miércoles, 4 de junio de 2014

LA REPÚBLICA



Vivimos tiempos de utopías. Cayo Lara reclama un referéndum por la República, Pablo Iglesias pide que Felipe VI se presente a unas elecciones con partido propio y no faltan voces enloquecidas que exigen procesar al Rey por corrupción, como si fuera un quinqui. Qué ingenuidad, todos sabemos que el Rey es inviolable y no lo fuerza ni el violador del ascensor. Vivimos tiempos de utopías porque la utopía es el sueño de los pobres, la última esperanza que le queda al currito que se gana la vida con el minijob, que es la vuelta a la esclavitud, pero bajo un nombre inglés, que hoy la política es sobre todo mercadotecnia comercial. Goethe amaba a aquel que deseaba lo imposible pero también dijo aquello de prefiero la injusticia al desorden, lo cual que era un conservador que no se aclaraba. España no está para desórdenes políticos sino para reformar lo que se ha quedado viejo, caduco, trasnochado. El rojerío, en todas sus facciones estudiantiles, ha salido a la calle cual alegre muchachada dispuesta a instaurar la tercera República, como si al día siguiente de traer la República se acabara el hambre en España. Sinceramente, no veo yo a los jóvenes republicanos españoles entrando en las Cortes por la Puerta de los Leones y plantando la tricolor, puño en alto, como se hacía antaño. Además, después de tantos años de dejar aparcada la causa, de vender el alma a Zara y de horas de fútbol Champions League no deben quedar muchos republicanos de verdad en España, y menos aún republicanos que sepan quién fue Azaña. Antes España se acostaba monárquica y se levantaba republicana, y viceversa, pero estamos en el final de la Historia, ya lo dijo el filósofo coñazo aquel, y aquí no va a pasar nada. Lo cual que la revolución republicana, huérfana de ideólogos de talla, falta de entrenamiento diario, engullida por el sistema capitalista, que es el verdadero sistema político que queda ya, sigue siendo lo de siempre, un fósil de la Historia española, una batallita que contada por el abuelo resulta entrañable, un día en rojo en el calendario para cantar la Internacional, que ya nadie se la sabe. El noventa por ciento de los diputados en el Parlamento español certificarán la sucesión del Príncipe de Asturias o se abstendrán, lo que demuestra que España sigue estando muy lejos de la utopía republicana, para bien o para mal, y hasta el PSOE es más monárquico que nunca y el reinado aquel de Felipe González no fue más que el Gobierno de un Rey dentro de otro Rey, como en las muñecas rusas. Juan Carlos, tras su abdicación, no está pensando en largarse al exilio de París, como hacían sus predecesores, sino que sigue recibiendo homenajes y honores, como ese torero que se ha cortado la coleta y da la vuelta al ruedo. Ya se ha despedido de los curas, de los militares y de los empresarios, que son los que mandan en España. Juan Carlos, que ha tirado la toalla por agotamiento físico e institucional, da la sensación que ha dejado dicho a sus súbditos: "Ahí os quedáis con vuestras cuitas y españoladas, que yo me largo a Benidorm". Ha sido una forma de quedar bien tras casi cuarenta años de reinado. Es como si Dios, que lo ve todo con su ojo triangular, que ve el futuro de los tiempos, hubiera decidido jubilarse al sospechar que su reino terrenal no tiene arreglo, al comprobar que los desmanes de su rebaño no han hecho sino comenzar. No vamos a negar aquí que el Rey se ha desgastado a sí mismo con tanto safari innecesario y tanta vuelta a los amoríos de juventud. Pero uno cree que en su tronada abdicación ha pesado sobre todo lo que se le viene encima a España. Con Cataluña al borde de la secesión, con su hija a un paso de la acusación, con su yerno al límite de la prisión y con su cadera al borde de la extenuación, el Rey ha pensado que quizá era el momento de dejarlo, de abandonar, de salir por peteneras. Ha sido una sucesión tan rápidamente ejecutada, una operación tan bien diseñada, que a los republicanos no les ha dado tiempo ni de imprimir los pasquines ni de sacar del armario el retrato de polvo de Marx. Por no haber ni siquiera ha habido navajazos entre los borbones, como en otros tiempos de nuestra Historia. Ahí tienes el marrón, que yo me voy a casa, o mejor a Palacio, le ha dicho a Felipe. Con orgullo y satisfacción.

Imagen: Efe

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