Las máscaras de los poderosos van cayendo
en todo el mundo, como hojas marchitas, arrastradas por el ciclón de
Panamá. Vargas Llosa le echa la culpa a la prensa amarilla, la misma
excusa que pone Pilar de Borbón, ociosa hermanísima del exrey. Bertín
Osborne se pone chulito en El Hormiguero ("yo no soy asesor ni
pollas") y le tira todo el muerto a su gestor. El ministro Soria insiste
en que alguien le ha usurpado el nombre y la firma para colocarle una
opaca a traición. Qué mala gente hay por el mundo, mira que intentar
engañar a un ministro, él que nunca embauca a nadie. Palabras. Palabras
vacías que no pueden tapar tanta mentira, tanta hipocresía, tanta
inmundicia. Por lo visto nadie sabía nada ni se enteraba de nada, todo
se dejaba en manos del asesor aficionado o del cuñado testaferro
(siempre hay un cuñado para hacer el trabajo sucio) y luego se firmaban
los contratos con la nariz tapada y una venda en los ojos. Pero el mundo
es un pañuelo y aquí nos conocemos todos, no hay lugar para esconderse
de unos periodistas alegres y animosos que están desempolvando las
sastrerías oscuras de Panamá, que ya lo vio venir John Le Carré en su
magnífica novela. Los patriotas de gorra y llavero se van quedando en
pelota picada mientras los reporteros les airean las vergüenzas
fiscales. Cada día aparece un nombre nuevo, otro apellido ilustre que
termina con sus huesos nobles en la Bastilla de la Sexta, único tribunal
de justicia que todavía funciona como dios manda. Hoy ha sido Bertín,
¿quién será mañana, el vecino del quinto, el oso Yogui de Zarzuela, papá
Pitufo que pitufaba mucho por Valencia? Los papeles de Panamá van
pasando de mano en mano, de periódico en periódico, recorriendo la
Tierra como la pólvora, como una tormenta imparable que lo arrasa todo y
pone a cada aristócrata del dinero en su sitio.
Al final es muy posible que tanto papel
quede en papel mojado, como suele ocurrir con los poderosos, pero al
menos a partir de ahora sabremos quién es quién cuando salgan en la
televisión cacareando sus nobles principios éticos y sus elevados
ideales morales. Montoro, el hombre, se esfuerza mucho en demostrar que
el Gobierno se está aplicando con mano dura contra los evasores, solo
que después de tantos años de impunidad, de tapaderas, de
empresas-fantasma y maquillajes tributarios, ya no cuela. Otro cuarto de
lo mismo le pasa al ministro Catalá, quien en el colmo del descaro
llega a decir que Panamá no es un paraíso fiscal, sino una “cultura
jurídica distinta”. Empiezan pues los eufemismos, las bromas de mal
gusto, las palabras huecas y las comedietas berlanguianas para defender
lo indefendible: que una estirpe de ricos, de riquísimos, de ricos de
solemnidad, nos estaban chupando la sangre y la vida mientras los
desahuciados saltaban por las ventanas, los abuelos sufragaban el
biberón de los nietos y los parados mendigaban un subsidio escuálido por
las esquinas. ¿Cuántos hospitales se hubieran podido construir con el
dinero escondido en Mossack Fonseca, cuántas escuelas, cuántas comidas
calientes se podrían haber cocinado en tantos hogares hambrientos?
Desde que llegó la democracia, cada vez
que un Gobierno ha anunciado una reforma fiscal solo ha servido para
calcar al pobre, para meterle el paquete al currito, al atrapado por la
nómina, mientras el rico y sus familias de rancio abolengo seguían
tostándose las carnes morenas en las playas vírgenes del Caribe. Aquí
cada vez que se ha intentado una nueva ley tributaria para cazar al
defraudador ha terminado pagando el pato el mismo, el asalariado, el
paganini que vivía pegado al cerdito hucha con cuatro pesetas oxidadas y
una amargura vital, existencial. Al final, ante tanta desidia y paripé,
ha tenido que ser un consorcio de heroicos periodistas de investigación
quien haga el trabajo que tenían que haber hecho los jueces, los
fiscales, la Policía. Solo había que seguir el rastro del dinero, como
decía Garganta Profunda. Tan sencillo como eso. La diferencia entre el
rico y el pobre es que el pobre busca el dinero desesperadamente, sin
conseguirlo, mientras en el caso del rico es el dinero el que lo busca a
él. El rico de pura cepa nace, no se hace, viene de cuna genética, de
bodega con solera y ganadería milenaria, como Bertín, por mucho que nos
hayan contado el cuento del Gran Gatsby, del sueño americano y las leyendas mitológicas sobre el self-made man.
Un nuevo rico es solo un pobre con dinero ocasional, transitorio,
esporádico; la mayoría de las veces el nuevo rico suele terminar en la
ruina por manirroto o por su mala cabeza o porque sus hijos le salen
rana y juerguistas y no quieren seguir con el negocio familiar del
ladrillo o del tomate, que por lo visto era la tapadera del ministro
Soria. El auténtico millonario genealógico es el que siempre lo fue y
siempre lo será, por los siglos de los siglos, el que lo ha sido desde
que el mundo es mundo, desde que su tatarabuelo, el señor medieval, se
cobraba la pernada con las sirvientas. El rico de verdad, el rico pata
negra, es el que ha estado ahí eternamente, como la Giralda, la Cibeles o
el toro de Osborne; es el que sabe que ha heredado el mundo y que lo
transmitirá imperialmente a sus vástagos desde sus doradas y mullidas
poltronas en las Islas Vírgenes, Bahamas o las Caimán. La Sexta nos está
haciendo pasar ratos muy agradables y divertidos con el juego del Quién es Quién,
jugando al gato y al ratón evasor, poniendo nombre y apellido a estos
honrados estafadores que en realidad no pasan de ser cuatro cantantes,
actores, deportistas y políticos que han hecho carrera y algunos
millones mientras los verdaderos dueños de la logia masónica del mundo,
los del Club Bilderberg, siguen en la sombra, riéndose con el
espectáculo. Mucho nos tememos que después de este vendaval panameño de
papelorios y escandalazos todo quedará en nada y la cosa seguirá como
siempre. Usted y yo, sufrido lector, a cumplir religiosamente con
nuestra señora Santa María de la Hacienda Pública y el Bertín de turno a
ponerse el culo a remojo. En Panamá, of course.
Viñeta: Artsenal
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