(Publicado en Revista Gurb el 6 de abril de 2018)
El Mastergate que persigue como
una maldición gitana a Cristina Cifuentes va camino de convertirse en
una crisis abierta de Gobierno, un asunto de Estado que puede llevarse
por delante los restos del naufragio del Gobierno Rajoy. Y ahora que la
Fiscalía ha entrado en el tema para saber qué está pasando aquí, con más
razón tiemblan los muros de Génova. No perdamos de vista que estamos
hablando de esa virgen política, esa Juana de Arco de la derecha patria
que había iniciado una supuesta cruzada para limpiar de ranas venenosas
el estanque fangoso del PP y que ahora, a las primeras de cambio, es
acusada de falsificar sus notas universitarias, de echarle un borrón a
las calificaciones, de darle duramente al típex y a la tinta adulterada,
bajo un flexo clandestino y criminal, con una pericia que ni Los falsificadores,
aquella gran película justamente oscarizada. A Cifuentes "la listilla"
muchos ya nunca más podrán verla como una dirigente recta y honesta,
sino más bien como una tahúr del Manzanares, una trilera de claustros y
paraninfos, una oscura perista (lo de perista lo decimos porque siempre
le anda poniendo "peros" a las noticias de Escolar, que con la ley
mordaza hay que explicarlo todo oyes, no la vayamos a joder y nos
coloquen una querella también a nosotros, como a los camaradas de eldiario.es).
A la señora Cifuentes le ha sorprendido el revuelo mediático que se ha
montado –como si sacarse un máster con la gorra fuese lo normal en un
país avanzado– mientras algunos compañeros de partido, cada vez menos,
todo hay que decirlo, la siguen defendiendo a capa y espada. "Parece que
a algunos les gustaría conseguir lo que no consiguió un accidente de
tráfico mortal", ha llegado a decir histriónicamente Dolores de
Cospedal, que desde que dirige a las Fuerzas Armadas le ha salido un
deje violento plagado de ardor guerrero que tira para atrás. Una
declaración algo exagerada, fuera de tono, la de la señora ministra,
sobre todo porque la comparecencia de Cifuentes ante la Asamblea de
Madrid no ha convencido a nadie y no ha servido más que para agrandar la
sombra de la sospecha que se cernía ya sobre ella.
Lo cierto es que tras su paso por el
parlamento autonómico, a fecha de hoy, la imagen que queda de la señora
presidenta es la de una alumna enchufada y mediocre que se pelaba todas
las clases, que hacía novillos cuando sus compañeros se dejaban la piel
en los exámenes y que compraba los títulos académicos en el mercado
negro universitario, como quien compra una ración de churros en la Plaza
Mayor. Pese a que se ha defendido en el atril como gataza rubia panza
arriba (retórica y frescura no le faltan a la dama dorada) el caso sigue
rodeado de misterios, de ruido, de confusión, un enredoso affaire del
que el ciudadano empieza a desconectar ya, no solo por hastío y por
cansancio, sino porque estamos ante el mismo paripé de siempre que
seguramente terminará con el político sospechoso saliéndose de rositas.
Mientras tanto, el famoso trabajo de fin
de curso de Cifuentes sigue sin aparecer por ningún lado y las
preguntas se acumulan sin respuesta. ¿Por qué se le permitió
matricularse en el ciclo, tres meses después, y ya fuera de plazo? ¿Por
qué se cambiaron sus calificaciones para darle el curso por aprobado y
con nota pese a que no se le veía el pelo por la clase ni se presentaba a
los exámenes ni puede aportar trabajo alguno firmado por ella? ¿Qué hay
de esas noticias del digital de Escolar que hablan de falsificaciones
de firmas, de un título universitario de mercadillo que supuestamente se
compraba a golpe de talonario, de esa picaresca castellana y sonrojante
impropia en un político serio y honrado? Rajoy, un líder que siempre se
ha caracterizado por poner la mano en el fuego por sus guantes blancos,
esta vez ha optado por quitarle yerro al asunto, como si falsificar el
currículum académico fuese una cosa de chiquillos, una travesura de
colegiales que no va a ninguna parte, una trastada de señoritas
revoltosas de colegio mayor. Solo que a la pupila Cifuentes no la han
sorprendido en una cuestión menor como puede ser fabricarse unas
chuletas de nada para copiar en un examen, meterle una rata a la maestra
en el cajón o andar fumando pitillos a escondidas por los aseos de la
escuela. Esto es mucho más serio, algo que no puede saldarse, como suele
hacer el señor Rajoy, con un silencioso pasapalabra a la gallega, un
tirón de orejas al pillado in fraganti o un simple "muy mal señorita
Cifuentes, de rodillas y cara a la pared", como hacían los maestros
franquistas de antes. Aquí faltaría una dimisión higiénica y en
condiciones, ya que estamos hablando del desprestigio de todo el sistema
educativo español, del gigantesco descrédito que supone este embrollo
para la Universidad de nuestro país y por supuesto de delitos muy graves
como la prevaricación de catedráticos y funcionarios, la falsificación
de documentos y el tráfico de influencias. Si ha habido un jamón al
catedrático de turno a cambio de un sobresaliente o un aprobado, que
tanto da, la ciudadanía tiene derecho a saberlo porque diría mucho de la
catadura moral del personaje, en este caso "personaja", por adecuarnos
al lenguaje no sexista.
Nos creíamos que la corrupción made in
Spain era cosa de pelotazos urbanísticos, fitures y eventos varios, pero
ya estamos viendo que el carcinoma llegaba y corroía hasta los sabios
muros de nuestras milenarias universidades. Si no es verdad que en la
Rey Juan Carlos regalaban los títulos como chochonas en una tómbola de
feria, si no es cierto que más que un campus prestigioso y serio aquello
era una timba de tunos y tunantes, una casa de rifas y citas, una
agencia de colocación para fulanos del PP, que Cifuentes ponga encima de
la mesa todo el papelamen para demostrar su inocencia. De otra manera
muchos seguirán viendo a la presidenta como una rubia a la fuga, una
sablista de medio pelo que se sacaba los títulos académicos por la
patilla, una chulapa caradura y granuja de Chamberí de parpusa castiza,
chaleco y pantalones apretaos y clavel en la solapa. Una impostora sin
honoris causa, en fin. Su última excusa ha sido que perdió el trabajo de
fin de máster en alguna mudanza. Es lo que tiene andar por los pisos
carísimos de Madrid. Que uno pierde los papeles. Y hasta la cabeza.
Ilustración: Artsenal
Ilustración: Artsenal
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