(Publicado en Diario16 el 15 de enero de 2020)
Los pines antifascistas que Pablo Iglesias y Alberto Garzón lucieron en las solapas de sus chaquetas durante el acto de juramento o promesa de acatamiento a la Constitución, en presencia del rey, han vuelto a remover la bilis, la rabia y el rencor de la España carpetovetónica. Las televisiones y tertulias radiofónicas han dedicado amplios espacios y programas al análisis del famoso triángulo rojo, un símbolo con el que los nazis estigmatizaron brutalmente a los presos políticos recluidos en los abominables campos de exterminio. Los intelectuales, los socialistas y comunistas, los miembros de la resistencia y en general los opositores al Tercer Reich que eran detenidos y conducidos a Auschwitz, Mauthausen o Dachau eran marcados con el maldito triángulo, que hoy se ha convertido en todo un símbolo contra el totalitarismo en el mundo.
El gesto de Iglesias y Garzón no tuvo nada de provocación, ni de irreverencia, ni de frentismo guerracivilista, como dicen algunos. Al contrario, fue un acto noble de recuerdo, un homenaje a los millones de asesinados en los hornos crematorios construidos por Hitler y sus ángeles exterminadores. En política es necesario tener un punto de activismo porque si no se corre el riesgo de caer en la indiferencia, en la desmemoria y en el tedio. Hay que recordar permanentemente para no caer en los viejos errores, volver a la historia una y otra vez, empaparse con el horror de aquellas páginas negras que nunca más deben repetirse.
Sin embargo, lo que debería entenderse como un acto de justicia y reparación moral ha sido interpretado por las derechas como un ataque directo, un eslogan bélico y una declaración de guerra. Que todo eso lo diga Santiago Abascal, un líder sectario que tiene que vender a toda costa y como sea su rancio y caducado programa político, no extraña lo más mínimo (se entiende que la caza, los paseos a caballo y las horas machacándose en el gimnasio apenas le dejan tiempo al hombre para leer buenos libros de historia, véase Gabriel Jackson, Paul Preston, Ian Gibson y otros prestigiosos hispanistas).
Pero la Montero no es la única intelectuala de nuevo cuño próxima a la caverna mediática a la que no le ha gustado que los nuevos ministros se pongan una insignia roja en la solapa. En el programa de Ana Rosa, Isabel San Sebastián (otra más de derechas que el himno de Pemán) se enzarzó con el colaborador Antonio Maestre, a quien recriminó que también portara el polémico “triangulito”, reprochándole además la utilización “con desvergüenza de un episodio trágico de la historia”.
Está visto que Mariló e Isabel son capaces de cualquier cosa cuando se trata de levantar las audiencias televisivas, incluso pasar por alto que tras ese pequeño pin se esconde el inmenso infierno de Auschwitz, un asunto que no debería tomarse a la ligera. No todo vale para vender muchos libros de esos que se publican como churros cada año o para salir en los programas matinales de tertulias, donde además de jugosos royalties dan café con bollos gratis, se está calentito y no hay que andar por la calle buscando noticias.
Sería más digno y decente guardar un respetuoso silencio, honrar y recordar a los muertos exterminados en los hornos de la muerte del nazismo, con pin o sin pin en la solapa. Pero eso sería tanto como pedirles una pizca de grandeza a estas dos marquesonas del periodismo que mucho nos tememos se han dejado seducir por la moda ultra. Y tal como está el nivel de petardeo político y televisivo, eso es mucho pedir.
Viñeta: Iñaki y Frenchy
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