(Publicado en Diario16 el 30 de noviembre de 2023)
Uno de los grandes misterios de la Guerra Civil Española sigue siendo quién mató a Andrés Nin, el máximo dirigente del Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM). Muchos han sido los investigadores y biógrafos que han tratado de averiguar qué pasó con el líder político, sindicalista y traductor que durante aquellos años convulsos se convirtió en una figura de referencia para una parte de la izquierda española. A día de hoy, la hipótesis más plausible es que Nin fue una víctima más de las sangrientas purgas llevadas a cabo en 1937 por los enlaces y asesores soviéticos que de alguna manera controlaban el Gobierno republicano. Pero todo son conjeturas.
El POUM, una formación marxista y troskista (pero no estalinista), molestaba en buena medida a Moscú, y ya se sabe que cuando alguien incomodaba al dictador bolchevique se daba la orden de eliminarlo sin contemplaciones. Uno de los métodos más empleados por Stalin para liquidar a los disidentes y rivales que le estorbaban consistía en implicarlos en una falsa conjura fascista internacional para después procesarlos y ejecutarlos. Eso fue lo que parece que ocurrió con Nin. Los estalinistas pudieron haber urdido un montaje para hacer pasar al dirigente del POUM por un traidor que se entendía con los nazis y que incluso estaba dispuesto a colaborar con Franco para abrir las puertas de Madrid a una quinta columna de falangistas, la primera línea de combate que dejaría el paso expedito a los nacionales en una inminente ofensiva.
Hasta donde sabemos, el complot se puso en marcha en la primavera de 1937, cuando la Policía republicana (en manos de los comunistas, según cuenta el historiador Hugh Thomas) encontró una supuesta carta que Nin remitió al Caudillo informándole de que estaba decidido a trabajar para que los sublevados franquistas pudieran tomar la capital del país. En realidad, esa misiva era una falsificación confeccionada por los servicios de contraespionaje del NKVD (el comisariado soviético), pero cumplió su función a la hora de poner en marcha la maquinaria estalinista contra Nin y el resto de dirigentes del POUM. El papel que jugó Alexander Orlov, jefe del NKVD en España, fue decisivo, ya que este maquiavélico personaje informó a las autoridades de que Nin era un espía fascista y alertó de que algún que otro ministro se entendía con los líderes del Partido Obrero de Unificación Marxista. La teoría de la conspiración había calado en el Gobierno republicano. Al poco tiempo, el Hotel Falcón, sede del POUM, era clausurado (testigos de la redada aseguraron que en la operación participaron agentes secretos soviéticos) y los dirigentes de la cúpula (entre ellos Julián Gorkin y José Escuder), arrestados. Esa fue la última vez que se vio a Andrés Nin.
Según Hugh Thomas, el político marxista fue trasladado a la catedral de Alcalá de Henares, acondicionada como cárcel o “checa”. No en vano, la localidad madrileña era uno de los lugares elegidos por los soviéticos como base principal de operaciones. Un enclave siniestro como ese no solo servía como centro de detención, sino como cámara de tortura a la rusa, de modo que, aunque faltan datos para recomponer el puzle de las últimas horas de Nin, no es descabellado pensar que fue sometido a todo tipo de vejaciones.
Otro célebre hispanista, Paul Preston, llega a sugerir que el líder del POUM fue asesinado mediante la técnica del desollamiento (arrancar la piel a tiras). Bien es sabido que el estalinismo poseía un amplio manual de torturas para conseguir doblegar la voluntad de los pobres infelices que daban con sus huesos en las temidas checas. De cualquier manera, Thomas cree que Nin mostró valor y entereza, ya que al guardar silencio consiguió salvar la vida de muchos de sus camaradas, la mayoría de los cuales pudieron escapar al exilio cuando Franco ganó la contienda. Hoy por hoy, pocos dudan de que la orden de acabar con Nin (que probablemente fue ejecutado en el parque de El Pardo, en las proximidades de Madrid) provino vía directa de Moscú. Sin embargo, su cuerpo nunca apareció y qué fue de él sigue siendo, en la actualidad, todo un misterio. El capítulo se dio por cerrado y la URSS propagó con interés la versión oficial de que el detenido había sido rescatado de la prisión madrileña por un comando nazi, es decir, por “sus amigos de la Gestapo”.
En los días siguientes a la desaparición del activista catalán, sus seguidores lanzaron una campaña bajo el lema “¿Dónde está Nin?”. El Gobierno republicano no hizo demasiado por aclarar el turbio episodio. Los ministros socialistas pidieron explicaciones con escaso entusiasmo a los comunistas y estos se limitaron a responder con sorna (“búsquenlo en Salamanca o en Berlín”), pero en realidad a todos les venía bien quitarse de encima al líder del POUM. No convenía enemistarse con la Unión Soviética, la única potencia mundial que apoyaba a la Segunda República con dinero, armas, aviones y vehículos de guerra. Además, muchos en el Consejo de Ministros consideraban al POUM poco menos que “un grupo de agitadores que estaba perjudicando el esfuerzo bélico” en el intento de frenar a los rebeldes. Se dice que el presidente del Gobierno, Juan Negrín, llegó a saber toda la verdad sobre el caso, pero de ser así, se la llevó consigo a la tumba. Azaña, por su parte, miró para otro lado.
Con la lógica en la mano, jamás tuvo el menor sentido la teoría de que el POUM estaba en connivencia y complicidad con Franco y con los nazis, pero ese falso relato, esa leyenda negra, se ha extendido en el tiempo y ha llegado hasta nuestros días. Hoy que la izquierda española sigue con sus luchas cainitas por el poder conviene no perder de vista la vida y la muerte de un hombre que para algunos fue un símbolo y para otros un estorbo al que había que eliminar a toda costa. Las purgas, las checas y el odio fratricida. Historias siniestras de nuestra Guerra Civil que explican lo que fuimos y lo que somos.
Viñeta: Iñaki y Frenchy
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