(Publicado en Revista Gurb el 15 de marzo de 2018)
La sentencia que condena a la revista satírica Mongolia
a pagar 40.000 euros por daño al honor al torero Ortega Cano supone un
inquietante precedente y un nuevo paso atrás en el derecho a la libertad
de expresión e información en nuestro país. El motivo de la condena,
tan desproporcionada como contraria a la jurisprudencia del Tribunal
Supremo y del Constitucional que avala el derecho a la crítica
periodística en todos sus formatos, es la caricatura del torero que
Mongolia incluyó en el cartel anunciador para su espectáculo musical
celebrado en Cartagena, en el que Ortega aparece representado como un
extraterrestre delante de un platillo volante estrellado. La imagen, más
o menos afortunada y más o menos grotesca o ingeniosa –eso depende del
gusto de cada cual– iba acompañada de varios eslóganes como "antes
riojanos que murcianos", "viernes de dolores, sábados de resaca" y "estamos tan agustito". La sentencia del Juzgado Número 3 de Alcobendas
concluye que el chiste de los compañeros de Mongolia no “tenía
una finalidad de crítica política o social, sino que la publicación
utiliza la imagen para provocar exclusivamente la burla” sobre la
persona del diestro, al tiempo que añade que la publicación del cartel
tras la reciente salida de la cárcel del extorero cartagenero "acentúa
la burla, humillación y ofensa a su imagen, y en su propia tierra
natal".
No
vamos a entrar aquí en si el fallo contiene más elementos subjetivos que
jurídicos, cosa que será debatida en el recurso de apelación que a buen
seguro emprenderán los periodistas afectados. En cualquier caso, y
siempre desde el respeto a las decisiones judiciales, no podemos estar
de acuerdo con el argumento de que la caricatura de Ortega no tenía una
finalidad de denuncia o crítica, ya que si bien es cierto que el matador
no es un político, sí es un personaje público de relevancia social
condenado a dos años de cárcel por un delito muy grave, como fue
conducir bajo los efectos del alcohol y haber provocado un accidente de
circulación en el que falleció el ocupante de otro vehículo. Ambas
circunstancias, tratarse de un personaje de gran notoridad y haber
cometido una infracción tan grave, otorga perfecto derecho a cualquier
periodista a entrar en el asunto y a realizar una pieza de fuerte
contenido crítico, ya sea por escrito o gráficamente. Pero es que
además la juez esgrime un argumento cuanto menos peregrino, y es que los
periodistas usaron la imagen del torero sin su permiso. Por esa misma
regla de tres cualquier dibujante que empuñara el pincel o cualquier
periodista decidido a escribir una columna de opinión contra un
personaje de la vida social española debería pedir antes la autorización
del interesado, bajo riesgo de herir su sensibilidad, algo
completamente absurdo. De llegarse a esa situación delirante, desde ese
mismo momento el periodismo, pilar básico de todo Estado democrático, y
por ende el derecho a la libertad de expresión y de información,
empezarían a encontrarse en grave peligro de extinción. O dicho de otra
manera, un par de sentencias más en la línea de la juez de Alcobendas y
acabamos como en Corea del Norte, donde el jefe supremo es el único que
puede hacer el chiste y los demás le ríen las gracias.
Por tal motivo creemos que detrás de la sentencia contra Mongolia,
y también de otras polémicas resoluciones judiciales dictadas
recientemente, no solo hay una deficiente y distorsionada interpretación
de nuestro ordenamiento jurídico y de la jurisprudencia del Tribunal
Supremo y del Constitucional –que en estos cuarenta años de democracia
han amparado en todo momento el derecho a informar, denunciar y criticar
libremente–, sino un intento de asfixiar el género satírico, que no
parece gustar a según qué élites elevadas de nuestro bendito país. Bajo
el amparo de la ley mordaza y con la excusa de actuar contra aquellos
que hacen apología del terrorismo, algunos jueces han abierto la veda
para perseguir no solo a tuiteros, raperos y blogueros más o menos
subversivos con el sistema y más o menos dotados de ingenio, sino
también a aquellos periodistas que no hacen otra cosa que ejercer su
oficio con entera libertad y sin censuras previas, tal como establece
nuestra Constitución. ¿Alguien se imagina a un juez francés condenando a
los dibujantes de Charlie Hebdo por injurias contra
Puigdemont, al que han caricaturizado como un fundamentalista islámico
peligroso? La crítica, la diatriba, la invectiva, la burla, el sarcasmo,
la ironía, el retintín y hasta la mala baba deben formar parte sin duda
del derecho a la libertad de prensa en cualquier Estado auténticamente
democrático y sentencias como la que nos ocupan despiden un cierto
tufillo anacrónico, un rastro a autoritarismo de otros tiempos y una
especie de anhelo de volver a los años de la vieja censura, cuando era
el Gobierno quien dictaba lo que era decoroso publicar y lo que no,
según las buenas costumbres sociales del lugar. Afortunadamente no
estamos en aquellas épocas oscuras (por mucho que algunos se empeñen en
conducirnos de nuevo a ese revival) y los compañeros de Mongolia
podrán recurrir la sentencia condenatoria ante un tribunal superior.
Esperemos que los magistrados de la Audiencia Provincial, y en su caso
los del Supremo, estén algo más versados y duchos y enmienden una
sentencia que se antoja absolutamente injusta y desproporcionada.
Injusta porque no se construye con la argamasa de nuestra jurisprudencia
más reciente, sino que va más bien en contra de ella, y
desproporcionada porque castigar con el pago de 40.000 euros supone
asfixiar económicamente a un medio de comunicación, condenándolo al
cierre definitivo, que es adonde parece querer llegar la juez con su
durísmo fallo en una especie de secuestro tácito de la revista por la
vía de una pretendida sentencia por injurias.
No cabe
mucho más que añadir. El derecho a la libertad de expresión y de
información consagrado en la Constitución del 78 no debería tener más
que un único límite: la difamación gratuita y sin sentido. No parece que
este sea el caso de los compañeros de Mongolia, que como
profesionales del periodismo satírico ejercían su derecho a la
información en forma de sátira, una sátira que por otra parte no es de
las más furibundas, brutales y encarnizadas que se puede uno encontrar
en un medio de comunicación europeo (véase el citado caso de Charlie Hebdo),
sino más bien atemperada, sugerente y fabricada con argumentos
informativos. Demonizar la sátira –un género periodístico tan digno como
puede ser la noticia o el reportaje–, supone sentar un mal precedente
que amenaza el sagrado derecho a la crítica periodística. Hoy ha sido Mongolia, mañana puede correr peligro El Jueves o una publicación como Gurb o el programa El Intermedio
de Wyoming o las mismas Fallas de Valencia, donde la sorna y la guasa
entre corrosiva y descarnada hacia personalidades públicas, sean
políticos o no, forman parte de su misma esencia. Alguien debería parar
esta caza de brujas indiscriminada contra la prensa libre. Antes de que
nos carguemos la democracia misma.
Viñeta: Igepzio
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