(Publicado en Diario16 el 31 de octubre de 2023)
El acto de jura de la Constitución de la princesa Leonor se ha despachado en menos de media hora. Tanto boato, tanta solemnidad, tanto baldaquino y tanto soldadito de época a caballo por las calles de Madrid para liquidar el asunto en un suspiro. Todo ha sido demasiado protocolario, demasiado medido, y apenas ha habido lugar para la profundidad y la frescura que requería el evento trascendental. Por momentos daba la sensación de que se trataba de cumplir con un trámite deprisa y corriendo para no arriesgar demasiado. Quizá se decidió así para proteger a la princesa, a la que, como es lógico en alguien de su edad, todavía se ve algo verde en cuestiones políticas; quizá porque, en medio de la convulsa negociación de Pedro Sánchez con Carles Puigdemont, no estaba el horno para bollos. De hecho, debajo de la aparente demostración de unidad y cierre de filas del bipartidismo alrededor de la monarquía, detrás de ese muro uniforme de diputados con frac, se respiraban fuertes tensiones, durísimas fricciones, una cruel, cainita y despiadada lucha por el poder.
Por no dejar, ni siquiera han dejado que la heredera articulara un breve discurso para la posteridad, unas palabras propias de su puño y letra más allá del frío y escueto artículo reglamentario del “juro desempeñar fielmente mis funciones” y tal y tal… Una abstracta declaración de principios en defensa de valores como la justicia social, la igualdad y el feminismo, hubiese sido suficiente. Pero se trataba de que la carroza de cristal, la burbuja, la urna, regresara intacta a Zarzuela. Tramitar el expediente y celebrar la mayoría de edad con un cumpleaños en la intimidad en Palacio, entre cortesanos y granaderos con coraza, penacho y bigotazo a la moda decimonónica de la Restauración.
Leonor ha cumplido con lo que se le pedía. Estar en su sitio, sonreír y mover mucho la mano en el Rolls en señal de saludo al entregado pueblo de Madrid. Si sustituimos la foto de portada de los grandes periódicos de hoy por un óleo sobre lienzo de la jura de Isabel II de José Castelaro y Perera, en pleno siglo XIX, apenas encontraremos diferencias en cuanto a la forma, aunque en el fondo, por fortuna, ya nada es igual que hace doscientos años.
Hoy ha sido un día importante para la princesa de Asturias, mucho más importante de lo que ella se imagina. Ha estado por primera vez en la sede de la soberanía nacional, en el sagrado templo de la democracia, y ha abierto los ojos a lo que es la realidad de este extraño y fascinante país. Un país donde la presidenta del Congreso cita a los grandes escritores en catalán, vasco y gallego mientras Santiago Abascal y los suyos tuercen el morro como si les oliera a azufre o a estiércol. Un país donde se rellenan con extras y figurantes los huecos dejados por los diputados soberanistas que plantan a la monarquía, tal como llevan haciendo desde hace más de un siglo. Un país donde ministros del Gobierno en funciones también dan el cante ausentándose gravemente y faltando a sus responsabilidades institucionales.
En ese ambiente enrarecido y fangoso, la presidenta del Congreso, Francina Armengol, cita al gran poeta valenciano Vicent Andrés Estellés, al guipuzcoano Felipe Juaristi y a la coruñesa Xohana Torres: “Allò que val és la consciència de no ser res si no se és poble” (“Aquello que vale es la conciencia de no ser nada si no se es pueblo”), escribió Estellés. Una lección de humanismo y belleza que el fanatismo ultranacionalista ibérico, negacionista de la diversidad cultural de este país, ni entiende ni quiere entender. En un acto donde todo era previsible y maquinalmente rutinario (el consabido ritual de la democracia) se agradece ese soplo de aire fresco de Armengol, que habló de las cosas trascendentes, de lo esencial, de la España “real y diversa”, de la España “abierta y europea”, de la España de la que algún día Leonor será jefa del Estado. “Un país abierto y próspero, donde la paz social permite la convivencia y donde se persigue el bienestar de la ciudadanía. Un país cuya sociedad es un ejemplo de tolerancia y solidaridad”, dijo Armengol.
El juramento de la princesa supone “una alianza con la España de hoy”, según la presidenta del Congreso. Ahora bien, ¿qué reina nos depara el futuro? Casa Real trata de presentarnos a una chica normal y sencilla (en la sobriedad de su traje chaqueta blanco pureza se atisba la mano republicana de la madre); una joven que estudia, cumple con su formación militar reptando en el barro como un soldado, ve películas de Kurosawa y se declara ferviente defensora de los derechos humanos. Pero solo el tiempo dirá con qué acontecimientos históricos se verá obligada a lidiar y si tendrá el talento necesario para conducir a su pueblo. Su abuelo salvó el trance del 23F con luces y sombras. A su padre se le reprocha su parcialidad y su maltrato al pueblo catalán en los peores días del procés. De su inteligencia, astucia y buen asesoramiento (ya tardan en buscarle un Sabino con hechuras de estadista), dependerá su futuro, el futuro de la monarquía y de todos nosotros como país.
Por lo demás, la jura terminó con un aplauso cerrado exageradamente alargado por los palmeros de siempre (más de cinco minutos de ovación y ahí seguirían todavía, hasta las uvas, de no haber cortado Armengol por lo sano). Son esos mismos que dicen venerar la monarquía y que al final siempre acaban elevando a los altares a un Caudillo militar. Viendo la cara de contrariedad de Letizia ya sabemos que no le gustó la performance.
Viñeta: Iñaki y Frenchy
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