Mario Conde, ese pájaro descarriado de las finanzas, vuelve al lugar de
donde nunca debió haber salido. Al chabolo, a la trena, a la jaula.
Ahora los picoletos lo han cazado trayéndose la pasta de Banesto que
guardaba tan celosamente en las cloacas de Suiza. Conde es un cleptómano
compulsivo que no se reforma fácilmente ni madura, un caso perdido, por
mucho que vayan pasando los años y los gobiernos. Como cualquier
enfermo crónico, Mario tiene sus recaídas graves, sus síndromes de
abstinencia, y no puede salir del tema porque sigue enganchado. Parecía
que el gran arquitecto de esta España del pelotazo lo tenía superado,
que quería rehabilitarse de verdad, quitarse del vicio, dejárselo de una
vez, y por un momento estuvo a punto de convencernos de que era un
hombre limpio, un hombre nuevo. Se le veía tan bien de aspecto, con su
cara dura, tersa y operada, tan perfumado e impoluto, tan envarado y
lozano, como siempre ha sido él, que no sospechábamos nada. Parecía
llevar una nueva vida, sana, ordenada, blanqueada, sobre todo
blanqueada, con sus libros escritos por el negro y sus terapias de grupo
en los alcohólicos anónimos de Intereconomía. En ese púlpito televisivo
ultrafacha, sórdido y cutre, Mario se movía como piraña en el agua,
como piraña entre otras pirañas, alegre y confiado, en plena forma,
impartiendo clase y doctrina sobre honestidad política y moralidad
económica. Se le veía tan bien, tan recuperadito. Pero no, ha vuelto a
las andadas. Ha sido un mazazo, un golpe duro para el mundo de la mafia
neoliberal. Mario no lo ha superado, no está curado del todo, sigue
colgado como el yonqui a sus tachuelas, con el mono del delito metido
bajo el Armani de mil pavos, con el jaco del dinero corriendo por sus
venas, tan bravo y cimarrón como siempre. Mario es un toxicómano del
parné y dejarse el vicio de la pasta es mucho más difícil que dejarse el
alcohol, las mujeres o la coca. No hay droga tan fuerte y adictiva como
el dinero y hasta el ministro Soria parece haber caído ya en el cuelgue
fatal de los paraísos caribeños. Durante todos estos años, el señor
Conde, amigo de reyes y rey de los amigos, ha pretendido engañarnos,
convencernos, hacerse pasar por hombre reformado que dejaba atrás su
existencia prófuga de antes, su pasado oscuro, la mala vida. Empezaba
otra vez, renovadas ilusiones, nuevos proyectos, nuevas empresas, Hogar y
Cosmética, mayormente. Un futuro. Ahora sabemos que había más de
cosmética que de hogar, más de imagen y fachada que otra cosa. Mario
siempre fue un fashion victim, el gusto por el maquillaje (facial y
financiero) la máscara, el dandismo, los cuellos de camisa almidonados y
los gemelos de oro. Toda esa parafernalia del gran Anticristo
engominado de la banca. Creíamos que estaba rehabilitado, desintoxicado,
limpio. No era así. Ha engañado a la Justicia, a los psiquiatras del
tribunal médico que le hacían el seguimiento semanal, a los yuppies que
en los ochenta lo encumbraron a los altares de los negocios y a las
flamantes cátedras de Derecho. Por un momento creímos que este Mario era
otro Mario, pero a las primeras de cambio, en cuanto lo dejamos un
minuto a solas, se nos echa a la calle, se nos coge un jet privado y se
nos pierde por los callejones de Zurich, temblando, salivando, tosiendo,
buscando ansiosamente un camello de guardia de la banca suiza que le
meta una inyección de capital letal por vena, un chute de dinero negro
que le calme el vicio y lo devuelva nuevamente a la vida. Mario no tiene
remedio ni redención posible, morirá como ha vivido, al margen de la
ley, al límite, trincando a tope, como ese pistolero del Far West que
siempre vuelve al lugar del duelo, como ese sicario que va asaltando
bancos y Banestos a punta de revólver, siempre de casino en casino, de
palo en palo, de golpe en golpe, con las alforjas llenas y huyendo del
sheriff. Mario es un killer de las finanzas, un banquero a sueldo del
mal, y siempre lo será. Si la cabra tira al monte y el yonqui tira a la
farmacia nocturna repleta de trankimazines, Mario tira a la sucia Suiza
llena de fondos buitre y buitres que tocan fondo. ¿Qué mal escondes,
Mario Conde? ¿Dónde están los quince kilos de Banesto que te
apestillaste? Nunca debimos haberlo dejado solo. Le tendríamos que haber
puesto un preso de apoyo que lo siguiera día y noche, un escolta full
time, un ángel o enfermero que lo vigilara a todas horas para que no
cayera de nuevo en el turbio vicio del desfalco. Una pulsera con chip
electrónico. Ahora ya es demasiado tarde. Pobre diablo. Lo hemos perdido
para siempre.
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