(Publicado en la revista Gurb el 27 de junio de 2014)
El niño, algo giboso, cabizbajo y obeso,
arrastra una bolsa pesada entre los árboles, mientras bota con desgana
el balón de fútbol que le acaba de regalar su padre. Es temprano, un día
claro y soleado, y en el parque apenas hay gente, salvo un viejo de
boina calada dormitando en un banco y una mujer que recoge las heces de
su perro con una bolsa. Ése será todo mi público de hoy, cavila el
chaval, aunque bien pensado mucho mejor, cuanta menos gente menos
testigos de la humillación. El niño va equipado con el uniforme de la
selección nacional –botas a la última, pantalón azul, medias rojas hasta
la rodilla, camiseta con el 6 de Iniesta a la espalda–, y se adentra
poco a poco en el césped humedecido por la lluvia de la pasada noche. En
silencio, con gesto adusto y amohinado, el niño cumple con el ritual de
cada día: sacar de la bolsa la portería plegable de playa, montarla
sobre la hierba y empezar la sesión de calentamiento. Hay que estar bien
preparado para cuando llegue el señor entrenador. La brisa suave y
fresca del mar agita las hojas de los árboles, emitiendo un sonoro
murmullo que al niño le recuerda la muchedumbre enardecida rugiendo tras
un gol. El niño ya ha ido unas cuantas veces al estadio, pero no
termina de acostumbrarse al océano humano, le produce miedo y vértigo
todo aquel gentío vociferando, maldiciendo, empujándose unos contra
otros como bestias salvajes.
El niño sigue calentando brazos y
piernas, pero llegado a un punto se aburre y se cansa, así que golpea el
balón con la pierna derecha, blandamente, torpemente, y aunque pone los
cinco sentidos en apuntar hacia la portería, la pelota caprichosa da en
el palo y sale despedida fuera de la red. El niño casi puede escuchar
los abucheos, las risotadas de los espectadores que irán a verle al
partido del sábado, la tensión, los reproches, el miedo, la amarga
sensación del fracaso. Frustrado, el niño hace un gesto de disgusto con
la cabeza y corre en busca del maldito balón para volver a intentarlo de
nuevo, aunque bien sabe que nunca lo conseguirá, que jamás será un buen
jugador de fútbol, pese a que se aplica y hace todo lo que le dice el
señor entrenador, acomodar el cuerpo hacia adelante, utilizar el empeine
del pie para acariciar el cuero, golpear en seco en el punto justo de
la pelota, como un latigazo, con decisión, con confianza, con valor. El
niño, deprimido y confuso, llega hasta el balón, lo recoge con hastío,
levanta la vista y ve acercarse al señor entrenador. Figura atlética,
musculada, chándal negro con rayas naranjas, silbato colgando de la
mano. Viene trotando como un león, viene dispuesto a todo y viene más
enojado que nunca. El señor entrenador es un tipo alto con bigote y
aunque no es mala persona a veces pierde de vista las cosas importantes.
El niño lo acepta como es porque entiende que todo lo hace por su bien,
porque todas las broncas, los castigos, las reprimendas no tienen otra
finalidad que hacer de él un buen defensa central. El señor entrenador
se acerca y mira fijamente al niño, con severidad, sudando, jadeando,
como una pantera negra fiera y hambrienta.
–¿Has calentado ya, campeón?
–Sí, señor.
–Pues hala, gordo, a golpear el balón. A ver qué aprendiste ayer.
El niño coloca la pelota sobre la
hierba, trata de dominar los nervios, un puño de acero le asfixia la
garganta. Tienes que apuntar a la portería, concéntrate, hazlo bien esta
vez, tonto, mete la maldita bola en la red. Toma carrerilla, dispara y
vuelve a fallar. El mundo entero se le viene encima, se siente inútil,
derrotado, aterrorizado, ya no puede más, pero el señor entrenador nunca
se da por vencido, siempre quiere más, se le acerca haciendo
aspavientos y le grita y le insulta, imbécil, capullo, torpe,
gilipollas, gordo de mis cojones, eres necio como un mulo, no sé por qué
pierdo el tiempo contigo, y le suelta un fuerte mandoble en la cabeza
que le hace ver las estrellas, y le dice cosas aún más brutales que
ningún ser humano debería decirle a un niño jamás. Enfurecido, fuera de
sí, el señor entrenador pega un patadón a la bola, que vuela enloquecida
por encima de los árboles, y se marcha maldiciendo y blasfemando entre
dientes. Y el niño queda allí, solo, sentado sobre el césped, llorando y
convenciéndose a sí mismo de que el señor entrenador no es un mal
hombre porque lo hace todo por su bien, porque siempre piensa en su
porvenir y porque, para bien o para mal, es su padre.
Ilustración: Adrián Palmas
http://www.gurbrevista.com/2014/06/el-fracaso/
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