(Publicado en Revista Gurb el 17 de noviembre de 2017)
Lo ha dicho Nicolás Sartorius hace un
cuarto de hora: "El nacionalismo se da de bofetadas con la izquierda".
No se puede expresar con mayor claridad. Sartorius fue uno de esos
luchadores infatigables contra el franquismo a los que ahora los
nacionalistas catalanes han colgado el cartelito injusto de facha. Aquí
todo el que no está con la ortodoxia antisistema de la CUP es un facha. Y
el caso es que tiene más razón que un santo el señor Sartorius. El
nacionalismo es exclusión, egoísmo, xenofobia, supremacía. La izquierda
es todo lo contrario: igualdad, solidaridad, tolerancia, fraternidad. El
nacionalista, en un chute de ego narcisista, anda todo el rato
intentando demostrar que su ombligo es superlativo, que los de su tribu
son más que nadie en una extraña demostración de superioridad económica,
étnica, genética, religiosa o de cualquier otro tipo. Europa vivió dos
contiendas mundiales por culpa de los nacionalismos exacerbados, de ahí
que Mitterrand sentenciara aquello de que el "nacionalismo es la
guerra". Es más, el nacionalismo siempre es de derechas, habría que
añadir. Pese a todo eso, los de la CUP, ERC y otros, esos que se han
atribuido (unilateralmente, como siempre hacen) la defensa de los
valores de la izquierda catalana, esos que dicen defender los intereses
de la clase trabajadora, no han hecho otra cosa que dividir al
proletariado del Estado español, sembrar la semilla del odio y la
discordia entre hermanos obreros, abrir una brecha insalvable entre
curritos barceloneses y sevillanos, leridanos y astures, tarraconenses y
maños, mientras el patrón y los jerarcas del poder financiero babean de
gusto con el espectáculo fratricida. De las múltiples tragedias a las
que nos están abocando los independentistas catalanes con su desvarío
medieval y anacrónico, la más triste de todas es que han abandonado el
internacionalismo solidario que siempre ha inspirado el socialismo para
abrazar un localismo egocéntrico, diminuto, autárquico y huraño que no
lleva a ninguna parte, más que a la insolidaridad como principio, al
aislamiento, a la confrontación y a la fractura entre pobres asalariados
como paso previo a su derrota. Es cierto que en sus manifestaciones
soberanistas apelan a la izquierda republicana, pero se quedan solo con
lo superficial, con el sobreactuado puño en alto, las viejas tonadillas
de trinchera, las consignas y tópicos manidos, la pose y la estética,
olvidando lo que de verdad debería importarles: una clase obrera unida,
cuanto más numerosa y fuerte mejor, una hermandad proletaria catalana y
española fraternalmente cohesionada en pos de la lucha secular contra el
auténtico enemigo común, que no es ni el Rey, ni Rajoy, ni el Estado
español, sino el patrón y su dinero. Van por la vida de socialistas pero
no son más que gentes encerradas en su terruño feudal y en su bandera
(que ya no es la roja, por cierto). Van de avanzadilla de la izquierda
cuando en realidad no son más que cómplices de los carteristas del tres
per cent y su revolución burguesa alentada por el Club Bildelberg y los
hackers de Putin. Se han convertido en seres recelosos que solo miran
por lo suyo, por su futuro paraíso fiscal a la andorrana y por las
migajillas que les va dejando el señorito de Canaletas, que sigue
cómodamente instalado en sus elevados palacios gaudíes. Desprecian al
camarada jornalero español por moreno, moraco y facha, van de rojos por
el mundo pero se apartan cuando pasa por su lado un charnego sin duchar,
uno de esos españolazos toscos y agitanados que hablan castellano viejo
y huelen a Valladolid, a establo y a ignorancia. A los chicos de la
supuesta izquierda catalanista, tan progres y refinados ellos, se les
llena la boca de igualdad y justicia social, pero a la hora de la verdad
les sale una urticaria purulenta cuando oyen hablar de Estado de
Bienestar para todos, de auténtica hermandad socialista y de solidaridad
entre regiones ricas y pobres. Su idea de la Justicia social termina en
la frontera aragonesa por el oeste, en Vinaròs por el sur y en los
Pirineos por el norte. La clase obrera que ellos entienden no habla la
lengua del patriarca Marx sino el catalán, solo el catalán y nada más
que el catalán. Más les valdría empezar por el a,e,i,o,u de la
izquierda, aquello de que la religión es el opio del pueblo. ¿Dónde se
ha visto un revolucionario rezándole a la Virgen de Montserrat como hace
Junqueras, el capillita beato y meapilas? Para eso ya tenemos a José
Bono, que es más guapo y va para embajador en el Vaticano.
Ellos, los Romevas y Roviras, los
Rufianes y los Baños, se han envuelto en la falsa bandera de la
izquierda cuando a la hora de la verdad los únicos que los apoyan en
Europa son los xenófobos del UKIP, la ultraderecha euroescéptica del
británico Farage, el holandés Wilders, el austriaco neonazi Strache y la
opulenta Liga Norte italiana de la Lombardía y el Veneto, otro partido
de ricos elitistas y xenófobos. Menuda banda. Serán independentistas
convencidos, eso no lo duda nadie, pero por favor, que no usurpen la
noble y honrada bandera de la izquierda porque no les pertenece. Con la
estelada ya tienen bastante. El nacionalismo ciego que profesan, el
chauvinismo miope, étnico, diferencial, disgregador, excluyente y
usurero que enseñan a sus hijos desde la más tierna infancia, entre
cursis talleres de manualidades, conciertos del jubilado Lluis Llach y
acordes de Els Segadors, como si de una nueva religión se
tratara, es la antítesis radical de la gloriosa izquierda
internacionalista obrera, a la que terminan disolviendo en sus oníricas
fábulas identitarias. Podrán engañar a los letrados del Parlament con
sus sueños de un surrealismo daliniano, pero no a los auténticos
socialistas, los de verdad, porque la gente de izquierdas siempre fue
generosa y altruista, mestiza y fraternal, integradora y solidaria,
luchadora por el bien común de los trabajadores de todos los pueblos de
la Tierra, sean los kurdos contra los que votó Puigdemont en su momento o
esos andaluces y extremeños a los que denigran y acusan injustamente de
vagos, maleantes y aprovechados. Eso no es ser de izquierdas ni es ser
nada. Eso es una suerte de neopopulismo disfrazado con cierto tufillo
xenófobo vendido a las conspiraciones de la alta burguesía catalana y
que traiciona a la causa misma de la izquierda solo para poder alcanzar,
algún día, una cuenta opaca en ese paraíso fiscal soñado al que quieren
llegar a toda costa. Que no es lo mismo.
Viñeta: Borja Ben