(Publicado en Diario16 el 9 de noviembre de 2023)
La Casa del Pueblo socialista copió el modelo original francés (maison du peuple) que se impuso en el siglo XIX como centro de acogida y educación para los obreros. Se cuenta que la primera Casa del Pueblo de España se fundó en Montijo (Badajoz) en 1901 y la segunda en Alcira (Valencia) dos años después. Los trabajadores de Madrid pudieron comprar el Palacio del duque de Frías y Béjar, calle del Piamonte, que fue acondicionado para la causa e inaugurado por Pablo Iglesias en 1908. “Los obreros han comprado su palacio. Total, las trescientas mil pesetas en que se tasó la casa no eran gran cosa. Millares de jornadas de trabajo, infinitos sacrificios, un poco menos de pan y de alegría; pero al cabo el pueblo iba a tener su casa en el mismo lugar en que el duque de Frías tuvo su palacio. El sacrificio estaba compensado”. (Rodolfo Viñas, El Sol, 1930)
Antes del estallido de la Guerra Civil, ya había 900 casas del pueblo en todo el país, lugares donde se ofrecía atención sanitaria (un primitivo seguro médico para trabajadores con dispensario gratuito de medicinas), asesoramiento en asuntos laborales, información sobre el socialismo y una puerta de acceso a la cultura en la lucha contra el analfabetismo secular que asolaba a España, además de biblioteca, orfeón, teatro, deporte y cantina o salón de té. Donde no llegaba el Estado (que llegaba a muy pocos lugares pobres) llegaba la Casa del Pueblo. Allí, el obrero podía sentirse como una persona, lejos de los abusos del patrón, las promesas incumplidas de los políticos de la época y la quimera de una República que no llegaba nunca. La labor del hogar del socialismo español fue encomiable, y si bien no logró solucionar el problema de la desigualdad en España permitió llevar algo de alivio a las familias de la explotada clase trabajadora.
Estos días en que Ferraz está siendo asediada por las hordas del nazismo posmoderno conviene no perder de vista la importancia que tuvieron y que deben seguir teniendo las casas del pueblo. Viendo en qué plan está el PP (abducido por Vox en contenidos y formas), ya solo queda la izquierda (la moderada del PSOE y la más radical de Sumar, más lo poco que sobrevive de Podemos) como último bastión de la democracia. Por eso una casa del pueblo nunca puede quedar sola y abandonada. Por eso siempre tiene que haber una bandera con el puño y la rosa colgada del balcón. La decisión de Pedro Sánchez de ordenar el cierre de todas las sedes del partido, ante la amenaza ultra, no fue acertada (en una carta firmada por Santos Cerdán, se adoptó esta medida radical con el objetivo de garantizar la “seguridad” de los trabajadores y afiliados por la ofensiva del partido de Abascal y otras organizaciones filofascistas como Falange, Bastión Frontal, Hogar Social y España 2000). Y mucho menos podemos aplaudir que Ferraz acordara la suspensión de las actividades previstas en las sedes socialistas en horario vespertino mientras se mantuvieran las violentas protestas de la extrema derecha y hasta nueva orden.
¿Pero qué es eso de cerrar las casas del pueblo solo porque un puñado de niñatos de “estética ultra”, como los califica eufemísticamente la Policía, tire un par de adoquines contra los antidisturbios, enarbole unos cuantos aguiluchos y haga el paso de la oca por Cibeles, brazo en alto y cantando el Cara al Sol? ¿Qué ha sido de aquel espíritu de combate y resistencia que llevó al partido socialista a defender la democracia hasta el final en los peores momentos? ¿Acaso tienen razón los gurús de la caverna mediática que acusan a los socialistas de hoy de formar parte de la izquierda brilli brilli? Si vamos a salir corriendo solo porque un grupo de “nazis en paro”, como los define muy bien Federico Jiménez Losantos, se pongan chulos y fanfarrones, apaga y vámonos.
Los republicanos perdieron la guerra por diferentes causas, por minusvalorar la amenaza de Franco y los demás conspiradores, por las luchas intestinas entre anarquistas y comunistas, por los regionalismos periféricos que trataron de sacar tajada con la zozobra del debilitado Estado, por la incompetencia de los generales republicanos menos experimentados que los nacionales africanistas, por el decidido apoyo en armamento y tropas de las potencias fascistas y también, por qué no decirlo, porque más de un regimiento comandado por los soviéticos desertó y abandonó sus posiciones prematuramente ante el imparable avance de los golpistas. Por fortuna, ya no estamos en 1936, cuando salir huyendo de una trinchera mientras caían las bombas era hasta cierto punto comprensible. Y tampoco estamos en Gaza, donde la población civil soporta estoicamente –sin comida, ni agua, ni medicinas–, los misiles asesinos de Netanyahu. Ni siquiera nos encontramos en los peores momentos de la Transición, cuando los sicarios fascistas irrumpían a tiros en los despachos de los abogados laboralistas, ni en los años del plomo, cuando ETA mataba socialistas de un tiro en la nuca. Vivimos en la España de 2023, tenemos a la mejor policía del mundo, hay derechos que nos protegen y, para qué vamos a engañarnos, los nazis de hoy no son tan fieros como los de hace un siglo. La mayoría ni siquiera ha hecho la mili, están más al botellón y al porrillo del fin de semana que a salvar España del comunismo, y alguno que otro cree que el Mein Kampf es un plato típico alemán como las salchichas Frankfurt.
No estamos diciendo que no haya elementos peligrosos infiltrados entre los escuadristas ultras que asedian Ferraz estos días, que los habrá. Pero no es para salir perdiendo el culo de la sede del partido a las primeras de cambio, dejando atrás los 140 años de valiente y gloriosa historia y olvidando cerrar la puerta y apagar la luz. Ayer, el mariscal Sánchez recapacitó, rebajó el nivel de alarmismo y trató de enmendar su error del día anterior reuniéndose con la militancia en la sede en la que, dicho sea de paso, ahora la hermandad socialista sigue al pie del cañón mientras se escucha el estruendo, los gritos e insultos de los bárbaros que, como el fragor de los cañonazos durante la guerra, llegan desde la calle. Bien por los camaradas. No pasarán.
Viñeta: Pedro Parrilla
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