Quienes le conocieron dicen que Rubalcaba no usaba smartphones porque estaba convencido de que eran cacharros altamente inseguros. Don Alfredo no usaba teléfonos inteligentes. Él era el inteligente. Hoy toda Europa tiembla tras el estallido de la guerra cibernética total. Macron, Sánchez, Merkel, Johnson… Ministros, eurodiputados, diplomáticos, funcionarios… La nómina de presuntos espiados crece día a día. “Pero, ¿quién está detrás de Pegasus?”, se preguntan unos alarmados. “¡La democracia está en peligro!”, exclaman otros aterrados. La neurosis del espionaje se extiende por todas las cancillerías, nadie se siente a salvo, la paranoia es más contagiosa que el peor de los virus.
Ahora, por fin, Bruselas empieza a tomarse en serio el problema y anuncia comisiones de investigación a diestro y siniestro. A buenas horas. Las instituciones europeas llevan años sufriendo ataques hackers, intrusiones malware, bloqueos en sus sistemas de seguridad más sensibles y vulnerables. Acciones que pueden acabar colapsando un país. Por lo visto, nadie hizo nada ante la más seria de las amenazas. Durante décadas, los espías informáticos (muchos de ellos al servicio de Putin) se han paseado como Pedro por su casa por los servidores de la Unión Europea, de la Casa Blanca, del Pentágono y hasta de la NASA. Hay quien cree que los piratas informáticos han llegado a tener en sus manos incluso el botón del maletín nuclear.
España, cuyo escudo informático defensivo es tan endeble como un muro de nata, también viene sufriendo estas intromisiones de la nueva guerra de guerrillas tecnológica. Se sospecha que los hombres de Putin, los cerebritos del KGB, han bloqueado y puesto patas arriba, y no en una ocasión sino varias veces, todos los servidores habidos y por haber. Se han colado en los ordenadores de los ministerios de Trabajo y Seguridad Social, han violado los protocolos de seguridad de Defensa, hasta han hackeado los archivos de la Policía. Nada que funcione con chips, cables y comunicaciones vía satélite se les resiste.
Los gobernantes occidentales habían vendido a sus ciudadanos el cuento de que todo estaba bajo control. Han tratado de convencernos de que esto de la ciberguerra era cosa de los traviesos muchachos antisistema de Anonymous, de unos gamberros conspiranoicos con unas cervezas de más, de unos introvertidos adolescentes con sudadera, capucha y granos en la cara muy adictos a la PlayStation y a vivir en un garaje. Aficionados antisociales enganchados al ordenador que no tenían nada mejor que hacer el sábado noche que ver webs porno y andar hurgando en las entrañas de los gobiernos para desencriptar la sopa de letras de los códigos nucleares. Nada más lejos. Ahora comprobamos con estupor que nos enfrentamos a auténticos terroristas del espionaje virtual al servicio de siniestros intereses políticos, un ejército de hackers mucho más poderoso que los tanques rusos embarrancados en Ucrania.
Lo de Pegasus huele que atufa a un nuevo frente abierto de esta Tercera Guerra Mundial en la que estamos metidos hasta el cuello, aunque no lo queramos asumir. La “guerra híbrida”, como dicen los sesudos analistas y expertos en seguridad internacional. Una forma de entender el conflicto bélico en la que todo vale: la insurgencia o rebelión popular, los virus propagados de forma intencionada, el terrorismo internacional, la desestabilización política, la propagación del odio, el bulo y la desinformación en las redes sociales, la batalla comercial, el lawfare u ofensiva judicial, el pucherazo electoral a distancia y la inmigración descontrolada como arma de destrucción masiva entre estados enemigos. En el mundo globalizado, el aleteo de una mariposa provoca un terremoto al otro lado del mundo; un periodista que publica una noticia en cualquier parte del planeta es capaz de derribar un lejano Gobierno de la noche a la mañana. Que se lo pregunten si no a los colegas de The New Yorker que han destapado el Catalangate sin necesidad de haber pisado Cataluña, ni tener pajolera idea de quién es Carles Puigdemont, ni de saber por qué demonios el mundo indepe coloca el retrato de los Borbones boca abajo desde la batalla de Almansa de 1707.
El empleo de las nuevas tecnologías para acabar con un país es una forma más de la guerra moderna, de esta extraña y distópica guerra híbrida de todos contra todos en la que se encuentra inmersa la humanidad. “Nos preocupa mucho, no solo ahora que han espiado el teléfono del presidente, también antes”, se defiende el ministro Bolaños. Falso, rotundamente falso. Hasta anteayer, todo esto del ciberespionaje les parecía cosa de las novelas de Tom Clancy o John le Carré. No invirtieron suficiente dinero para tapar los agujeros y brechas en la seguridad nacional, se relajaron y se olvidaron de las reformas necesarias. Por pereza, lo delegaron todo en los viejos espías del CNI, un organismo que ya sabemos cómo funciona (si es que funciona, porque ese mundo es tan hermético y secreto que nadie sabe lo que pasa realmente allí dentro). Los servicios de inteligencia deberían ser el último bastión para garantizar la seguridad de los ciudadanos y se ha convertido en un gueto cerrado y oscuro que está consiguiendo precisamente todo lo contrario: comprometernos a todos y tenernos constantemente en vilo.
Lo peor de todo, ahora que estalla la crisis, es que las preguntas sin respuestas se acumulan encima de la mesa. Seguimos sin saber si el CNI utilizaba el programa Pegasus para espiar independentistas, cuánto tiempo trabajó con esta herramienta intrusiva y si se usaba bajo mandamiento judicial; seguimos sin que nadie nos explique para qué nuestro Gobierno compró este poderoso spyware creado por la firma israelí NSO, o sea la gente próxima al Mosad; y sobre todo seguimos sin que nadie nos aclare por qué el PSOE, a esta hora, sopesa votar en contra de una comisión parlamentaria de investigación mientras su socio en el Ejecutivo de coalición, Unidas Podemos, la reclama con insistencia. Los socialistas argumentan que prefieren esperar a las explicaciones de la directora del CNI, Paz Esteban López, en la comisión de secretos oficiales. Poco o nada debemos esperar de esa comparecencia. Nada que pueda afectar a la seguridad del Estado será revelado en esa ni en cualquier otra comisión. En España, cuando los servicios de inteligencia se meten por medio siempre se acaba echando tierra encima. El pueblo español lleva desde 1981 pidiendo las cintas secretas del Cesid sobre el 23F y ahí nos hemos quedado, con las ganas de saber qué pasó. Solo a través de investigaciones periodísticas, de historiadores y novelistas hemos podido conocer que el tejerazo fue la consecuencia del proceso de nazificación o fascistización del Ejército español. Curiosamente, un fenómeno que hoy, alentado por el auge de la extrema derecha, vuelve a repetirse tristemente y al que nadie presta la debida atención.
Solo hay una forma de sanear nuestra enferma democracia: luz y taquígrafos. Llegar hasta el fondo del turbio asunto Catalangate. Dimisiones, juicio a los responsables de las escuchas ilegales (caso de que los haya) y limpieza en profundidad de las cloacas. No vemos otra manera de acabar con este cáncer. Pegasus cabalga sin control, las democracias occidentales tiemblan. Estamos en guerra contra un enemigo invisible. La mano negra de Putin, gran símbolo de las autocracias totalitarias, se presiente en todas partes.
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