(Publicado en Revista Gurb el 8 de mayo de 2015)
La otra noche me senté ante el televisor para volver a ver Gran Torino,
la soberbia película de Clint Eastwood, mi idolatrado Clint. Ya casi he
perdido la cuenta de las veces que la he visto y sin embargo no me
canso. En realidad, cada vez que vuelvo a visionarla es como
reencontrarse con un viejo amigo, Walt Kowalski, ese jubilado
cascarrabias veterano de Corea y bebedor compulsivo de cerveza que acaba
de perder a su mujer y que, solo y abandonado por sus hijos, se aferra a
lo único que le queda ya en la vida: su perra Daisy y su viejo coche,
el Gran Torino, que guarda celosamente en el garaje como su más preciado
tesoro. Hace mucho que Eastwood dejó de hacer cine para hacer
literatura en imágenes. Sus películas son tragedias modernas
shakesperianas que elevan a los personajes que las encarnan a la
categoría de grandes mitos universales a la altura de Hamlet, Otelo o
Macbeth. Se tocan muchos y trascendentes temas en Gran Torino:
la vejez, la soledad de los ancianos olvidados por sus familias, la vida
moderna que arrasa con todos los principios y valores humanos, la
juventud violenta y brutalizada, la desigualdad cada vez mayor entre
ricos y pobres que ni siquiera el presidente Obama ha conseguido
erradicar, la incomunicación, la globalización que inunda los barrios
tradicionales de inmigrantes asiáticos (por ejemplo la etnia de los
hmong, o jamones como los llama despectivamente Kowalski) y los
convierte en sórdidos guetos donde el choque cultural y demográfico
acaba sirviendo un cóctel de consecuencias imprevisibles.
Pero sobre todo, Gran Torino es
una película que habla sobre las tensiones que provoca el racismo
latente en la sociedad norteamericana, ese racismo endémico que se
transmite de generación en generación entre los americanos altos, rubios
y de ojos azules, los anglosajones que se consideran auténticos
herederos del imperio. Kowalski detesta a los asiáticos, de hecho peleó
contra ellos en la guerra de Corea y no hay nada que le repela más que
un amarillo con sus extrañas costumbres de amarillo y sus comidas
especiadas de amarillo. Tal es su rechazo que no siente rubor en
dirigirse a ellos, abiertamente, como Rollito de Primavera o Fu Manchú.
El viejo veterano se siente enfermo, perdido, desubicado, fuera de su
mundo desde el fallecimiento de su mujer y más aún desde que se ha dado
cuenta del egoísmo de sus hijos, que ya solo lo visitan muy de vez en
cuando, siempre protocolariamente, por quedar bien y para regalarle
cosas inservibles, como un absurdo teléfono de urgencias con números
gigantes para enfermos terminales que él siente como un preludio
funesto, una señal inequívoca de que hasta su propia familia quiere
enterrarlo antes de tiempo para quedarse como herencia con su preciado
auto. En las dos horas que dura la cinta se explica todo lo que está
sucediendo en la epidermis de la convulsa sociedad norteamericana. Las
familias de blancos han abandonado los barrios periféricos y sus casas
son ocupadas ahora por inmigrantes llegados, como un tsunami, desde
todos los rincones del mundo. Familias enteras de asiáticos, negros e
hispanos se hacinan en estas antiguas urbanizaciones en otro tiempo
prósperas y ahora sucias e inseguras donde ni siquiera la Policía se
atreve a entrar. Las bandas de jóvenes que campan a sus anchas son los
auténticos amos del barrio y extienden la ley del terror por todo el
vecindario. Drogas, robos, violaciones están a la orden del día. Thao es
uno de esos hijos de inmigrantes, un buen chaval que está siendo
acosado por los pandilleros que lo quieren reclutar para integrarlo en
sus actividades violentas. Una noche los jefes de la banda le obligan a
robar el Gran Torino de Kowaslki y es ahí donde el viejo va a abrir una
puerta de su vida que ni siquiera sabía que existía. Kowalski sorprende
al joven robando su precioso Torino pero lejos de castigarlo entabla una
amistad con él (lo rebautiza como Atontao, toda una muestra de afecto
para un cascarrabias como él) y conoce a Sue, la adorable hermana del
chico, y al resto de la familia de los hmongs. Walt descubre con
sorpresa que el clan de Thao no solo es gente amable, solidaria y
afectiva, sino que cuando lo invitan a su casa lo acogen con una
hospitalidad tierna y cariñosa, mayor y más sincera si cabe que la
demostrada por sus propios hijos y nietos.
Al final, el anciano veterano de Corea
ve cómo su corazón se ablanda y decide llevar a cabo un último
sacrificio, un verdadero acto de amor hacia aquellas gentes que viven
marginadas por un sistema económico injusto y aterrorizadas por los
pandilleros. Gran Torino es un canto a la tolerancia y a la convivencia
entre culturas, una película de las más hermosas que yo haya visto
jamás. Freddy Gray, ese chico de Baltimore que acaba de ser asesinado a
manos de unos policías salvajes, no tuvo la suerte de que se cruzara en
su camino un Walt Kowalski dispuesto a defenderlo hasta sus últimas
consecuencias, un soldado retirado del frente de la vida decidido a
hacer justicia en su nombre. Un viejo carca chapado a la antigua que
aparentaba ser un racista recalcitrante pero que a fin de cuentas, y sin
él apenas saberlo, no era más que eso. Un sentimental.
Caricatura: Adrián Palmas
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