EL VIEJO LOU
Practicó el rock and roll más animal, fue un transformer de la música, un travelo de alma y cuerpo que caminó por el lado salvaje de la vida. Lou Reed, el viejo Lou. Hoy se nos ha ido, ya setentón, tras dejar un aluvión de poemas gloriosos y un trasplante de hígado, ese hígado demasiado castigado por el jaco, el alcohol y la mala vida. Vivió y murió como debe vivir y morir un hombre: con las venas infladas de versos y el cuerpo extenuado de gozos y sombras. Las calles de Nueva York lloran por el rey de los juglares, por el poeta de los miserables y oprimidos, de los yonquis, de los infelices, de los parias, de los alcohólicos, de la famélica legión, en fin. Ya nunca más lo veremos atravesar Times Square, piernas de alambre en pantalones de pitillo, chupa de cuero y gafas oscuras, entre colgado y feliz, entre profeta y apestado, enganchado a la guitarra nocturna y hambrienta de duende, pero nos quedan sus canciones llenas de una magia urbana y underground, llenas de belleza y vómito, llenas de luz y tragedia. Ahora dicen que fue el más grande. Qué más da qué puesto ocupara en el ranking. Ha habido muchos grandes: Elvis, Lennon, Jackson. No nos pongamos exquisitos a esta hora de la noche aciaga en que el viejo Lou ha dejado de escupir rosas. Una generación de estrellas rutilantes se va apagando, el star system del rock se muere. Nos quedan Dylan, Jagger y poco más. Disfrutemos del pasado porque el futuro no será ni la mitad de bueno. Todo en el arte se repite ya con una atonía pasmosa, soporífera, mediocre. Fabrican música como quien fabrica tornillos, se pintan cuadros a dos manos, se escriben libros como churros (ahí está El tiempo entre costuras, pelotazo editorial, novelón a la moda, un millón de copias, trama facilona con escasas pretensiones y ni una mala idea nueva en más de seiscientas páginas, qué despilfarro de papel). Pero Lou superó las tentaciones vanas del mercado, él era poeta, narrador, profundo, único, original. Era literatura de neón, realismo sucio a golpe de pentagrama, chute de inspiración en cada letra, mono de libertad en cada estrofa. Punteó con su acústica los mejores años del rock; empezó siendo un adicto de la distorsión y terminó como el más entonado de los puristas (en la vida uno solo puede cambiar dos veces de chaqueta, a la tercera ya eres un chaquetero). Si los viejos suecos fueran justos y honrados le darían el Nobel hoy mismo. Nadie como él ha escrito sobre los perdedores, el sexo y la droga, la desolación humana, la jungla de asfalto, la derrota, el sufrimiento, el desamor. Voz de áspero terciopelo, mirada desvaída de drogata inteligente, nihilista de los auténticos, no como los niñatos capullos de ahora que van de nihilistas porque se han fumado un canuto. Era de Brooklyn y yo viví en Brooklyn una temporada, por eso lo amo más aún. Subíamos al techo de la casa y veíamos agonizar las luces gigantes del skyline mientras Lou, el viejo Lou, tocaba suavemente Walk on the wild side. Le atizaron de lo lindo con el electroshock en su infancia rebelde y eso le hizo más fuerte, más genio, más dios. Puso su santo plátano en el mejor disco de la Historia y socavó doscientos años de calvinismo americano. Se ha ido caminando por el lado salvaje de la vida. Como los grandes. Aunque digan que los viejos roqueros nunca mueren.
Imagen: musicfeeds.com
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