MANOLO ESCOBAR
Todos los veranos, cuando era pequeño, mis primos y yo solíamos bajar al río Genil para darnos un chapuzón en sus aguas foscas, frías, turbulentas. Luego, todavía mojados, corríamos al chiringuito más cercano, tomábamos Mirindas y echábamos unos duros en la máquina de discos, aquella máquina vieja y destartalada que rugía a todo trapo y en la que siempre, indefectiblemente, sonaba alguna copla de aquel señor con tupé, ceja indomable, patillas de bandolero y cara tostada eternamente risueña que se llamaba Manolo Escobar. Yo, en mi escasa conciencia de niño de diez años, me preguntaba por qué demonios todo el mundo adoraba a aquel hombre corriente, por qué todos buscaban aquel dichoso carro con tanto ahínco. Era la España de la Santa Transición, cuando el país vivía pendiente de la calabaza del 1,2,3, la selección caía en cuartos y a ETA le daba por mandar un generalote a tomar viento día sí, día también. No pasábamos de ser un país caribeño, pobre, casi subdesarrollado, aunque los jóvenes empezaban a vestir camisas con cuello de pico y pantalones de campana para parecerse un poco a Travolta. La música disco estaba en pleno auge en todas la discotecas del mundo, era lo más moderno del momento, pero aquí, en España, el bueno de Manolo seguía reventando chiringuitos playeros con sus melodías rancias como en sus mejores años de posguerra. Todo el país bailaba a ritmo de sus rumbillas facilonas, todo el país le seguía incondicionalmente en la búsqueda homérica de su carro y todavía hoy, en pleno siglo XXI, suena con desparpajo en fiestas de pueblo, verbenas de jubilados, partidos de fútbol y hasta en los mítines del PP folclorista, antiguo y cañí (sigue siendo el intelectual de referencia de nuestra derecha patria, su autor lírico de cabecera). ¿Por qué el arte de Manolo ha pervivido hasta hoy? Muy sencillo. Porque durante cuarenta añazos de hambre, crucifijo, miedo y dictadura, su música fue la esencial banda sonora de la España autárquica, aislada, abducida por Franco y sus secuaces. Hitler quiso conquistar el mundo a golpe de Wagner; Franco, más práctico y algo menos erudito, poseyó el subconsciente del español al grito entusiasta del Que Viva España, el "no me gusta que a los toros te pongas la ´minifarda´" y el porompompero (qué diablos sería el porompompero). Queramos o no, fue el catecismo musical del régimen, el libreto alegre pero trágico de un país atrasado. Uno, tras conocer que Manolo Escobar ha muerto, no deja de sentir cierta pena por la pérdida de un rostro que nos acompañó en tantas galas horteras de Nochevieja, no me caía mal aquel hombre alegre, simpático y bonancible. Pero no perdamos de vista la perspectiva de la Historia, no dejemos de ver que aquel carro que nunca aparecía no era otra cosa que la metáfora de la libertad que alguien birló al pueblo español una noche cuando dormía, una noche de romería (la guerra civil fue una romería sangrienta, una borrachera de odio y sangre). Manolo fue el juglar de una España legionaria, taurina, pobre y ágrafa donde el sueño de salir del mendrugo de pan pasaba necesariamente por hacerse un muletilla, un joselito o por irse a Alemania de camarero. Su Viva España fue un grito fachorro, topiquero, de casa cuartel. Conservemos y respetemos sus fandanguillos felices de una época triste. Pero no nos equivoquemos. Más de uno quiere devolvernos a aquella letra y a aquella música. Y por ahí no.
Imagen: LAS
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