El gran enigma de Felipe VI, la gran incógnita de este rey de rubias estaturas y talante discreto, es que aún no sabemos si estará a la altura de su padre, el Rey Juan Carlos. Hasta ahora Felipe no pintaba gran cosa en la Casa Real, o mejor dicho, le han dejado pintar más bien poco. Su labor se ha limitado a la entrega de los premios Príncipes de Asturias, a algún que otro viaje oficial a países remotos y a posar en la foto veraniega de Marivent. Felipe ha vivido largos años confinado en el palacio de la Luna, por utilizar el título de la novela de Auster, escritor de cabecera del nuevo monarca y también de la reina Letizia. Felipe ha sido siempre una especie de niño bonito que quedaba muy bien en las regatas mallorquinas, un niño distante y nórdico, tímido y silente, algo apartado del pueblo, sobreprotegido por la Reina Madre, y siempre a la sombra del gran tótem, el Akenatón de los borbones que enterró la religión franquista y se ganó las lentejas en una noche loca de pistolas y rebeldes picoletos. De Felipe siempre se dice que recibió una educación exquisita llena de idiomas y Yales, de Mirages y Elcanos, de cuarteles y discursos humanitarios, pero aún no ha entrado en armas y un rey sin batallas no es un rey. Ayer se escenificó la proclamación histórica, la protocolaria y oficial, toda Madrid engalanada, blasonada y heráldica, mucho Palacio Real floreado, mucho coracero a caballo, mucho Rolls y mucha fanfarria con alegres rojigualdas colgadas de los balcones. No hablaremos del vestuario de Letizia (para eso pagamos a Peñafiel, que se lo trabaje él) ni de los selfies infantiles de nuestros políticos, ni del eterno y tedioso besamanos, ni siquiera de lo lindas que iban Leonorcita y Sofía o de las trastadas de Froilán El Travieso (cuánto juego rosa va a dar este muchacho). Tampoco hablaremos de las baladronadas testimoniales de esos republicanos de centro comercial que gritan mucho y no hacen nada. Todo eso no ha sido sino un teatrillo antiguo y barroco, un Velázquez de la España de hoy, una puesta en escena un tanto rancia y anacrónica (el baño de multitudes en la Plaza de Oriente recordó peligrosamente a tiempos pasados, vamos que sobraba). Todo eso se diluirá y quedará como un lienzo de época, porque Felipe VI no será coronado hasta que no le llegue su hora grande, su momento crítico, su 23F. El rey solo se ganará el respeto y el fervor de su pueblo demostrando que tiene la talla política de su padre. Es cierto que a Juan Carlos le han perdido sus campechanías, sus corinas, sus safaris y sus por qué no te callas, lo cual que era una especie de John Wayne de la Monarquía, un duro que ha cabalgado por los desiertos áridos de la Transición, mientras que a Felipe yo le veo más como un principito de cuento de hadas sofisticado y elegante que se casó por amor en un bello happy end. Felipe VI tendrá que demostrar algo más que sus academias militares y sus diplomas, tendrá que demostrar sobre todo la personalidad, el olfato, el temple, la valentía y la astucia política de su padre. Tendrá que demostrar, en definitiva, que tiene madera de rey. Su discurso de ayer fue oficialista, institucional, correcto, pero también neutro, plano, intemporal. Quizás dijo lo que tenía decir con arreglo al guión. Pero ayer el destino le puso ante su primer gran reto para distinguirse del barullo de felipes que ha padecido nuestra Historia, el gran discurso de proclamación (que incardina el programa político de un rey) y uno cree que perdió una gran oportunidad para llegar al pueblo con un lenguaje cercano y moderno, sin retóricas ni artificios, sin obviedades, sin tonalidades de sangre azul. Hoy, tras el boato, los voceríos y los vivas de ayer, Felipe VI ha tenido su primer día en la oficina. Un cara a cara con Rajoy, el trilero gallego, para empezar. A ver si el chico se va curtiendo.
Imagen: Agencias
No hay comentarios:
Publicar un comentario