(Publicado en Diario16 el 8 de diciembre de 2023)
Santiago Abascal ha convocado a sus barones regionales (en este caso baroncillos, son todos vicepresidentes, no presis) para pedirles que rompan relaciones de todo tipo con el Gobierno Sánchez. De esta manera, cabe sospechar que, a partir de ahora, Valencia, Castilla y León, Murcia y Aragón (quizá también Extremadura y Baleares) serán territorios indepes desconectados emocional y materialmente del Estado. ¿Entonces en qué quedamos, es Abascal un centralista unitario partidario de acabar con las autonomías o un peligroso federalista dispuesto a llegar al separatismo? Pues depende, según se levante ese día.
Vox es un pollo sin cabeza. Tan pronto se declaran franquistas como demócratas constitucionalistas. De demócratas tienen poco, no hay más que ver las cosas que dicen en los asedios de cada tarde noche a las sedes del PSOE. En cuanto a la Constitución, solo entienden el artículo 2, el que consagra la indisoluble unidad de la nación española, con el que están obsesionados. El resto del texto, mayormente el que protege los derechos fundamentales, les da bastante igual. De hecho, ayer, durante las algaradas callejeras de cada día contra los socialistas, algunos cachorros de la kale borroka ultraderechista exhibieron una gran bandera rojigualda con el lema “La Constitución destruye la nación”. Y estos eran los que iban a defender la Carta Magna frente a la amenaza sanchista/bolivariana. Esquizofrenia pura.
Todo en el extraño mundo verde empieza a ser ciertamente delirante y lisérgico. Están en contra del Estado autonómico, pero se presentan a las elecciones regionales y lo pelean a tope para que el PP les dé carguetes, consejerías y despachos. Dicen defender la monarquía, pero a la primera manifa que montan gritan aquello de “Felipe, masón defiende a la nación”. Son contradictorios hasta para reinterpretar el franquismo. El Caudillo les enseñó que el gran peligro para la amada patria estaba en la conspiración judeomasónica y ellos defienden a capa y espada los genocidios de Israel en Palestina. En Vox están cada día más sionistas y en cualquier momento los vemos vestidos de ultraortodoxos, con el sombrero de rabino y los tirabuzones, desfilando por la Gran Vía y celebrando el sabbat en lugar de San Isidro.
Lo mínimo que se puede pedir al nuevo fascismo posmoderno o moderno posfascismo (qué sé yo cómo llamar ya a este engendro esperpéntico) es algo de coherencia interna, una cierta cohesión lógica en el discurso, una seridad. Porque Vox está improvisando sobre la marcha y luego las cosas salen como salen. La cúpula tiene a las bases confundidas: un día les dicen que el partido es esencialmente centralista (la España una, grande y libre) y al siguiente se comportan no ya como autonomistas o federalistas, sino como insumisos separatistas que rompen con el Gobierno de España por cualquier minucia o tontería. En realidad, poco se diferencia la violenta muchachada voxista de aquellos otros CDR rompecajeros a los que Quim Torra arengaba con el apreteu, apreteu. Bien visto, se lo han copiado todo, los manuales de resistencia contra antidisturbios, los eslóganes de manifestación contra los periodistas (“prensa manipuladora”), las tácticas de guerrilla urbana para acorralar a los agentes y hasta la forma de los adoquines que se arrojan contra los maderos. Madrid vive un calco de lo que ocurrió en Cataluña en 2017, un violento procés mesetario solo que con callos a la madrileña en lugar de butifarras. Los catalanes pretendían desconectar de España; Abascal de la democracia tal como la conocemos hoy. Ya solo faltan los antisistema italianos y alemanes y los soldados de Putin desfilando por la calle de Alcalá, aunque todo se andará. Anoche, los aledaños de la calle Ferraz de Madrid rebosantes de pedruscos, gases lacrimógenos y pelotas de goma recordaban bastante a la barcelonesa plaza Urquinaona en los peores días del 1-O. Está claro que los polos opuestos nacionalistas se tocan y hasta se retroalimentan.
Lo malo del fanatismo es que acaba convirtiéndose en una espiral sin límite ni final. Se empieza gritando “Sánchez traidor” en un acto oficial de la princesa Leonor, se pasa a asediar las Casas del Pueblo socialistas y se acaba queriendo fusilar a 26 millones de rojos. Vox es la confirmación fehaciente y palpable de que la historia se repite, primero como tragedia, después como farsa, ya lo dijo Marx. Lo que no se puede es anunciar una querella contra Sánchez argumentando que la amnistía a los encausados catalanes es inconstitucional cuando ni ellos mismos en Vox creen en la Carta Magna. La nueva extrema derecha trumpizada es una broma de mal gusto, una estafa, una resaca de tintorro malo. Lo realmente extraño y sorprendente es que en un país moderno, avanzado e informado del siglo XXI este tipo de burdos montajes conspiranoicos puedan embaucar a tanta gente.
Abascal es el típico charlatán de feria llegado del pasado con su carromato medieval para sembrar el país de odio, agitar las calles y enviar a sus niñatos CDR a morir por él en las barricadas. Un Puigdemont a la española. Un salvapatrias de manual que ha logrado seducir a dos millones y pico de ingenuos con sus cuentos sobre los gloriosos tercios de Flandes, la pureza de la raza ibérica y un franquismo impostado y patético en el que ni él mismo cree ya. El tipo duro que se hace el gallito tuiteando “vamos a Ferraz” y que se esfuma sin dejar ni rastro cuando las cosas se ponen feas con los antidisturbios. Uno que ha visto con claridad la demagogia ultra, el truco, la tramoya, es Federico Jiménez Losantos (nada sospechoso de rojo), quien ayer, en antena, se mofó del líder de Vox reprochándole que vaya a las manifestaciones solo para “bajarse del caballo” y que “cuatro señores le griten presidente”. El discurso estéril del odio por el odio de Abascal conduce a un callejón sin salida al país, alerta el Financial Times. Sirve para que le salten un ojo a un manifestante manipulado o para que le abran la cabeza de una pedrada a un piolín y poco más.
Viñeta: Iñaki y Frenchy
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