(Publicado en Revista Gurb el 30 de octubre de 2015)
En los tiempos revueltos que corren, las
revoluciones duran lo que dura un pitillo. Hace apenas un par de meses,
Podemos era una férrea apisonadora que lo arrasaba todo a su paso y
Pablo Iglesias buscaba armarios de Ikea para amueblarse la Moncloa. El
bipartidismo estaba destrozado, herido de muerte; el sistema hacía aguas
por todas partes y ya se hablaba de abolir la Constitución y de mandar a
los reyes a tomar las aguas de París; Rajoy estaba noqueado y soltaba
incoherencias purulentas como la niña del exorcista; y Pedro Sánchez
andaba como alma en pena por los pasillos de Ferraz, como un dependiente
del Corte Inglés al que acabaran de despedir por sosainas. Estábamos a
las puertas de una revolución silenciosa, imparable, de un vuelco
político sin precedentes. Hoy, a falta de solo dos meses para las
elecciones, con Cataluña a punto de romper con España, el PP vuelve a
recuperar puntos en las encuestas, el PSOE se afianza en la oposición y
un partido de laboratorio que se llama Ciudadanos y que no sabemos muy
bien a qué juega pero que tiene toda la pinta de ser más de lo mismo, se
convierte en la clave de la gobernabilidad de España. Rajoy se
encuentra a gusto en su miasma de mentiras económicas y en esta nueva
cruzada contra los que quieren romper la sagrada unidad de España hasta
Pedro Sánchez le ha puesto el PSOE a su servicio y a los pies de su
señora. Cambian los vientos, cambian las tornas.
La justa revolución de los indignados,
de la famélica legión, lamentablemente ha durado cuatro telediarios, y
ni siquiera eso, cuatro tertulias coñazo de la Sexta con Inda y
Marhuenda, tendríamos que decir para ser exactos. Las encuestas dan un
resultado aterrador para Podemos con un pírrico 13 por ciento de los
votos, una representación casi testimonial que es la misma que tenía
Izquierda Unida, de modo que solo le hemos cambiado el collar al perro.
Las promesas de cambio, la ilusión por un futuro mejor para este país,
la revolución de los parias, se ha desinflado a la griega, como se ha
desinflado el propio Pablo Iglesias, que dice estar cansado antes de
haber empezado a jugar el partido. Si a CR7 se le ocurre decir eso antes
de jugar el derby contra el Barsa lo echan a patadas del Bernabeu.
Flaco favor le ha hecho Iglesias a la causa mostrando sus debilidades a
Risto Mejide, ese Mefistófeles con gafas de ciego que bendice y arruina
las vidas ajenas postrado en su tranquilo sofá. Un caudillo como
Iglesias que da síntomas de cansancio condena a su tropa a la
desmoralización, al abandono, a la derrota. Y en esas estamos, vuelta
otra vez a la pesadilla del bipartidismo, solo que ya no es
bipartidismo, sino tripartidismo, que todo cambie para todo siga igual,
como en un regreso al pasado, o al futuro, ahora que está de moda la
película por el aniversario del que todo el mundo habla. ¿Qué error ha
cometido la izquierda? ¿Por qué todo se ha venido abajo como un mal
cupcake de programa yanqui de cocina? ¿Por qué ha fracasado un
movimiento ciudadano noble, digno y necesario antes de que el juez de
carrera diera el pistoletazo de salida? Porque, una vez más, se ha
impuesto la maquinaria aplastante de la derecha, las formas sobre el
fondo, las retóricas sobre las ideas, las propagandas sobre las
realidades. En el fondo no es más que la política que inventaron los
sofistas griegos allá por el siglo V antes de Cristo y que por lo visto
sigue funcionando como un reloj suizo. El PP lleva años aplicando ese
manual milenario a rajatabla. Nunca reconocer errores propios ni hacer
autocrítica; siempre negar la corrupción, que es cosa del loco Bárcenas
que pasaba por allí; hacer piña, prietas las filas aunque se aireen las
trifulcas entre sorayos y margallistas; mantener siempre el mismo
discurso, como un disco rayado, como una letanía que va cuajando en las
mentes de los ciudadanos, poco a poco, gota a gota a modo de ácido
corrosivo. España va bien, creamos dos mil empleos diarios, dejamos
atrás la crisis, superamos la herencia mala de Zapatero, España es una
gran nación, una, grande y libre, pam-pam, pam-pam, percutiendo sin
descanso, machacando a la opinión pública como un martillo pilón. Y así
es como el PP, que es un boxeador que encaja los golpes con la maestría
de Floyd Mayweather, ha ido capeando la lluvia de golpes que durante
meses le han caído desde Podemos. Así es como el PP ha mantenido el tipo
en los peores momentos, con la ceja partida y el labio manando sangre,
tambaleante pero de pie, encajando, zafándose, corriendo al rincón como
un cobarde si era preciso. Ha superado el peor trago del combate y ahora
pasa a la ofensiva con su catálogo de crouchés manidos, clásicos
ganchos de derecha y escandalosas mentiras. Han puesto en marcha su
poderosísima maquinaria de partido y ya no hay quien los pare; han
desempolvado el viejo manual de campaña que sus líderes se saben de
memoria y que recitarán, sin saltarse una coma, como un libro de salmos;
contratarán cohortes de asesores de Harvard que medirán, sopesarán,
encuestarán, analizarán y concluirán cuáles son las mejores estrategias
para ratificar la victoria el 20D. A menudo tendemos a minusvalorar el
poderío de ese partido. Nos creemos que está dirigido por paletos y
mediocres que no saben hacer la o con un canuto. Es cierto que hay
mediocres, como los hay en todas partes, pero también hay avezados
expertos en la sombra que saben muy bien lo que se hacen, fontaneros y
artesanos de la política que son capaces de resucitar a un partido
muerto y llevarlo en volandas a la victoria.
Pablo Iglesias lo tenía todo en su mano
para ser presidente del Gobierno, la confianza de una mayoría importante
del pueblo, ideas nobles y elevadas, carisma, valentía y talante
reformista. Ha tenido a su contrincante contra las cuerdas pero lo ha
dejado escapar en el último momento. Le ha perdido el exceso de
confianza y algo de soberbia, pensar que el combate ya estaba ganado por
KO, creer que con su soniquete hip hop y su aspecto de profesor joven y
honrado se llevaría de calle al pueblo. Quiso creer que con cuatro
chistes malos sobre Rajoy le bastaba y le sobraba, Manitú, Manitú,
Coleta Morada. Ha desperdiciado un tiempo precioso entre tertulias
televisivas, idas y venidas a Bruselas y visitas al Rey para regalarle Juego de Tronos,
que como es una serie infinita que nunca termina, le ha ocupado todo el
tiempo. No ha sabido sortear las trampas que le han puesto sus enemigos
políticos y mediáticos, la vinculación con Venezuela, las acusaciones
de bolivarianismo, el dinero de la Tuerka, la declaración de renta de
Monedero, para qué seguir. Si hubiera jugado mejor sus cartas hoy no
estaría tan lejos de la Moncloa. Ni Rivera tan cerca.
Ilustración: Artsenal
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