(Publicado en la revista Gurb
el 13 de junio de 2014)
Anda Pablo Iglesias todo el día
echándonos el sermón de la casta política, que si la casta por aquí, que
si la casta por allá, y sí, que vale, que la casta existe, que está
ahí, eso ya lo sabemos todos, a ver si no, desde el origen de los
tiempos, forrándose, lucrándose, enriqueciéndose, que la riqueza es como
el agua salada, cuanto más se bebe, más sed da, eso lo sabemos por
Arthur, no por Artur Mas, sino por el otro, por Schopenhauer, y también
por Luisito Bárcenas, el de las cartas desde mi celda. Pero ocurre que
la casta no solo está en los despachos del Gobierno, en las covachuelas
de los ministerios, en los escaños del Parlamento. Casta, si lo miramos
bien mirado, la hay extendida por doquier en toda nuestra sociedad, y no
menos peligrosa, no menos tóxica y nociva que la política.
Así, un suponer, cuando vamos al banco
de buena mañana y echamos un ojo a los números rojos, que son como los
leucocitos exangües de nuestra pobreza, de nuestro fracaso, ahí, detrás
de la ventanilla, detrás del cristal, chupándose los dos dedos de contar
billetes, hay un señor gordo y calvo representante insigne de la casta.
Y cuando luego vamos al trabajo, los que todavía tengan la suerte de
habitar ese espacio protegido en vías de extinción, allí, en la oficina,
detrás de la amplia mesaca de madera de roble con los ribetes dorados,
hay otro espécimen, otro ejemplar, otro macho alfa de la casta. Y si
luego de salir del trabajo regresamos a casa y enchufamos el televisor,
ya empantuflados, ya extenuados y con el espinazo partido en dos de
tanto trabajar gratis, en la pantalla aparece un maromo como Marhuenda o
como Alfonso Rojo o como Inda El dandy, con toda la carótida henchida
de furia y de odio, atizando de lo lindo al pobre rojo o al currito de
turno, y esos tertulianos susodichos son también la casta, qué duda
cabe. Lo de la casta no se lo ha inventado ahora Pablito Iglesias,
aunque lo parezca, que lo parece por lo bien que le da el chico a la
mui, sino que viene de los romanos, fíjese usted, que lo dice la Wiki,
enciclopedia errática de los pobres. Los de la casta están por todos
lados, no solo en Génova y en Ferraz. Los de la casta caminan a nuestro
lado por la calle, sigilosos, incógnitos, agazapados, sin que nosotros
lo sepamos, y están ahí haciendo de las suyas, haciendo de este mundo un
mundo un poco menos fácil y agradable. Así, cuando te aproximas a un
paso de peatones y un Mercedes Clase A pasa rozándote el tupé y
escupiéndote un vómito de barro, dentro de ese coche va con total
probabilidad, con toda seguridad, además de un eminente cabronazo,
alguien de la casta; cuando vas a llenar el depósito de gasolina y el
octanaje de la pantalla va subiendo como la espuma mientras tu cuenta
corriente va bajando como la popularidad del Rey Juan Carlos, eso es que
alguien de la casta está cifrando a tu costa detrás del surtidor; y
cuando a un pobre desgraciado lo empluman y le embargan la casa por no
pagar una multa de tráfico de cuatro perras y media mientras Blesa pasa
la tarde a lo grande comiendo fish and chips y haciendo unas fotitos
estúpidas a los patos de Piccadilly Circus (no sé si en Piccadilly hay
patos ni me importa) eso es, como que mañana saldrá el sol, como que
Rajoy tiene frenillo y Rubalcaba calva calavera, que alguien de la casta
te la está jugando bien jugada. A la casta no hay que buscarla solo en
los despachos remotos ni en las instancias lejanas del poder, como diría
el presidente aquel del bigote colérico, la casta está en todas partes y
cuando te llega la factura inmensa del gas o del agua o del teléfono o
del colegio del niño o del dentista o del fontanero o del triste de
seguros Ocaso eso es casta, me cago en mi sombra. La casta está en la
Humanidad desde que aquel artista se metió en Altamira a dibujar
bisontes, que seguro que ya tenía encima de su cogote el aliento del
sumo hechicero, casta prehistórica, primigenia, ancestral, pero casta a
fin de cuentas, como esos obispazos intrigantes del Vaticano que quiere
fumigar el Papa Francisco, Dios le dé vida.
A mí Pablito me cae muy bien, me gusta
su coleta, siempre tan de peluquería y tan indómita al mismo tiempo, y
hasta le doy el voto un día si me sube la paga, pero que no me venga con
el rollo ése de la casta a todas horas. Porque casta la ha habido
siempre, la hay y la habrá. Por los siglos de los siglos.
Ilustración: Dani García-Nieto
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