreras, entra dentro
de lo que sería la "corrupción de reparto", no de apropiamiento con
lucro, como si hubiera un robo malo y repudiable y otro inofensivo con
el que somos más tolerantes y condescendientes. En el fondo, de lo que
estamos hablando aquí es de la condición humana del español, clasista
hasta en el crimen. Si nos roba un cacique o una princesa ponemos el
grito en el cielo, pero si lo hace un pobre diablo con muletas y sin
dientes es picaresca, aventura clásica, y decimos aquello de "qué listo
el jodío, y yo que pudiera hacerlo". Nos guste o no, seguimos sin tener
conciencia de que el dinero público es de todos, con independencia de si
nos lo quita un traje de Hugo Boss o un mono de faena comprado en
Alcampo. Si el que nos roba la guita es un señor con abrigo Chesterfield
de cuello terciopelo eso resulta mucho más excitante informativa y
hasta literariamente que si el palo nos lo da el funcionario gris de una
consejería aburrida en algún negociado del endogámico cortijo andaluz.
Nos hemos acostumbrado al atraco y al crimen en plan espectáculo, como
el cine y el fútbol, y nos fascina cuando lo perpetra un banquero del
FMI que con sus pulgares mueve los hilos del mundo o un Bárcenas
engominado que trasiega maletines a Suiza, como en una película
trepidante de James Bond, mientras que nos aburre el menudeo burocrático
de un oficinista calvo, un chupatintas callado y tímido rodeado de
montañas de impresos y papelamen anodino que nerviosamente se atreve a
meter la mano en el cazo durante su cuarto de hora del almuerzo, entre
cuño y cuño y bocadillo de sardinas.
Damos por hecho que lo mismo que hay
ricos y pobres hay una derecha poderosa que roba por vicio y una
izquierda muerta de hambre que roba para comer; una corrupción Vip que
fascina al personal y otra proletaria, menesterosa y de supervivencia
que interesa menos porque carece de los ingredientes básicos para ser un
best seller de éxito en plan Agatha Christie. El burgués, como lo tiene
todo en la vida y dispone de tiempo para pensar, deja crímenes mucho
más refinados, sofisticados y fascinantes. El pobre, más preocupado por
sobrevivir, deja el navajazo hambriento, el delito de chabola pestilente, el robo
por necesidad –el de los ERE no deja de ser un hurto famélico solo que a
lo grande por el nutrido número de cómplices que chupaban de la teta
del Estado– aunque a Dostoievski le saliera redondo su Crimen y castigo con
una trama sobre parias desclasados. Hace poco me decía mi buen amigo
Alejandro Gallo, maestro de la novela negra, que un relato policial no
es tal si a los cinco minutos no hay un fiambre caliente sobre la mesa, a
ser posible bien sangriento. Pues lo mismo sucede en la vida real. Si
un caso de corrupción no tiene su puntito de poder, de vicio, de
Ferraris, de paraísos fiscales, de yates, de coca, de volquetes de
putas, de grabaciones del CNI, de lujo y a ser posible un muerto como
dios manda paseándose por los despachos del Gobierno, como un topo
infiltrado, no engancha al ciudadano, no estimula su interés y es un
fracaso informativo y editorial, por mucho que los Chaves, Griñán y su
clan de funcionarios muermos nos vayan a dejar un agujero insondable de
casi ochocientos kilos de vellón, quizá el atracón más gigantesco de la
historia de la democracia. Y ustedes me dirán: pero en el caso de los
ERE había un chófer de la Junta de Andalucía que traía y llevaba la
droga para sus jefes. ¡No me compare usted, oiga! Eso es menudeo, las
rayitas para la fiesta, yonkarras de barrio marginal. Para mí que el
macrocaso andaluz será un bluf de juicio, dará para un titular mal
puesto el primer día y luego a la columna de breves, entre los deportes y
el cotilleo, y si no al tiempo. Que el fiscal no nos cuente historias
sobre rudos bandoleros de la Sierra Morena socialista traficando con
fondos estructurales, planes de empleo, solicitudes amañadas, falsos
informes de reconversión y prestaciones sociales de no sé qué ventanilla
de la Consejería de Industria y Empleo porque eso no le interesa a
nadie. ¿Dónde están los gánsters de verdad, los testaferros, los espías,
los cuernos lujuriosos, los cochazos, las joyas aristocráticas, las
palmeras de Delaware, los cuadros de Miró y todo eso que sueña con poder
alcanzar algún día todo honrado ciudadano? Insisto: una estafa de
estafa este culebrón de los ERE. Que pase otra vez por la sala de vistas
el señor Rato, que es un profesional y tiene el taquillazo asegurado.
Ese tío sí que sabe darle al público lo que le gusta. Puro rock and
roll, como decía Jose Coronado en No habrá paz para los malvados. Yeah.
Viñeta: Ben
No hay comentarios:
Publicar un comentario