(Publicado en Diario16 el 24 de mayo de 2023)
Brasil eleva el tono contra España por el caso Vinicius, que va camino de convertirse en un grave incidente internacional. Así es el mundo globalizado de hoy: las macarradas de un grupo de impresentables colocados de paella, agua de Valencia y otras sustancias lisérgicas pueden terminar degenerando en una crisis diplomática sin precedentes. Después de que el jugador madridista nos acusara de ser un país racista, Lula Da Silva comenzó su intervención en la cumbre del G7 de Japón con comentarios sobre el asunto y ayer el ministro de Justicia carioca subió un peldaño más en la escalada al amenazar con poner en marcha el principio de extraterritorialidad (aplicación excepcional del código penal brasileño fuera de sus fronteras) por los insultos al delantero del Real Madrid. Están tan ofendidos por aquellas latitudes que hasta han apagado las luces del célebre Cristo de Corcovado en señal de protesta y apoyo a Vinicius Junior.
Sin comerlo ni beberlo, los españoles nos hemos convertido en supremacistas, en arios ibéricos, como si no hubiera más país racista que este en todo el globo terráqueo. Todos aquellos que nos odian sin motivo ni razón (otra forma de racismo, aunque ellos no lo sepan) aprovechan cualquier suceso o episodio de la historia para retorcerlo y resucitar la leyenda negra española, nuestro pasado colonial imperialista, los tercios de Flandes y los latrocinios que pudimos cometer durante la conquista de América. Ya tarda en salir a la palestra el mexicano López Obrador para volver a exigirnos que pidamos perdón por los genocidios de hace quinientos años, esa visión infantil y naíf de la historia que juzga el presente a la luz de los crímenes del pasado. Aún no hemos escuchado a Obrador exigiéndole ese mismo perdón a los italianos de Roma por haber echado a los leones a tantos cristianos.
Lo de Vinicius era un material que ni pintado, tenía todos los ingredientes para volver a retratar a los españoles como seres bárbaros, crueles, sanguinarios. Unos tipos de crucifijo en el pecho, arcabuz y armadura, ansiosos por cortar cabezas de pobres inditos. Un hombre valiente como Vinicius tratando de defender sus derechos y su dignidad, solo frente a una grada repleta de fascistas con ganas de lincharlo, es un relato épico y conmovedor que se comenta por sí solo. Basta con ver esa fotografía para la historia que muestra a la víctima ante la horda babeante de odio para que a cualquier persona de bien se le ponga el vello de punta, se le revuelvan las tripas y sienta vergüenza del género humano.
Así que esa batalla, la batalla mediática ante el planeta, la perdió España desde el mismo instante en que el crack se revolvió con bravura contra sus verdugos, pidiéndole al árbitro que detuviera el partido al escuchar el primer grito de “mono mono”. Esa lacra, esa vergüenza, nos acompañará ya para siempre. Jamás podremos limpiarla y a partir de ahora solo nos queda hacer las cosas bien, tomarnos el problema en serio y empezar a adoptar medidas drásticas para que no vuelva a ocurrir, como pedirle a los clubes que dejen de hacer el paripé y se impliquen de verdad; exigir a Tebas y Rubiales que aparquen sus diferencias y erradiquen el racismo de los estadios; instar a las fuerzas de seguridad a que apliquen el artículo que establece el delito de odio; y confiar en que los jueces hagan caer todo el peso de la ley sobre los xenófobos.
Dicho lo cual, conviene puntualizar algunas cuestiones importantes. En primer lugar, que son legión los jugadores que han sido víctimas de ataques racistas en todas las ligas europeas, entre ellos Ballotelli en Francia, Pogba en Inglaterra, Lukaku en Italia y Malcom en Rusia. Colgarle a España el cartel de racista por un episodio que por desgracia ocurre en todos los estadios de fútbol del viejo continente es una injusticia más y un burdo intento de criminalizar a un pueblo siempre acogedor, solidario y tolerante como este. Un país que abrió sus puertos a barcos repletos de inmigrantes como el Aquarius cuando otros los cerraban cruelmente y sin pudor tratando a los espaldas mojadas de las pateras poco menos que como apestados.
Tenemos un serio problema de racismo que fluye en una parte minoritaria de la sociedad, claro que lo tenemos, como lo tienen los demás países occidentales. Ayer, el propio Carlo Ancelotti enmendó su error de cálculo del día de autos al asegurar que España “no es un país racista, pero hay racismo”. El entrenador madridista también pidió disculpas por haber metido en el mismo saco de los violentos a la inmensa mayoría de los 40.000 espectadores valencianistas que estaban en Mestalla el domingo y que no tomaron parte en el aquelarre nazi. Reconocer su fallo le honra.
El pueblo español no es racista ni por idiosincrasia, ni por antonomasia, ni por genética. Por eso sorprende que ahora pretendan cargarnos con ese estigma. Por eso indigna que gobernantes de un país como Brasil, donde más de 58 millones de personas votan a un fascista de la corriente Trump como Bolsonaro (ese tipo infame que presume de que sus hijos “nunca serán gais ni tendrán novias negras” porque “los ha educado muy bien), vengan ahora a darnos lecciones de respeto a los derechos de las minorías raciales. Por eso extraña que nos cuelguen el sambenito de racistas cuando en Italia gobierna Meloni, en Hungría Orbán y en Francia los Le Pen están a un paso de instalarse en El Elíseo, derrocando a Macron, el último guiñol de la triste mascarada en que ha caído la democracia liberal. Y por eso extraña que un señor como Neymar, que en su día apoyó al hitlerito carioca, se ponga ahora estupendo y al lado de Vinicius, una incoherencia tan gigantesca como el propio Cristo de Corcovado.
Viñeta: Pedro Parrilla
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