(Publicado en Diario16 el 21 de abril de 2022)
Lo que anoche se disputaron Emmanuel Macron y Marine Le Pen, durante Le Débat, el decisivo duelo político previo a las elecciones del próximo domingo, fue mucho más que el futuro de Francia. Ambos se jugaron un póker a cara de perro donde la apuesta a todo o nada era, ni más ni menos, que el futuro de Europa.
El presidente de la République entró fuerte cuando llegó el primer bloque sobre la guerra de Ucrania y la UE. El premier sabía que ahí estaba el talón de Aquiles, el punto débil de la candidata ultraderechista, y lo atacó a conciencia. “Usted quiere salir de la Unión Europea, pero no lo dice”, aseveró Macron lanzando una andanada contra su principal rival en esta segunda vuelta de los comicios galos. Pocas cosas más ciertas que esa. No hay más que revisar el programa electoral de Reagrupamiento Nacional (RN), el partido del clan Le Pen, para entender que el objetivo de la extrema derecha francesa pasa por acabar de un plumazo con el eje franco/alemán, es decir, liquidar el que ha sido gran motor de la construcción europea desde su fundación en 1951.
Anoche quedó claro que Le Pen no cree en la soberanía nacional compartida entre París y Bruselas. Su objetivo es refundar Europa para convertirla en una especie de “Alianza de Países”, un foro simbólico de naciones sin ningún valor jurídico que se limitaría a la firma de tratados de paz, esos mismos que en el pasado fueron sistemáticamente pisoteados e incumplidos, dando lugar a dos guerras mundiales de tintes apocalípticos. “No hay un pueblo europeo, no hay una soberanía europea”, concluyó tajantemente Le Pen ante millones de espectadores franceses que tomaban nota de las ofertas de ambos candidatos.
El cara a cara dejó a un Macron seguro de sí mismo, pletórico de datos, de ideas, de ironía y de estilete retórico frente una Le Pen que por momentos lo observaba sin entender nada, mirando de reojo a los folios y perdiendo el hilo. Fue el duelo dialéctico de un hombre cosmopolita del siglo XXI contra una mujer antigua salida de la Corte del Cardenal Richelieu cuya más brillante propuesta para superar la crisis es acabar con el globalismo multicultural y que los franceses retornen a la granja de la campiña medieval con sus hortalizas, sus gallinas y sus monjes cistercienses (ella lo llama localismo). La candidata ultra hasta llegó a reconocer que se pierde cuando Macron emplea “palabras complicadas”. En realidad, da la impresión de que la lideresa de Reagrupamiento Nacional no sabe mucho sobre nada. Se limita a agitar el cóctel del nacionalismo patriótico y el odio al establishment macroniano y poco más. Lo cual no significa que no sea una política peligrosa. Lo es y mucho. Si no lo fuese, algunos sondeos no darían casi un empate técnico entre ambos candidatos.
Marine Le Pen, más allá de su impecable cabello de un rubio ario siempre de peluquería, ha logrado construir un proyecto político basado en tres pilares fundamentales: la incoherencia como programa de Gobierno, la apropiación descarada de los ideales de la izquierda y el bulo como arma de desinformación masiva. Incoherencia como cuando dice que su intención no es sacar a Francia de la UE mientras propugna acabar con el eje franco/francés, la arteria principal del proyecto europeo. Incoherencia como cuando asegura que está dispuesta a apoyar a Ucrania con armas, dinero y ayuda humanitaria, pero no a participar en el bloqueo internacional al gas y al petróleo de Putin. Incoherencia como cuando condena la guerra pese a que fue la primera en reconocer la anexión rusa de Crimea, “una Crimea libre no sometida a Estados Unidos y la UE”.
Todo el mundo en Francia sabe que Le Pen depende del oro de Moscú, o sea la pasta del Kremlin. No en vano, ha financiado su proyecto ultraderechista con préstamos de oligarcas y banqueros rusos que aún no ha devuelto. “¿Qué podía hacer yo si su gobierno no me daba el dinero? Somos un partido pobre. Es usted un deshonesto”, confesó tirando de un cínico victimismo en prime time. Fue el titular de la noche, una infamia que demuestra que Le Pen debe demasiados favores a Putin. Pero también quedó claro que la líder de RN es una dura fajadora que sabe encajar los golpes, que sabe jugar a la ambigüedad calculada para no quedar demasiado facha ante las cámaras y que sabe interpretar el papel de demócrata homologable pese a que su deseo declarado es demoler todo el sistema democrático de arriba abajo. Su posible victoria el domingo no pasa por convencer a su fiel electorado, que la votará a ella haga lo que haga y diga lo que diga, sino por no infundir demasiado miedo a los abstencionistas y a los imprevisibles melenchonistas, los supuestos antisistema de la extrema izquierda que odian a Macron. En esa tarea de blanqueamiento participa activamente la televisión francesa. Ayer mismo, llegado el momento de hablar de terrorismo machista, los moderadores del debate y hasta el propio Macron se referían a este triste fenómeno como “violencia intrafamiliar”, comprándole el discurso negacionista del feminicidio patriarcal.
Pero más allá de la incoherencia como esencia de lo políticamente incorrecto –la nueva moda neopopulista que se impone en todo el mundo–, Le Pen es una auténtica maestra en el arte de apropiarse del programa ideológico de la izquierda. Ahí es donde seduce a las masas desencantadas con el socialismo francés, hoy condenado a la extinción. Cuando el obrero de los extrarradios de Marsella la escucha hablar de adelantar la edad de jubilación a los 60 años, de bajar los impuestos a los más pobres, de intervenir en el mercado energético como una comunista más, de proteger a los sectores más vulnerables frente a la amenaza de las multinacionales globalizantes, piensa sin duda: esta es la mujer que necesita Francia. En el debate de ayer llegó a travestirse, por momentos, con el disfraz de ecologista (ella que no cree que el cambio climático sea una realidad científicamente contrastada). Y hasta se permitió presentarse como gran defensora del maltrato animal, en plan Brigitte Bardot. “Usted culpabiliza a los obreros que no se compran un coche eléctrico cuando sabe que no tienen medios para hacerlo. Su ecología punitiva es inútil. Hay que ir a una transición gradual”, espetó. Lo afirma la líder de un partido cuyo programa político no contiene ni una sola línea sobre el respeto al medio ambiente, tal como le afeó Macron. “Yo tengo un plan: la energía nuclear”, contraatacó la dirigente de RN. Lo que no dice es cómo piensa hacerlo si en Francia está prohibido abrir nuevas plantas atómicas hasta 2030.
Y finalmente, justo es reconocerlo, Le Pen domina como nadie el arte del bulo y la mentira. En un momento de Le Débat, se permitió lanzar una panoplia de topicazos propios de barra de bar como que la economía francesa está en manos del “coche extranjero, de los pollos del Brasil y del buey de Canadá”. Acto seguido, arremetió contra el islamismo y el velo musulmán como gran culpable de todos los males de Francia y volvió a negar la violencia machista. Su intervención, una antología de la demagogia populista de manual, alcanzó el culmen cuando acusó a Macron de intentar sustituir la bandera tricolor francesa por la azul de la Unión Europa. “Eso es falso”, repuso el actual inquilino del Palacio del Elíseo. “Yo soy una patriota”, alegó Le Pen. Probablemente, esa última mentira será la que más votos le dará el domingo. Cuidado con la agente platino de Putin infiltrada en el corazón mismo de Occidente porque lo imposible puede estar a punto de suceder.
Ilustración: Artsenal
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