(Publicado en Revista Gurb el 23 de marzo de 2018)
Durante años, España ha vivido en la
falacia de que aquí no teníamos un problema con la inmigración. "Los
españoles no somos racistas, no tenemos nada que ver con los ultras
austriacos o alemanes", nos repetían nuestros políticos cuando en
realidad la bomba de relojería estaba activada y lista para estallar.
Los disturbios de Lavapiés tras la muerte del mantero Mame Mbaye
demuestran que no vivíamos en un oasis de paz, respeto y tolerancia,
como nos habían hecho creer algunos. Había desconfianza entre
comunidades, falta de integración, recelo, racismo más o menos
soterrado, todo aquello que Saura nos explicó tan brillantemente en su
película Taxi. Cientos de inmigrantes recluidos en insalubres
centros de internamiento, vallas con cuchillas mutiladoras en Melilla,
devoluciones en caliente, identificaciones policiales en las que se
trata al extranjero como poco menos que un delincuente, persecuciones de
manteros, guetos incipientes, explotación laboral, seres humanos sin
documentación y abandonados a su suerte por calles y campos de todo el
país, todo ese sindiós social y político ha sido constante en la
desastrosa política migratoria de este Gobierno y también de los
anteriores.
Nos guste o no reconocerlo, los hemos
tratado como mano de obra barata, panchitos, negratas, moracos, y ahora,
cuando las calles de Madrid arden de odio racista, nos hemos dado
cuenta por fin de que tenemos un problema con las personas que vienen a
España en busca de un futuro mejor.
Las escenas que se han vivido la pasada
noche en Lavapiés, los enfrentamientos entre policías y manifestantes,
los contenedores y cajeros automáticos envueltos en llamas, las
barricadas y coches calcinados, las piedras y los palos, el ruido y la
furia, no se diferencian demasiado de esas imágenes sobre disturbios
raciales que nos llegan de cuando en cuando de los estados sureños
norteamericanos, de los guetos parisinos y marselleses y de otros
lugares del mundo con problemas graves de integración social. Puede que
en general los españoles no seamos racistas (eso habría que
preguntárselo a los miles de inmigrantes que malviven en nuestras
ciudades) pero lo que a estas alturas resulta innegable es que algo está
fallando. Ni somos tan tolerantes como nos creíamos ni nuestro país era
una especie de santuario de convivencia interracial.
Ahora la bomba nos ha estallado en la
cara. La manifestación que los inmigrantes han preparado esta tarde para
denunciar la situación insostenible que viven desde hace años, quizá
demasiados, puede convertirse en un polvorín si las autoridades no saben
gestionar la crisis con templanza y racionalidad. Carmena ha suspendido
todos sus actos oficiales; los políticos se frotan los ojos incrédulos.
¿Pero cómo ha podido ocurrir semejante estallido de violencia? Primero
fueron las mujeres, luego los pensionistas, ahora los inmigrantes. No
nos engañemos. Todo eso tiene nombre: miseria, pobreza, marginación e
intolerancia.
Ilustración: Jorge Alaminos
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