(Publicado en Revista Gurb el 25 de marzo de 2018)
Finalmente ha tenido que ser Alemania,
un país que en su Constitución contempla penas de cadena perpetua por el
delito de rebelión, la que ponga el punto final a la estrambótica fuga
de cinco meses del expresidente de la Generalitat de Cataluña, Carles
Puigdemont, refugiado en Bélgida desde octubre, cuando el Gobierno de
Madrid lo cesó en sus funciones al aplicar el artículo 155 de la
Constitución e intervenir la autonomía catalana. Según las primeras
informaciones, Puigdemont ha sido abordado por una pareja de la policía
alemana de Tráfico cuando cruzaba la frontera en coche desde Dinamarca
rumbo a Bélgica, país en el que tiene fijada su residencia y donde según
todos los indicios pretendía entregarse al considerar que la
legislación flamenca es más benigna para su defensa de cara a un juicio.
Los agentes dieron el alto a Puigdemont y lo condujeron hasta la
gasolinera más cercana, donde lo identificaron y le comunicaron
oficialmente su arresto, que en todo momento se ha realizado "con
corrección", según fuentes cercanas al expresident. Sin duda, la
operación policial se ha precipitado tras la información facilitada por
los espías españoles del CNI, que seguían de cerca los movimientos del
honorable tras la reactivación en las últimas horas de la euroorden de
detención cursada por el juez del Tribunal Supremo Pablo Llarena. Según
fuentes judiciales, el traslado del líder político catalán a España
podría producirse de forma inmediata, ya que "Alemania es uno de los
países con los que nuestro país tiene mejores relaciones de colaboración
policial".
Con el arresto de Puigdemont, máximo
impulsor de la independencia de Cataluña por la vía unilateral, se pone
punto final al ‘procés’, un auténtico golpe de Estado que había puesto
contra las cuerdas a la democracia española y la convivencia misma en
nuestro país. A esta hora se puede decir que el bloque secesionista está
prácticamente desactivado: el líder de ERC, Oriol Junqueras, continúa
en la cárcel; su número 2, Marta Rovira, ha huido a Suiza (así como Anna
Gabriel, líder de los antisistema de la CUP); y los exconsellers del
Gobierno de Puigdemont –Turull, Romeva, Rull, Bassa y Forcadell– han
sido devueltos a prisión, donde también se encuentran los padres
filosóficos y culturales del movimiento, los conocidos como Jordis. El
independentismo catalán echó un pulso al Estado y lo ha perdido. Ahora,
sofocada la aventura de desconexión con España, queda la ruina política,
económica y social de Cataluña, un auténtico desastre planeado por un
grupo de políticos iluminados e irresponsables que no supieron calibrar
ni el alcance de sus absurdas decisiones ni el pantano en el que se
estaban metiendo. Hoy en Cataluña solo
queda una declaración simbólica de república independiente reconocida
únicamente por Osetia; el varapalo del artículo 155 que hace retroceder a
los catalanes a los tiempos franquistas y que restringe notablemente su
autogobierno (hasta hace un año uno de los más amplios de las regiones
autónomas europeas); la intervención de las instituciones seculares de
la Generalitat; la fuga de empresas y bancos; políticos presos y lo peor
de todo: la brecha social entre ciudadanos, la divisón en dos polos
enfrentados que se odiarán durante mucho tiempo. Esa inmensa miseria es
la que ha traído el proceso separatista, un auténtico disparate, un
suicidio colectivo sin justificación alguna, un engaño colosal, cuando
no una gran estafa al electorado. Prometieron un paraíso terrenal
y fiscal donde no cabría el vago andaluz, ofrecieron un país donde cada
ciudadano sería rico y próspero, y han dejado un fiasco de proporciones
históricas que sin duda habrá que atribuir a los independentistas y a
su loca y descerebrada carrera hacia ninguna parte, al margen de que el
Gobierno de Madrid también haya tenido su parte de responsabilidad en el
conflicto, al no comprender que desde el año 2012, y sobre todo tras el
recorte del Tribunal Constitucional al Estatut, se estaba fraguando un
gran estallido social independentista que necesitaba una respuesta
política urgente. Rajoy no dio esa respuesta en su momento y con su
silencio y su desidia dejó que la situación se fuera enquistando hasta
que el volcán entró finalmente en erupción.
El error de cálculo del indepentismo ha
sido de una magnitud difícilmente comprensible en líderes políticos a
los que se les supone formados, preparados intelectualmente y con la
experiencia suficiente como para saber que el delirio en el que se
habían instalado, y al que habían arrastrado a dos millones de
catalanes, no podía terminar más que de esta manera: con el dolor,
sufrimiento, vergüenza y sentimiento de humillación de millones de
catalanes. Cataluña era una de las sociedades más respetadas, ricas,
avanzadas y admiradas de Europa y sus dirigentes, con su decisión de
pisotear las leyes y hasta el Estatut de autonomía, la han convertido en
un erial, en un espectáculo triste y grotesco para diversión de medio
mundo, en una disparatada comedia del absurdo más propia de los Hermanos
Marx que del respeto que se merece un pueblo con una historia y una
cultura tan rica e importante como la catalana. Al lado de semejantes
políticos, hasta Boadella, presidente de Tabarnia, parece un hombre
sensato. Que ya es decir.
MÁS PRESOS, MÁS ODIO.
Turull, Romeva, Rull, Bassa y Forcadell han ingresado ya en prisión. Un
paso más hacia la ruptura de la convivencia. Todos vamos a perder en
esta guerra de desgaste y sinrazón que unos iniciaron unilateralmente y
otros no supieron parar a tiempo con soluciones políticas. Seguimos en
un callejón sin salida, solo que la montaña de odio se hace cada día más
grande y monstruosa. Los líderes independentistas despiertan ahora de
un sueño tan delirante como imposible. Unos en la cárcel, otros fugados
en Suiza o Bélgica. ¿Acaso no lo vieron venir, es que no sabían que
emprender la vía separatista unilateral, dinamitando las bases del
Estado de Derecho, podía traerles consecuencias muy graves? ¿A dónde
pretendían llegar volando por los aires la Constitución, el Estatut, las
leyes y reglamentos? Cuando la maquinaria de la Justicia se pone en
marcha resulta implacable, dura, aplastante. La realidad se impone en
toda su crudeza. Las imágenes de las familias despidiendo a los
procesados entre lágrimas antes de ser conducidos a Soto del Real y a
Estremera no son plato de buen gusto para nadie, salvo para los
inconscientes y ultras. Mientras tanto Rajoy, el otro gran responsable
de haber llegado a esta situación nefasta, se lava las manos descargando
su responsabilidad en los magistrados del Supremo. Otro gran error, ya
que un juez solo puede aplicar el Código Penal; el trabajo político
debería hacerlo un presidente del Gobierno. ¿Qué caminos nos quedan para
salir del atolladero en el que nos encontramos? Muy pocos. Se podría
intentar destensar la cuerda, volver a una mesa de diálogo donde los
secesionistas renuncien a la unilateralidad y Madrid ofrezca avances en
el reconocimiento de la identidad catalana, pactar una solución para que
las penas a los presos sean lo más benignas posible. Recuperar el
espíritu de negociación y consenso, en definitiva, todo eso de lo que
los dos bandos enfrentados no quieren ni oír hablar porque en el fondo
no son auténticos demócratas, solo ciegos fanáticos arrastrados por una
corriente de prejuicios, resentimientos, tópicos, ensoñaciones,
mediocridades ideológicas, torpezas y dislates. Y así seguiremos: cada
día nuevos encarcelados, cada día una palada más de odio. Hasta el
desastre final.
Viñeta: Ben
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