(Publicado en Diario16 el 18 de abril de 2022)
Macron lo está intentando todo para impedir una tragedia (la llegada al poder de la extrema derecha francesa) que parece inevitable. En sus últimos mítines se ha vestido con el traje de ecologista improvisado tratando de atraer el voto de la izquierda de Mélenchon, se ha colocado a la vanguardia en la guerra contra Putin (como un nuevo Charles De Gaulle resucitado) y hasta ha posado con el velludo torso al descubierto para mostrar su lado metrosexual, latin lover y francés seductor y macho. Cree que así, sacando a pasear al Macron más progre pero también al Macron guardián de las esencias patrias que lleva dentro, podrá pescar apoyos, a uno y otro lado, entre las masas desencantadas con la democracia, con los valores republicanos, con el sistema político que ha entrado en imparable decadencia.
Sin embargo, pese a que de momento parece que la campaña electoral le está funcionando al presidente, la posibilidad de que Marine Le Pen se alce finalmente con la victoria en la segunda vuelta de los comicios, dando la campanada, parece más real que nunca. Jamás la extrema derecha había estado tan cerca del Palacio del Elíseo como en este momento trascendental para la historia de Francia, de Europa, del mundo. Lo que ocurra el próximo domingo no solo afectará a la política doméstica francesa: marcará el nuevo rumbo de la historia contemporánea en las próximas décadas. Y espeluzna comprobar cómo los medios de comunicación franceses han empezado a blanquear a la candidada ultra presentándola como una mujer que se ha ido moderando con el tiempo y que no debería darnos tanto miedo. El nazi Éric Zemmour, con un discurso mucho más duro, ha contribuido a esa operación de blanqueamiento y a que Le Pen parezca una hermanita de la caridad, una mujer razonable y homologable con quien uno puede sentarse a tomar un café y charlar pacíficamente de todo. La pinza planeada por la extrema derecha resulta de una perfección maquiavélica.
El cordón sanitario contra el nuevo fascismo ha saltado por los aires, ni siquiera la desesperada querella de la Fiscalía contra Le Pen por corrupción podrá evitar una tormenta que se veía venir pero que la democracia no ha sabido o no ha querido evitar. El colmo del mundo al revés es que Le Pen puede ganar en segunda vuelta movilizando a los abstencionistas y con el 16 por ciento de los sufragios de Mélenchon, el candidato que supuestamente aglutina al electorado progresista. Gente de izquierdas votando a nazis para castigar al centrista Macron. De locos.
Mientras tanto, las distancias entre los dos principales candidatos se acortan y la tensión crece en las calles. El pasado fin de semana, organizaciones sociales, sindicatos, entidades culturales y plataformas ciudadanas convocaban más de treinta manifestaciones en protesta contra el auge de la extrema derecha. La concentración más nutrida fue la que congregó a miles de personas en París, donde se gritaron consignas contra la aria candidata ultraderechista, aunque también hubo puyas y recaditos contra el propio Macron. Hay pánico a que el neofascismo se instale en el poder, es cierto, pero también hay ira, furia, indignación popular. Enfado por la mala situación económica por la que atraviesa el país; rabia porque la brecha de la desigualdad social no ha hecho más que crecer desde finales del pasado siglo; descontento porque la lejana Bruselas no haya sabido resolver los problemas de los ciudadanos pero sí haya sabido enriquecer a una élite, a una casta empresarial y financiera que en las últimas dos décadas no ha hecho más que mejorar su cuenta de resultados. Para unos pocos, la globalización ha sido un negocio redondo (nunca mejor dicho), mientras para la mayoría, sobre todo para las clases populares, ha supuesto un progresivo empobrecimiento y una pérdida constante de poder adquisitivo.
Pese a todo, Le Pen no está ganando esta batalla solo con el apoyo de la aristocracia económica francesa (con el que ya cuenta desde hace tiempo) sino con el voto del agricultor arruinado por los productos españoles (de mucha mayor calidad y a precios más competitivos), del ganadero que ha perdido su pequeña explotación agropecuaria, del proletario de las grandes ciudades condenado a un precariado de bajos salarios impropio en una de las primeras economías europeas. Todo ese odio hacia el establishment, calcado al que catapultó a Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos en enero de 2017, se ha materializado en recientes huelgas como la de los “chalecos amarillos”, una auténtica explosión o rebelión popular que ha hecho tambalear los cimientos del Gobierno Macron. La revuelta de los indignados franceses no es un fenómeno nuevo, empezó en los años noventa, cuando aquellos enfurecidos agricultores franceses volcaban los camiones españoles repletos de fresones en Montpellier, en Toulouse, en tantos lugares. ¿Se acuerda el lector de esta columna de los ataques contra nuestros transportistas en la frontera hispano-gala? Aquello fue el conato, la llama del nuevo fascismo que empezaba a prender con fuerza entre las clases populares francesas hartas del mercado libre de mercancías y precios, de una Europa que a ellos no les salía a cuenta y de un flujo de inmigrantes que veían con miedo, cuando no con pavor.
Bruselas, con sus cuotas lácteas y pesqueras, con sus reconversiones industriales y su fábrica de parados, ha creado al monstruo neofascista. Hoy toda esa masa popular que vota Le Pen por puro odio a la política tradicional reclama el retorno a la autarquía, la vuelta al franco como moneda nacional, el cierre de fronteras frente a la inmigración y la exaltación de los valores patrióticos, chovinistas, xenófobos e identitarios que ellos identifican con más Francia y menos Europa. En definitiva, más nacionalismo y menos unidad y fraternidad entre pueblos del viejo continente. Más aislacionismo y menos multiculturalidad o mestizaje. Más xenofobia y menos solidaridad global. Un auténtico drama para el proyecto de construcción europea; un peligroso retorno a las viejas fronteras y rencillas entre los decimonónicos estados-nación; una vuelta a los conflictos territoriales seculares, a la exaltación nacional, a la guerra como forma de resolución de los problemas. La invasión de Ucrania a manos de Putin no deja de ser el triunfo del modelo autocrático y totalitario sobre la democracia liberal. Conviene no olvidar que Le Pen se ha mostrado, en reiteradas ocasiones, como una devota admiradora del sátrapa moscovita. Por algo será.
El próximo domingo, Francia se juega su futuro. También Europa. Pero de entrada ya podemos decir que el bipartidismo turnista sobre el que se había asentado la política francesa desde el final de la Segunda Guerra Mundial ha muerto. Estas presidenciales dejan a un Partido Socialista condenado a la extinción y a un partido conservador de corte clásico, Los Republicanos, prácticamente moribundo. El desgaste de la alternancia del poder, la corrupción y las reyertas internas han terminado por corroer el sistema. Macron es el último superviviente de un modelo que el ciudadano francés considera fracasado sin remedio. Frente a esa crisis galopante de la política emergen nuevos partidos antisistema que con un fuerte mensaje populista y controlando las redes sociales (gran avispero de la revolución antiliberal que se gesta) seducen al electorado. Hoy son los franceses los que compran la gallofa populista, mañana el laboratorio galo propagará la basura ideológica neofascista por todas partes. Con el tiempo, y en el caso de que estos movimientos rupturistas conquisten finalmente el poder, la UE tal como la hemos conocido hasta hoy quedará reducida a papel mojado. Numerosos tratados internacionales serán denunciados por Francia al más puro estilo trumpista. Y los inmigrantes sin papeles ya pueden empezar a comprar el billete de vuelta a casa. Francia se ha convertido en el gran Chernóbil de la radiación posfascista, una planta nuclear generadora de falsas creencias altamente contaminantes. Ahora sí, un fantasma recorre Europa: el fantasma del fascismo.
Viñeta: Alejandro Becares
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