(Publicado en Diario16 el 9 de mayo de 2022)
Niños rubios uniformados y repeinados al viejo estilo de las SS; escuadrones fanatizados desfilando como un solo hombre; un mar de banderas embravecidas y hasta el avión del Juicio Final, que al final no ha podido despegar porque estaba nublado. Es la perfomance militar que ha organizado Vladímir Putin para celebrar el 9 de mayo, día que conmemora la victoria de la URSS sobre los nazis en la Segunda Guerra Mundial. La comunidad internacional contiene la respiración y mira hacia el palco principal del Kremlin, desde donde el nuevo jerarca global, el gran dictador del siglo XXI, mueve sus tropas, tanques y misiles por toda Europa. Moldavia es la siguiente en el punto de mira.
Había expectación por saber lo que Putin, el frío y cetrino abrigo del KGB, iba a decirle al resto de la humanidad desde su inexpugnable atalaya de poder. Sin duda, de su discurso dependía el futuro de la humanidad. Unos pensaban que el líder ruso aprovecharía para declararle la guerra a Ucrania, lo que, teniendo en cuenta que los ejércitos rusos llevan más de dos meses machacando a ese país y que los muertos se cuentan ya por miles, no dejaría de ser un sangrante ejercicio de cinismo político. Otros como Viktor Orbán, presidente de Hungría, habían dejado caer la posibilidad de que el sátrapa moscovita diera la orden de detener las hostilidades. “El 9 de mayo todo acabará”, había augurado, como en una siniestra profecía de Lourdes, el papa Francisco. Nadie acertó. La mente de un dictador no obedece a lógica alguna.
Tras los fastos militares, la noticia es que no hay noticia, el tirano se ha limitado a pasar revista a las tropas, ha soltado el manido mitin patriótico-nacionalista de siempre y con las mismas se ha vuelto para el búnker nuclear. Bien mirado, era lo que cabía esperar. Declararle la guerra a Ucrania cuando vamos camino de tres meses de combates hubiese dejado a Putin como un anciano ridículo y senil que chochea y que está fuera de la realidad. Por otro lado, proclamar el final de la confrontación militar con los ucranianos hubiese supuesto una rendición de facto, una humillante derrota y el princpio del fin del régimen putinesco. Se ha derramado tanta sangre rusa que a Putin ya solo le queda una salida: la huida hacia adelante.
Así las cosas, el tablero queda como está, la partida de ajedrez entre Rusia y Estados Unidos continúa y lamentablemente tenemos guerra para rato. Pero poco a poco vamos conociendo el extraño perfil psicológico del hombre al que nos enfrentamos y que quiere dominar el mundo. Para empezar, se está revelando como un maestro en el empleo del eufemismo, la neolengua orwelliana y la desinformación. También en darle la vuelta a la historia, en la tradición de la mejor escuela del revisionismo fascista, para convencer a su pueblo de que el retorno a la guerra es una continuación de lo que ocurrió en 1945, una operación para desnazificar no solo Ucrania, sino Europa desde los Urales hasta Gibraltar. Putin sabe cómo lavarle el cerebro al pueblo ruso: acabando con la libertad de prensa, encerrando periodistas en el gulag (15 años de prisión para todo aquel que se muestre crítico con el Gobierno y con el Ejército) y propagando el bulo de que Rusia se encuentra gravemente amenazada por el nazismo.
Hoy mismo, durante su discurso del 9 de mayo, ha lanzado la descabellada idea de que el país no hace otra cosa que defenderse de la OTAN y de sus planes para invadir la Federación Rusa. “Fue una decisión forzada, oportuna y la única correcta. Occidente preparaba la invasión de nuestra tierra”, asegura el líder ruso. Semejante patraña no se la cree ni la momia de Stalin. Pero de esta forma Putin va construyendo su narrativa delirante, contradictoria, totalitaria, retornando a la doctrina del ataque preventivo de la URSS –como decía Polansky y el Ardor, el mítico grupo musical de los ochenta– y saltándose el derecho internacional. Mientras tanto, entre mentira y misilazo, va ensanchando fronteras hasta volver al mapa de 1919. Ya lo ha hecho en Crimea, en Chechenia, en el Donbás, y lo hará también en Moldavia. A eso se refiere el tirano cuando habla de multilateralidad: a la creación de un nuevo orden global con Moscú y Pekín como dueños y señores del planeta y la democracia, que no les gusta porque son autócratas, postrada de rodillas.
La coartada del Amado Líder Putin para justificar sus genocidios no se sostiene por ningún lado. Pero entra dentro de la lógica totalitaria: cuando un dictador ve amenazado su poder se inventa un enemigo exterior, se envuelve en la bandera y declara la guerra a alguien, a quien sea, cualquier país vale con tal de que sea débil y fácilmente invadible. En realidad, aquí no hay más nazi que Putin, un fachón de manual, un carnicero feroz que ha ordenado matanzas como las de Bucha y Mariúpol y el éxodo masivo de más de tres millones de refugiados que recorren Europa huyendo de las bombas criminales. Algo así no se veía desde 1939, cuando Hitler dio la orden de invadir Polonia desencadenando la Segunda Guerra Mundial.
Rusia ha caído en manos de una mafia de oligarcas ultraliberales, unos jetas enrocados en su flotilla de yates suntuosos al mando de un iluminado bajo palio del patriarca Cirilo (nacionalcatolicismo a la rusa). No hay más que ver en lo que ha quedado el desfile del 9 de mayo: una nostálgica y decadente romería de flamantes Rolls-Royce atiborrados de viejos generalotes fatuos, enfermos y alicatados de medallas. El comunismo no era esto; si Marx levantara la cabeza los echaba a gorrazos de la Duma.
“No hay invasor que pueda gobernar nuestro pueblo libre”, proclama Zelenski al otro lado de la trinchera, frente a un edificio agujereado por las bombas. Bono da un histórico concierto en apoyo a Ucrania en el asediado metro de Kiev. Borrell propone destinar los fondos incautados a los magnates rusos a la reconstrucción de Ucrania. Atrapado entre dos fuegos –su propia derrota personal y el repudio del mundo entero– Putin desempolva la polvorienta bandera de la URSS que tenía arrumbada en un arcón (y de la que ya no se acordaba) para seducir y engañar a las masas manipuladas por el Gran Hermano ruso. Un nazi de manual poniendo sus sucias manos en la gloriosa insignia de la hoz y el martillo, símbolo de la lucha de los trabajadores contra la barbarie fascista. Un oligarca multimillonario forrado y corrupto usurpando la honrada enseña del proletariado, de los 27 millones de rusos que dieron su vida contra el nazismo. ¿Qué más nos queda por ver? El mundo ha entrado en una distopía incomprensible. El demente ha perdido la guerra, pero le queda el botón nuclear. Dice un corresponsal que los misiles ya van camino de Odesa.
Viñeta: Iñaki y Frenchy