(Publicado en Diario16 el 31 de mayo de 2023)
Siguen los politólogos tratando de entender lo que ocurrió el pasado domingo electoral. Desentrañar el descalabro de la izquierda y el tsunami reaccionario se ha convertido en un asunto que ni el misterio de la Santísima Trinidad. Nadie acierta a dar con la tecla, todo son especulaciones y se lanzan explicaciones variopintas sobre la polarización, la situación internacional, el trasvase de voto de un partido a otro, los errores de campaña, la desmovilización, la compleja ley electoral española (que es verdad que es un sudoku) y otras teorías que probablemente quedarán en el limbo porque esto de la política no es una ciencia exacta como la matemática y nadie tiene la piedra de Rosetta.
Sin embargo, quizá haya un factor importante que estamos pasando por alto y sobre el que sería preciso situar el foco del problema: el componente de irracionalidad siempre presente en la neurotizada sociedad de consumo. ¿Cómo explicar que una misma persona acuda al colegio electoral con la papeleta del PP en la mano derecha (para meterla en la urna de las autonómicas) y la del PSOE en la izquierda (para echarla en la caja translúcida de las municipales)? Ese drama solo tiene una explicación. El votante de 2023 se ha transformado radicalmente, ya no es aquel ciudadano del siglo XX que transitaba por un tiempo y una democracia con valores, con principios, con lógica y coherencia. El personal de hoy, fundido como está con la posmodernidad (confundido habría que decir más bien), ya no cree en nada más que en su bienestar personal. Es un individuo hater por contagio con las nefastas redes sociales, individualista y egocéntrico, infantilizado y miedoso a perder sus privilegios. Un ser proclive a tragarse cualquier bulo siempre que sea excitante y divertido. El placer ha sustituido a la conciencia social, el recreo frívolo a la democracia (que debería ser una cosa muy seria), y la libertad se reduce a tomarse una buena caña en la Plaza Mayor.
En ese contexto diabólico en el que nos encontramos (ya digo que por efecto de la tóxica posmodernidad), los parámetros clásicos de la política de antes dejan de funcionar. Han saltado por los aires. Es como tratar de jugar al tenis con las reglas del bádminton. O como meter a un terrícola acostumbrado a su espacio/tiempo en un planeta cuántico con 26 dimensiones. Póngase usted a explicarle al votante contemporáneo las ratios de la Sanidad, las tablas del IPC y las cifras de crecimiento económico o PIB. Le revienta la cabeza. Peta. No lo entiende. Se aburrirá y se largará con el charlatán de turno que le da la marcha y el cachondeo que le está pidiendo el cuerpo, mayormente el desalmado (barra a) sin escrúpulos capaz de decir aquello de que “ETA está viva” o “Que te vote Txapote”. Cuanto más show más votos; cuanto más esperpento más carcajadas, más comedia, más parranda y jarana. Y si hay que construir un universo paralelo o mundo al revés se construye y a otra cosa. En ese escenario, todo aquel que quiera mantener un debate sesudo y empírico está irremediablemente perdido. Quien pretenda plantear la batalla desde la razón, la congruencia y los viejos axiomas e ideologías, está abocado a una humillante derrota. La irracionalidad es el nuevo paradigma y quien no se adapte a ese cuadrilátero perecerá sin remedio.
Hace algún tiempo, el casi siempre lúcido y atinado Íñigo Errejón puso un tuit algo oscuro (hasta él tiene un mal día). “La hegemonía se mueve en la tensión entre el núcleo irradiador y la seducción de los sectores aliados laterales. Afirmación-apertura”. ¿Qué pretendía con semejante acertijo que ni él mismo entendía? ¿Que le diera un parraque al votante de izquierdas? La realidad de hoy es compleja, pero a menudo las cosas son más fáciles que todo eso. Los farragosos sondeos demoscópicos, las encuestas, las estrategias y tácticas políticas fracasan sencillamente porque el individuo posmoderno de la decadente democracia liberal es un ente insondable, inasible, voluble, y se mueve a impulsos. Le tira del ala la política (ya no cree en izquierdas y derechas, es más, los odia a todos) y considera la democracia como un entretenimiento, a veces divertido, por momentos tedioso. Y cuidado, este mal no solo es español, afecta a todo el bloque occidental, que ha llegado a un punto crítico de no retorno en el deterioro moral y ético.
Marc Giró, el ingenioso periodista español especializado en moda y estilo, acierta de pleno cuando aporta su peculiar interpretación de este convulso 28M. “Mientras te tragas el tocho de los cojones de El capital, más el teatro de Bertolt Brecht y Simon de Beauvoir, ya te ha metido la polla por el culo la ultraderecha con el una, grande y libre, todos los maricones al paredón y las mujeres a fregar suelos”. No se puede explicar mejor ni con más economía literaria el lento y progresivo proceso de degeneración de las sociedades actuales.
Si no podemos comprender el mundo de hoy, ¿cómo vamos a racionalizar la política, que es lo más irracional que existe? Por tanto, la pregunta no es si ha acertado Pedro Sánchez personalizando en su figura la campaña electoral y apostando por un programa en positivo con exposición de las cosas buenas que ha hecho el Gobierno de coalición (más otras ofertas y promesas de última hora) frente a los bulos e insultos de la extrema derecha. La clave de este embrollo es que el bueno de Pedro estaba jugando al limpio y decente baloncesto, que tanto le gusta, mientras sus rivales y adversarios jugaban a otra cosa: mayormente al patadón y tentetieso del rugby. Ahora que empieza a verlo claro, tras el batacazo municipal, parece que el presidente se dispone a reaccionar, quitándose el viejo traje analógico para ponerse el de posmodernista del siglo XXI. Preparémonos pues para un PSOE con mucha Guerra Civil y Franco, mucha vuelta a las mentiras del PP sobre Irak y mucho ácido corrosivo como el “que vienen los fachas”. Un emocionante baño de bilis. ¿Conseguirá conectar el 23J? Imposible saberlo. Depende de cómo ande el personal, ese día, de dosis de irracionalidad.
Viñeta: Iñaki y Frenchy
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